miércoles, 23 de junio de 2010

Gustavo Cerati y el misterio de su último minuto

Apagadas las luces del concierto, transformado el desmayo en algo más serio, confirmada la tragedia, digerida la amarga sensación de estarlo despidiendo, hoy Gustavo Cerati sigue en terapia intensiva. Estaba en Caracas, está en Buenos Aires. No pinta nada bien su futuro; nos seguimos preguntando como quedará al final y nos enteramos de la existencia de aeroambulancias.

Entre un parte médico y el otro se aleja de su figura el foco de la noticia. Su presencia parece reducirse a unas curiosas epístolas cruzadas por el exasperante hermetismo médico, en las cuales se nos dice que nada sucede. Persuadidos los periodistas de que su convalecencia será larga, y, por ahora, parece que no traerá noticias, los pasillos de Fleni, en Buenos Aires, retornaron a la normalidad. Los venezolanos intentamos, entretanto, entre una mueca de la realidad y la otra, continuar como podemos con nuestras vidas.

Luego de estarlo esperando durante meses, a más de un mes de haber ofrecido su concierto, presente su música, viva su estampa en los afiches promocionales, acompañándonos a todos en la cabeza la insólita vitalidad de la noche anterior a la tragedia, el silencio de estos días deja un sedimento amargo. Tiene sabor a secuestro. Los conciertos de Gustavo Cerati en Caracas eran, para quien esto escribe, una cita. El silencio de estos días, ese que, en el fondo de su alma, él y su familia deben estar deseando, se nos aparece como un cruel contrapunto emocional. No sabemos si podrá volver a cantar; ni siquiera si sobrevivirá. Aunque fuese verdad que, en una de esas, pueda recuperarse del todo.

I
No fue al comienzo, como sí le sucedió a la mayoría, que se apropio de mis gustos por completo la música de Gustavo Cerati. Los primeros discos de Soda Stéreo formaban parte de mi vida en la misma medida en la que acudía a fiestas e iba tejiendo con ellos un testimonio generacional compartido. Desde La Cúpula hasta A un millón de años luz. Una era que pudo englobar muy bien, en mi caso, no tanto De música ligera, como 1990. Los años universales, los de los gustos definitivos. Los años de la Universidad y mis mejores amigos. El límite normal de una excelente banda, excelente entre otras, protagonistas de un movimiento del cual uno se sentía parte: el rock en español.

La forja del Cerati contemporáneo, epicentro del sonido Soda Stéreo que siempre vamos a recordar, el matiz que hizo de él –y de Zeta Bosio, y de Charly Alberti- un músico de culto, el tronco en el cual se afinca el desarrollo de casi toda su obra posterior, terminó de cristalizar, a mi manera de ver, con Dynano. Un disco no tan exitoso y en las primeras de cambio incomprendido, a partir del cual, sin embargo, estos músicos argentinos, pero Cerati en particular, se apropiaron con todas sus letras su condición de vanguardia.

De Dynamo para acá, decía. Guitarras distorsionadas, exigidas al máximo, que le rinden un iniciático guiño a la electrónica acabada. Contextos y texturas sugeridos, portadoras de mensajes con estados emocionales específicos, de la mano de la programación computarizada. Letras que dibujan paisajes submarinos y extraterrenos; melodías de amor que todos los días eran -y son- capaces de sugerir una cosa nueva. Contrapuntos con un rock acabado y licuado. Una música contundente y sin concesiones. Con Dynamo, y con toda su obra posterior al remolque, Gustavo Cerati pasó de ser un brillante artista de rock para convertirse en el auténtico expositor de un malestar generacional.

Sobre esa zanja pudo navegar Sueño Stereo, probablemente el mejor disco de la banda –porque, como los Beatles, Soda Stéreo se disolvió en su mejor momento musical-; y se abrió paso una brillante carrera musical en solitario.

II

Ahí va la tempestad/ ya parece un paisaje habitual/ un árbol color sodio/ la caída de un ángel eléctrico. En los dominios de un universo que nunca dejó de ser comercial, porque no tenía que dejar de serlo, no ha perdido jamás Gustavo Cerati la compostura. Es una decisión propia. No hubo imperativos “malditos” del universo rock que lo forzaran a abandonar su papel. No hay en sus letras estridencias, ni palabras gruesas, ni impertinencias. Casi no hay entornos, preocupaciones “colectivas”, ni realidad. Casi toda su obra navega en los dominios de la seducción como técnica y la pasión como objetivo. El “evasivo alucinógeno” nos invita a escaparnos. Y el milagro consiste en constatar que, casi siempre, la encomienda queda hecha: en progresión infinita, desde una nueva perspectiva, se obtenía una nueva reflexión sobre el hechizo, las mujeres y el amor. Porque poesía hace cualquiera. Pero buena poesía, muy pocos: alguno de estos vocablos que se defienden solos. Resisten un análisis, incluso, transitando sin música.

Y como artista de rock, Cerati ha logrado, en térmicos formales, una muy acabada imagen Glam. No es esta una afirmación caprichosa ni hecha al voleo: parece que estamos en presencia de un músico que cuida los acabados de su atuendo de forma casi compulsiva. Si logramos deslastrar el vocablo de significados conexos, si nos olvidamos de otros ejemplos que enturbien la parábola, si nos atenemos al cabal significado de las cosas, si somos capaces de aproximarnos, objetivamente y sin pasiones, a un análisis formal de su propuesta artística y su puesta en escena, podemos concluirlo: ha sido Gustavo Cerati el metrosexual perfecto. Y su propuesta ha sido tan brillante que, hasta ahora, nadie lo había notado.

El único metrosexual que conozco que, gracias a no haber izado banderas, por no andar forzando definiciones, por no estar contando tonterías, ni pontificando sobre lo que nadie le he preguntado, ha hecho de su imagen personal un producto tan compacto como el de sus propias canciones.

Ahí esta Gustavo Cerati. Es coqueto, es delicado, quizás hasta narciso, y nadie habla de eso. A nadie le importa.

III
Esperé con ansiedad a Cerati en Ahí Vamos, en noviembre de 2006, en el Sambil, acá en Caracas, como lo estaba haciendo con Fuerza Natural. De ambos salí razonablemente satisfecho, levemente decepcionado, quizás. Consciente, sin embargo, de que lo alguna vez vivido con su música ya no lo iba a repetir. Aquella es, para mi, su entrega mas floja, un regreso deslavado a Soda Stéreo; el último, sin ser el acabose, es definitivamente un disco muy superior. No logré obtener de ninguno de los dos la enorme carga emocional de la segunda presentación de su Bocanada Tour, aquel inolvidable 3 de junio de 2000.

No olvido cuando en un punto del recital, recogió a sus músicos y le dijo a la audiencia con sorna y complicidad “tengo la banda aquí dentro”, mostrándonos su caja de sonidos electrónicos. No todo el mundo lo estaba esperando. No se me va de la cabeza su comienzo, con Rio Babel; sus confesiones emocionales personales con Lisa; no he vuelto a encontrar un momento tan sublime y tan especial como cuando un postrado Teresa Carreño quedó invadido de electrónica sin letra de su “Y si el humo está en foco”. No salía de mi asombro ante aquella nueva apuesta: era otro matiz, una nueva invitación a sus seguidores para remontar la cuesta, para navegar con audacia, para olvidar las raíces de Soda y atrevernos a imaginar un verdadero sonido contemporáneo.

No había visto tantas emociones en un escenario con el tamaño justo, a un artista acostumbrado a la adulación pública objetivamente emocionado, despidiendo aquella noche con Vuelta por el Universo. No se me olvida aquella voz masculina que hizo reír a todo el Teatro, incluyendo al propio Gustavo con el desparpajado e irónico “Cerati te amo!!”

Es el resumen hecho música de un momento de mi vida, similar al de Siempre es hoy, el disco que vino después, aquel rock hecho electrónica que le sirve de marco a mi cabeza para navegar por cada uno de los rincones de Barcelona, la ciudad donde vivía en aquel momento

IV

No termino de entender porqué la tragedia personal de Gustavo Cerati, sus partes médicos, los Twist de sus fans, está prácticamente instalada en mi casa. Hace rato que, para muchos, para casi todos, llego el momento de cambiar de tema y ocuparse de otra cosa. Por mucho que lo estén lamentando. Eventos trágicos se suceden todos los días; muy mal deben estar las cosas para quien no tenga cuero para sobrellevarlo creando un espacio que le de entrada a otros temas de interés. Otros músicos enormemente admirados se fueron siendo ya un adulto; George Harrison, por ejemplo, se lo llevó un cáncer sin dejarnos el consuelo de haberlo visto en vivo.

Y aquí ando yo, pensando como hubieran sido esos días que nunca le llegaron, esos que iban a pasar, como pasaron los otros, sin que necesariamente les estuviese esperando. El calendario futuro, que se le quedó frío, como una fiesta a la que no llegó nadie. Las fechas de su futuro inmediato, parecidas a las nuestras: nosotros las damos por descontadas, a el le quedaron proscritas. Las fechas que lo traicionaron.

Me lo imagino regresando a su casa, hablando con sus hijos, comentando su gira y arreglando las cosas para aquella operación en el hombro que tanto tiempo estuvo evadiendo. Me lo figuro, pues, como me he figurado a John Lennon y otros ausentes, antes de que el minuto siguiente cambiara de ruta, todavía en enero de 1981, hablando de su gira y del material de su próximo disco. Cuando el presente era, como lo es para todos, una realidad incontrovertible. Sin que los hados de la desgracia hubiesen tenido tiempo de fecundar nada en ellos: cotidianos, cálidos, con espacio para el sarcasmo, dueños absolutos de las circunstancias.
Desconectarme del tema hoy me luce terriblemente irresponsable. En lugar de abandonar a Gustavo Cerati condenado al silencio en esa espantosa cama de Fleni, lo invito a que me acompañe a Gracia, en Barcelona, a escuchar otra vez sus discos.

martes, 8 de junio de 2010

Tiempo de periódicos

Periódicos

Desde que tengo 20 años, no hago sino leer periódicos. Me mancho de tinta, escucho la percusión del paso de sus páginas, calibro logotipos, tipografías, la textura y el olor de cada hoja. Política, sociales, deportes, farándula. Cuerpos a, b, c y d. Me aprendo términos, examino fuentes, pergeño columnas, busco y rebusco tendencias. Obsesionado por “la cosa”: esa maña medio incomprensible por saber por dónde va, y cómo es que está, la cosa.
Entré a estudiar Comunicación Social sin saber muy bien qué hacía, coqueteando los bordes de una idea parecida a la palabra política. Juzgando –acertadamente- demasiado espeso e inconducente un tránsito por Filosofía o Historia.
Para decirlo breve, fue un accidente vocacional que tuvo un final feliz. Entrado el séptimo semestre, sin embargo, ni siquiera tenía claro que alguna vez en la vida iba a terminar ejerciendo el tratamiento de la información como oficio. Es ahora que me vengo a dar cuenta de que he sido, por definición, un periodista desde que salí de la adolescencia. Un sujeto obsesionado por la información que drena con datos inútiles –y entre más inútiles, mejor- su casi catastrófico déficit de atención.
Leo la prensa, lo pienso ahora, compelido por un hábito adquirido a partir de una directriz que no escogí y que me impusieron mis padres: esta monserga “en torno al país”. Lo digo con total franqueza: me hubiera gustado estar un poco menos informado y, al respecto, ser algo más irresponsable. Una compulsión inconsciente que consiste en constatar –casi siempre en vano- que los demás están bien para poder a aspirar a la paz interior sin ninguna clase de culpas. Esta pasión por la política inicialmente incubada, en la universidad pasmada, hoy definitivamente mutada: en lugar de ser un actor y generador, soy un consumidor compulsivo, reportero y a ratos comentarista público de noticias.
La prensa ha atormentado mis días desde que este país decidió irse al carajo, allá por 1992. Entre el 4 de febrero y el 27 de noviembre de este año, siendo un estudiante de periodismo, pensé que iba a enloquecer persiguiendo el rastro informativo que me iba a permitir develar el próximo golpe. Aquella infeliz asonada que, con candidez, aspiraba que no se diera. El golpe que irremediablemente terminó de llegar.
A partir de ese momento, con alegre ingenuidad, desconsolado, con mediano optimismo, furioso, y encontrando, al mismo tiempo, espacios para el placer, he sido un reincidente lector de prensa de la mano de un país que, invariablemente, lo único que hace es equivocarse.
El advenimiento de Caldera; la crisis financiera; las bombas en el CCT; las hazañas de Andrés Galarraga; las espantosas historias del hampa; Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero; la desconsoladora ristra de los casos de corrupción; las encuestas, Hugo Chávez. Todo el tormentoso chorizo que ha comprendido esta auténtica pérdida de tiempo y oportunidades que ha comprendido la quinta república.
Toda la vida, articulada con una nota tras otra. Consumir las noticias y verlas pasar, ya frías, para verlas a la salida encarar un trámite final con la palabra historia. Desde que estaba en bachillerato, desde que me gradué, ya graduado, ejerciendo el oficio, siempre esperando por este país, yo lo que he hecho es revisar la prensa. No hay manera de sacarme de encima este hábito que, a estas alturas, se ha vuelto una maldita mala costumbre.
Un rasgo que, como el alcoholismo, parece que no se cura, y que con la llegada de internet se ha agravado especialmente: si antes se trataba e ir al quiosco, comprar el vespertino El Mundo o de revisar los avances informativos de la televisión para arañar algún elemento adicional, ahora se trata de un problema que reside en el dedo índice: el clic al botón “actualizar”.

Siete veces siete

La semana informativa en Venezuela tiene unas frecuencias muy precisas. Hace mucho que los venezolanos no consumimos las noticias por placer, por pasión o producto de una decisión personal. Y entre más consumimos noticias, más las detestamos. Pero al mismo tiempo no cambiamos de tema. No paramos de hablar de otra cosa.

Con sus ocurrencias, sus arrebatos, sus larguísimas alocuciones, con las muchas provocaciones y estupideces que dice, Hugo Chávez ha vuelto en Venezuela la información un asunto intravenoso. Una especia de droga. Y como un correlato perverso, como insólita ironía, entre más información genera, más se molesta, en lo personal, con lo que se dice a partir de lo que él informa.

La prensa amanece caliente los lunes, llena de punzantes insinuaciones, de aciagos pronósticos, eco de algún elemento amenazante, de alguna advertencia que ha emanado el propio presidente en su inefable programa de televisión. El tamaño de la marea informativa de cada semana, que de un tiempo a esta parte tiene altitud promedio, va a depender de manera directa de lo que pase en Aló Presidente.

De martes a jueves, el entorno nacional se pone turbio: termina de ver lugar el macabro registro de la urbana violencia de los fines de semana, que, para efectos contables, precisa del día martes para terminar de contabilizar los de lunes; coleccionamos otra evidencia del deterioro de algún servicio público y se pueblan las horas de cadenas, “pases” directos desde Miraflores, declaraciones ministeriales y rumores. Los dimes y diretes del pulso que mantiene la revolución con el resto del país. El tráfico informativo se mantiene especialmente pesado los días miércoles. Nunca fueron los miércoles tan miércoles, tan atravesados, tan obligatorios, tan arrítmicos, tan parecidos a un trámite, tan equidistantes de los lunes, tan lejanos a los viernes, como en este infortunado período histórico.

Y de pronto, hacia el viernes, las tensiones se desanudan. La noche del jueves produce una mutación en el comportamiento urbano que de pronto parece que salpica a los hombres que fabrican noticias. Los del gobierno y los de la oposición. La información entra en una especia de tregua. Si no se desactiva, el ánimo de tormento, en manos de todos, al menos cede. Caminamos desprevenidos hacia la zona de fiestas, emprendemos la nocturnidad buscando novedades, rincones en La Castellana, en Las Mercedes, pactos para intentar olvidar. Sin tener necesariamente clara la sensación de que, si la suerte nos traiciona o jugamos posición adelantada, del aliviadero de los viernes pasaremos al horroroso registro de los lunes. Emprendemos entonces un precario recorrido para reconciliarnos de manera artificial con la realidad.

Nos levantamos entonces los sábados, a comprar un periódico habitual y sospechosamente inofensivo: regularmente flaco, con informaciones más parecidas a balances que a informaciones; con curiosidades y noticias de emprendimiento; con más espacio para consumir deportes y con el siempre certero análisis de Fausto Masó de contrapunto. Perfecto para los sábados.

Y si ese el perfil del sábado, el del domingo parece tener el propósito deliberado de proporcionarnos, incluso, una dosis, ya exótica, pero todavía existente, de placer.

Entrevistas extensas con expertos; crónicas y artículos de opinión que parecen acompañarnos nuestro pesar, que intentan, con éxito, darle proyección al descontento, diluir el ansia de un desenlace inmediato, poner en perspectiva, con cierta esperanza en alguna solución de continuidad, las tensiones que nos toca vivir. Ciertos guiños al humor; reportajes internacionales con extensión, y a continuación, sin disimulo alguno, material para volar: turismo, gastronomía, moda, novedades y tendencias urbanas. Todo mezclado en la salsa de alguna buena noticia que sobre por ahí. Porque, después de todo, seguimos vivos.

Cuando la conclusión se asienta; cuando el derecho a distraernos campea por sus legítimos fueros; cuando caminamos, de la mano de algún libro, por otro dominio temático; cuando recordamos, a la salida de un cine, que los problemas forman parte de la vida, que convivir con las malas noticias es un oficio que hay que aprender a dominar, probado ya en generaciones anteriores; cuando estamos descuidados, la realidad nos secuestra de nuevo.

Alguna fuga informativa; alguna amenaza; alguna insinuación de violencia; algún hijo bastardo de la palabra venganza; alguna historia de la cual no nos gusta hablar; alguna palabra espantosa que podríamos pagar para no tener que oír jamás. Es domingo en la noche. Habrá que esperar conformación: si, como dijo alguien, leer es releer, pues informarse es confirmar. Ya no queda nada por hacer.

Estaremos de nuevo en la semana siguiente, sentado en el estudio de radio, leyendo la indigesta suma de noticias que, alternadas, con sus contrapuntos, con sus pequeños momentos de tregua, como un cólico nefrítico, cada día nos ponen a prueba. Buscando en los rincones del papel dónde es que está ese país fantástico que están enrumbado a la máxima felicidad posible.

La manivela ha dado la vuelta. Es lunes de nuevo. Y ahora ha llegado el Twitter.