miércoles, 30 de octubre de 2013

La crisis del fundamentalismo de mercado



Desde hace algunos años tiene lugar en el mundo desarrollado un hondo proceso de cuestionamiento hacia los cimientos doctrinarios del denominado fundamentalismo de mercado. Las desregulaciones financieras indiscriminadas, el comportamiento amoral de ciertos estamentos de la banca, las imposturas y engañifas del orden económico internacional actual.

 
Por supuesto que el malestar es la consecuencia directa de la debacle financiera que tuvo lugar en los Estados Unidos y muchas naciones europeas a partir del año 2008. Una circunstancia que ha incubado una fundamentada sensación de estafa en la opinión pública de muchas de esas naciones, y que se expresa, entre otras muchas variantes, en los títulos que pueden observarse en las librerías de sus ciudades.

 
En “El malestar de la Globalización”, por ejemplo, Joseph Stiligtz elabora un inteligente retrato del perfil cultural y los hábitos de conducta ciertos funcionarios económicos globales: perfiles culturales tallados con plantilla; perfumados y prepotentes, pagados de sí mismo, necesitados, sobre todo, de una dosis de ignorancia. Absolutamente desconectados de los contextos sociales y políticos en los cuales se han desempeñados como asesores. Sujetos con una aproximación insular al conocimiento, que condicionan los prestamos a las naciones en crisis al seguimiento dogmático y descontextualizado de unos fundamentos económicos que, en cualquier caso, no son nada inocentes y no han resultado tan efectivos.

 
Stligtz hace un énfasis especial en el caso más bien poco comentado de la Rusia de los años de Boris Yeltsin. El espacio postsoviético fue invadido en los años 90 por un atajo de mercachifles vinculados a las finanzas que en todo momento recomendaban voltear la mirada al gigante transiberiano. Nos lo presentaban como una nación que obtenía 20 en conducta en materia macroeconómica.  Una “oportunidad para la inversión y los negocios” que desmanteló el aparato productivo de aquel país,  incluyendo a su sistema financiero, y colocó el grueso de los intereses de la sociedad en mano de un puño de empresarios mafiosos beneficiados por el antiguo dirigente comunista. Pórtico perfecto para la posterior asunción del repugnante Vladimir Putin: dirigente que, con todas sus taras, logro restituir la gobernabilidad en su país y le devolvió a los rusos el poderío geopolítico perdido. Una historia similar se merece Domingo Cavallo en Argentina.

 
Hay, por supuesto, otros autores, muy citados y comentados en este momento, que claman por el regreso de una dimensión ética en el comportamiento del capitalismo moderno. Todos parecen suspirar por el regreso de los tiempos de Bretton Woods: el rescate de la dimensión mixta de la gestión de gobierno; la restitución del protagonismo del estado como ente regulador de los intereses parciales y garante de la voluntad general en las sociedades. Que la política no deje sola a la economía y las finanzas en la arquitectura de gobierno de los países. El regreso de la mística a la gestión política.

 
George Soros, con su “Globalización”, y Jeffrey Sachs, con “El Precio de la Civilización”, también han aportado interesantes puntos de vista a este apasionante debate. Este último enjuicia con severidad la impunidad con la cual calificadoras de riesgo y banqueros estafaron a la sociedad estadounidense, expresa sin tapujos su decepción con la timorata gestión de Barack Obama, y se queja con acritud del secuestro de los intereses colectivos que grandes corporaciones vinculadas a la industria militar, petrolera y bancaria ejecutan todos los días en ese país. Sachs clama por el regreso de los tiempos de Paul Samuelson, su maestro, gran economista estadounidense de los años 60, emblema del keynesianismo en el mundo.

 
Incluso  Mario Vargas Llosa, probablemente uno de los diez intelectuales más completos del planeta, ha ido atenuando con el paso de los años su entusiasmo en torno a la conducta civilizadora del capital, el individualismo acrítico, la pasión por la sabrosura y el dogma de fe, prescrito en clave de comunión, de la pastilla retórica del “estado mínimo”.  

 
La Civilización del Espectáculo”, su polémico y aclamado último ensayo, también da cuenta de una honda inconformidad con el actual estado de cosas en la cultura de masas y opinión pública mundial. A Vargas Llosa le irritan parte de las claves cotidianas del mundo moderno, muchas de ellas de una innegable matriz neoliberal.  La decadencia del compromiso civil, la compostura silenciosa de los intelectuales, la ausencia de contenido del debate público, la irremediable banalidad de parte de la industria del entretenimiento. Expresados, a mi parecer, en una frase aparentemente muy inocente que  todos los días tenemos parada al lado de nuestros oídos: “la importancia de la calidad de vida”.  El mantra de la contemporaneidad; el piso conceptual que necesita aquel que decidió que nadie se debe tomar molestias adicionales por nada. Vargas Llosa ve con prevención “la idea temeraria de convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos”: que el norte sagrado y exclusivo de todo el mundo sea exclusivamente pasársela bien.  “La civilización del espectáculo”  constituye una especie de revisión en clave política de su cada vez menos visible fe neoliberal.

 
Ninguno de ellos está planteando la supresión de las economías de mercado, el quebranto del fuero personal, el derecho a viajar por el mundo ni el fin de la televisión por cable. Son voceros muy alejados del colectivismo o cualquier acto de espiritismo leninista. Han sido los primeros en postular que las sociedades abiertas y la cultura de la libertad son bienes irrenunciables en la fragua de la civilización. Huelga decir que son cuatro de los autores más importantes de este momento en toda la industria del pensamiento moderno.

 
Elementos para la reflexión, informaciones que produce el entorno, nuevos insumos para revisar los fundamentos del mundo de hoy. Circunstancias sobre las cuales debe tomar nota ciertas aproximaciones del liberalismo criollo.

 

 

 

 

 

viernes, 23 de agosto de 2013

Memorias de un hipocondríaco



 
Alonso Moleiro

 

 

Dejé atrás la adolescencia, me puse a jugar con cierta literatura inconveniente, y, sin nada más interesante que hacer, arribé a una flamante conclusión: que, al no tener, hasta entonces, garantizada por nadie la inmortalidad, en una de esas yo me podía morir.

 

Descubrir la muerte me produjo, como es natural, un estado supremo de turbación. “De todo esto yo soy el único que parte”, había dicho Vallejo. La finitud de mi existencia me lucía entonces, y todavía hoy, no sólo un escenario apocalíptico, sino absolutamente inconcebible, completamente inútil e injusto, desde todo punto de vista contraproducente y espantosamente ausente de contenido. Una contrariedad inaceptable y un desperdicio absoluto de recursos y posibilidades. Implicaba la más afrentosa y desagradable, pero al mismo tiempo la más inexorable de todas las eventualidades: que el mundo seguirá su curso, que cada ser humano seguirá honrando el pacto cotidiano de sus rutinas y que nadie se tomará mayores molestias en torno a mi memoria una vez que yo me evapore de la faz de la tierra.

 

La diferencia estribaba en que, a diferencia de lo que sucedía antes, protegido como me sentía por el salvoconducto emocional de la niñez, la muerte entonces comenzaba a lucirme mucho más factible de concretarse. Se trataba de que el sol despuntara y se pusiera; que las personas cruzaran el rayado de las calles; los autobuses recogieran y soltaran pasajeros; los presidentes tomaran decisiones y dictaran decretos; los sindicatos levantaran y desmontaran huelgas; los mundiales de futbol comenzaran y concluyeran; los noticieros ofrecieran sus novedades; que nuevas las telenovelas llegaras a sus capítulos finales, y que mis amigos, cada sábado, se reunieran a beber cerveza. El mundo continuara su marcha y yo ya no lo podría vivirlo.

 

Negado a buscar muletas o palancas de autoayuda, cometí el peor de todos los errores posibles: concurrí a consumir exponentes de la literatura que hayan cruzado trances similares respecto a la eventualidad de morir. Se suponía que con ello intentaba buscar inspiración, recrear mi tristeza y paliar la sensación de orfandad que entonces se apoderaba de mí. Lo único que les debo a todos es terminar metido en fosas de tormentos relativamente similares a la que alguna vez ellos cursaron, pero sin sus obras y su celebridad. Preguntas sin respuesta sobre el sentido de la vida, navegación voluntaria en relatos opacos y pesimistas, poesía para sujetos en trance de morir, visitas compulsivas al espejo, pellizcos autoinflingidos; revisión obsesiva de lunares, búsquedas, sin norte ni objetivos específicos, de morados y hematomas; comezones y ruidos a medianoche. Preguntas a mis amigos, y a algunos doctores, que quisieron hacerse pasar por casuales, en torno a mis niveles de flacura o de palidez.

 

 

Conjuguemos el mantra de la paz

 

Los umbrales de la vida suelen traer consigo noticias. A los quince años las muchachas entran a la edad de merecer. A los treinta, muchos hombres y mujeres comprenden que la infidelidad forma parte de la vida y ejercen el sexo sin culpas. A los cuarenta, algunas parejas de divorcian. A los sesenta, ciertos adultos prolongados se ponen a perseguir, a veces con éxito, todo tipo de muchachitas. A los veinte, en mi caso, sin anuncios formales, sin tenerlo previsto, sin saber qué tan honda iba a ser la magnitud del vocablo, sin tener a la mano un protocolo de procedimientos para afrontar la crisis, la providencia escogió cual sería su fórmula para atormentarme de manera selectiva y oportuna: me volví hipocondríaco.

 

Quiere decir esto que, sin habérmelo propuesto, contraté una especie de dispositivo digital de falsas alarmas; un tinglado de mariachis para arruinar mis momentos felices; una suerte de escuadrón terrorista de carácter interno que decidió declararme la guerra.

 

20 años ininterrumpidos caminando en el laberinto de espejismos de enfermedades en calidad de proposición. Veinte años sintiendo malestares, imaginando desenlaces, interpretando prescripciones y conviviendo con sospechas. Veinte años evadiendo mareos, pulsaciones y espasmos. Veinte años pidiéndole a los demás silencio para ver si escuchan los mismos ruidos que escucho yo.  Veinte años fabricando malestares estomacales y dolores de cabeza.  Veinte años conversando con médicos, desactivando complots, aprendiendo términos nuevos.  Veinte años leyendo remedios, visitando farmacias, soñando disparates y viendo radiografías. 20 años leyendo revistas, escuchando historias ajenas, buscando el significado de la palabra “Hematocrito”.  No cometeré la pedantería de postular, con tono de poeta en trance lírico, que han sido Veinte años de dolor. El asunto es menos encumbrado: quizás se trate de veinte años de dolores. Peor: veinte años de dolorcitos.

 

El hipocondríaco es un sujeto que no conoce la paz. Su existencia está cruzada de hipótesis. Pero, a diferencia de otras dolencias de la psique, habitualmente de carácter resignado y autodestructivo, la paz es en todo momento un horizonte a remontar: trabaja activamente para poder conquistarla. Perseguir la paz, como el chivo que va tras el señuelo de la zanahoria, se convierte en un modus operandi. Cuando ya el médico le explicó la causa de su perturbación, y le parece que la tiene en sus manos, la paz, ese bien inestimable de tres letras, tan esquivo y mezquino, toma oxígeno para alejarse de nuevo. Sus átomos se desintegran y se materializan de nuevo como promesa 20 palmos más adelante en calidad de espejismo. Su vida se vuelve un loop: no tiene paz, pero quiere la paz y persigue la paz ya que no lo deja vivir en paz.

 

Los hipocondríacos necesitan que todas las variables de su existencia estén cubiertas bajo el manto de un orden militar para poder desarrollar a cabalidad, sin temor a ser traicionado por los hados, su derecho a ser feliz.

 

Su perturbación existencial se expresa en dolencias de carácter figurado. Está condenado, en consecuencia, a coexistir con una secuencia de síntomas que siempre serán suficientemente elocuentes como para ser obviados, pero que, al mismo tiempo, rara vez serán del todo concluyentes como explicárselos de forma coherente a los demás.

 

La responsabilidad social del hipocondríaco

 

La variable de hipocondríacos de la cual formo parte está representada por sujetos en apariencia bastante coherentes. Personas incapaces de automedicarse, conocedoras, en el trazo grueso, de términos médicos elementales, disciplinadas con los imperativos de salud. Pacientes concienzudos, que tienen muy presente la importancia de no molestar; escrupulosos seguidores de las recomendaciones clínicas. Tipos que se pueden apropiarse de vocablos prestados, como “hemodinamia” o “síntomas indeterminados”, y que, además, resultan ser bastante perspicaces para darse cuenta de la ausencia de foco en terceros cuando éstos evidencian alguna inquietud. No rehúyen el tema: muy por el contrario, escuchan y orientan a los demás con serenidad y dominio.

 

Mi debut en estas lides constituyó toda una entrada por la puerta grande en la recreación del disparate: a principios de los años 90 reparé en que jamás en mi vida había usado condones. A falta de mejores opciones, los demonios de mi inconsciente se conjuraron para presentarme la hipótesis de tener sida, la única enfermedad realmente incurable de aquellos años, el rey de todos los reyes en materia de sufrimiento, la más temida de todas las eventualidades: el pasaporte para transitar un camino abreviado a una muerte humillante y segura.

 

Si la enfermedad era contagiosa, y, de acuerdo a lo que decían en todos lados, se estaba expandiendo; si quedaba claro, desde hacía rato, que no era éste un mal exclusivo de homosexuales o drogadictos; si hasta con un beso, decían, el bacilo podía incubarse, ¿Cómo era que yo no podía tener Sida? De poder, por supuesto que podía. ¿Quién me había dicho a mí que tenía comprado el salvoconducto de la impunidad?  ¿Cómo podía ser posible que hasta entonces no me hubiera planteado ni remotamente las implicaciones de su riesgo? ¿Cómo podía obrar de forma tan desprevenida e irresponsable?

 

No existía internet; no había “preguntas a mi médico”; no estaban disponibles los mensajes de texto para importunar galenos ocupados. Mis padres no tenían tiempo para discutir eventualidades remotas. Mis amigos y mi hermano se reían. Tocaba informarse por ahí,  como quien no quiere la cosa, intentando construir con torpeza conversaciones informales para arañar información; fabricando argumentos para leer afiches del servicio social y  guías de orientación médica en las farmacias para drenar la ansiedad. Sintonizar los pocos canales de televisión entonces disponibles para saber cuales eran los síntomas del Sida.

 

El tablero de alarma de los síntomas

 

Los temores sobre la posibilidad de tener Sida en un año como 1991, como cabe suponer, se diluyeron de forma relativamente breve. Lo que sí llegó para quedarse a partir de entonces, en cambio, fue el eje, la baza, el punto de condensación que hizo posible la navegación de todos los martirios posteriores: la exploración, hasta sus últimas consecuencias, de las implicaciones del vocablo “síntomas”.

 

No se me había ocurrido hasta entonces la más elemental de todas las evidencias: que las enfermedades humanas tienen expresiones específicas, que la ciencia ha ido clasificando en función de su gravedad y frecuencia a partir de ensayos y errores. Variables que se superponen, se retroalimentan, se agazapan y a veces se mimetizan. Que se manifiestan con total brusquedad o florentina sutileza. Más me valía aprenderme los fundamentales para que no me fuera a tomar alguno desprevenido.

 

Era obvio: cada enfermedad, curable o incurable, traía consigo un portafolio de evidencias. Algunos de ellos ya los había sentido en ocasiones anteriores: fiebres, disneas, somnolencias o toses. Podían ser la expresión de indisposiciones sin importancia, que era como casi siempre las había tomado en el pasado, o el resultado directo de una terrible dolencia de intrincado pronóstico que acechaba agazapada.

 

Fue como si todas las luces de un tablero se prendieran al mismo tiempo. Se desplegaba ante mí aquella consola de eventualidades de letalidad variable.   No podía explicarme cómo era posible no haber pensado en eso antes.  La complejísima maqueta de enfermedades del hombre, envueltas bajo el perverso sortilegio de las probabilidades estadísticas, enzarzadas en un laberinto a veces incomprensible, tenía un hilo conductor: los síntomas. Un nuevo universo, señuelo de carácter variable, aproximadamente metafísico, en ocasiones diáfano e inequívoco, a veces coincidente, se apoderó entonces de mi vida: el laberinto de los síntomas y sus charadas existenciales. El estudio, la proyección, la interpretación de los síntomas.  Halé una cabuya y descubrí otra dimensión. La vida es bella. Somos humanos. Nos vamos a morir. Y tenemos síntomas.

 

Pero no fui yo el que fue por los síntomas: los síntomas vinieron por mí. A partir de entonces han ido desfilando de forma secuencial en mi vida. Mientras un nuevo cuadro ansioso de carácter conspirativo quedaba conjurado, inmediatamente hacía su aparición el siguiente.

 

La segunda crisis tuvo lugar por aquel entonces, poco después de conjurada la hipótesis del sida: un terrible dolor de cabeza, completamente inédito hasta entonces en toda mi vida. Una cefálea ubicada en la parte posterior izquierda, que se extendía hasta la frente y halaba de forma insólita mi cuero cabelludo. Síntomas parecidos a lo que entonces pensé era un tumor cerebral. Un tumor a los 22 años, como el que atacó en 1962 a Stuart Sutcliffe, el primer bajista de Los Beatles. Moriré, pensaba entonces, joven, calvo y delgado, aturdido por dolores de cabeza, escuchando sonidos y viendo doble.

 

Dolores.

 

No tenía un tumor: tenía un dolor muscular en la prolongación que tiene el esternocleidomastoideo en la cabeza. Aquello era producto de la tensión. Voltaren y a descansar. El próximo.

 

Hace rato que era tarde. No había por entonces sistema de miembros motores y nerviosos al cual, ya de forma involuntaria, no le estuviera haciendo un barrido mental para enviarle señales e identificarle síntomas.

 

Sospechas que se expresaban en mareos, pulsaciones o ruidos, en lipomas sebáceos o irritaciones, pero sobre todo, como ha quedado dicho, en dolores. Dolores de ganglios, dolores axilares, dolores de costillas. De clavículas, de hombros y espalda. Dolores articulares, dolores de cuello, dolores de orejas, dolores de entrepierna. Dolores detrás de las orejas, dolores de dedos, en manos y pies, dolores de tobillos. Dolores en la lengua y de encías. Dolores al momento de tragar. Dolor en la garganta. Dolores de rodillas, de la pelvis.  Dolores de pecho. Dolores insinuados de carácter conexo: en la espalda, en alegoría a los pulmones; en el coxis, aludiendo a los riñones. Debajo de las costillas, presionando al colon. De cuello, insinuando ganglios.  Dolores cardíacos: en el lado izquierdo, simulando un infarto verdadero, y en el lado derecho, en acto fallido, proponiendo un infarto falso.

 

Los desordenes emocionales entraban en vigor, anunciando casi siempre una temporada indeterminada de estadía, de la misma manera: tendiendo una emboscada justo en ese instante en el cual nada relevante está sucediendo. Los domingos, los días de fiesta, las navidades, las vacaciones: esas son las fechas favoritas del Dios de la alarma falsa. En algún momento desaparecían.

 

Existía una fórmula tradicional para desencadenar una nueva crisis: escuchar en diagonal, valga decir que de forma involuntaria, historias clínicas de otras personas. La señora que se fue a hacer un chequeo de rutina y tenía minados los pulmones; la regresaron para su casa. El tipo que se afeitaba y rompió un lunar hasta hacerlo sangrar y le dio la bienvenida a su vía crucis. El tío de una amiga del portugués, que se venía recuperando, se comió sus hallacas en diciembre, y que cuando todos pensaban que saldría de esa, tuvo una violenta e irreversible recaída. El loco aquel al cual lo traicionó la próstata por andar negado a hacerse la prueba del tacto rectal. El primo de un amigo del vecino de abajo, que le dijo a la esposa en una tienda que la esperara un momentico, que ya venía, que se iba a sentar en el banco aquel porque estaba cansado, y que lo encontraron tieso con un infarto en la silla.

 

Cada uno de esos cuentos se las arregló para pasar dejando el aroma de un recado macabro de inspiración germinal: mantente alerta, puedes ser el próximo. Cada enfermedad  imaginaria sugerida tenía un episodio siguiente en calidad de continuación. Durante los primeros años, transcurriendo los noventa, los episodios fueron interminables. Visitas a psiquiatras, con el correspondiente uso de antidepresivos, y extensas conversaciones sobre la duración y el sentido de la vida, las relaciones familiares, la infancia, la aproximación a la muerte, el significado de las probabilidades en la estadística, la salud, el disfrute y los placeres.

 

En los tiempos más difíciles hubo que lidiar con el desarrollo de, incluso, tres cuadros sintomáticos imaginarios de carácter simultáneo. Un dolor de colón extendido e impertinente; una molestia en la parte baja de la cadera con ramificaciones en la pierna y una tensión entre el pecho y la espalda de carácter cíclico, acompañado de disneas. Cuando iba a hacer su aparición el cuarto síntoma, terminaba concluyendo que era imposible estar enfermo de tantas cosas a la vez mientras era capaz de caminar por la calle y trabajar todo el día. La conjetura estalla en mil pedazos, en virtud de que no había cama para tanta gente: un solo cuerpo no resiste tantos planteamientos. Por un tiempo podía retornar a cierta apariencia de normalidad.

 

Con el objeto de ayudarme a atenuar mi crispación, mi primer psiquiatra me propuso una vez una fórmula que aún hoy no deja de parecerme curiosa: colocarme en la muñeca un legajo de ligas y propinarme golpes con ellas cada vez que me viniera a la cabeza algún pensamiento lúgubre, alguna escena de dolor de otras personas en calidad presencial o alguna sospecha de enfermedad. Parece que era esta una técnica del conductismo muy usada tiempo atrás  Las ligas se vencían con rapidez ante cada sesión de autoflagelamiento; a poco andar aquellas pulseras de oficina perdían toda su fisonomía para volverse flácidas y lastimosas. Para que la duración de ellas se extendiera, procuraba entonces obtener algunos ejemplares de composición gruesa. El golpe dolía el doble; los pensamientos quedaban ahuyentados. Regresaban por las noches.

 

El médico: mi otro yo.

 

La del hipocondríaco es una dolencia crónica, que puede crecer o atenuarse con el paso del tiempo. Como ha sido mi caso, puede domeñarse parcialmente en la misma medida en que uno comprenda los alcances de la somatización y termine por aceptar la partida de dominó que esta jugando el subconsciente usando como mantel ese tejido de carne, hueso y nervios que es su humanidad. Quien piense que la tiene dominada, sin embargo, debe saber que cualquier brisita desprevenida e inocente de carácter casual puede activar de forma súbita una nueva y severa combustión a lo ancho de su corteza cerebral.

 

Conviene anotar algo: para poder ejercer un dominio relativo sobre el potro desbocado de los síntomas, para aprender a saludarlos y dejarlos pasar, existía una condición fundamental con carácter de requisito: no haberse muerto antes de alguna de las enfermedades planteadas en calidad de supuesto.

 

En la puesta en escena de todo hipocondríaco con fundamentos hay otro actor, que a veces hace de policía, a veces de juez, que le sirve de palanca, árbitro, compañero de viaje, padre severo y alter ego: el médico. En la casa solemos llamarlo “el doctor”. Casi siempre trabajará al lado suyo en calidad de aliado, presto a deshacer el entuerto, como una especie de “second” que lo espera en la esquina para indicarle qué hacer, no sin ir cultivando, con el paso del tiempo, una relación personal trazada por paradojas.

 

Los médicos. Estos inextrincables sujetos que escuchan imperturbables los relatos más dantescos mientras terminan de completar un crucigrama; delicados con el idioma, porque están de servicio – “¿está usted evacuando correctamente?”.  Con un talento sobresaliente para proponerle de forma casual una conversación sobre Nelson Merentes y la devaluación del bolívar cuando la auscultación llega a al momento decisivo. Entran de lo más simpáticos luego de las operaciones; saludan a su familia y lo miran a usted, pobre recién operado: es necesario curucutearle otra vez el abdómen. Nunca le dirá que fue lo que descubrió. Intercambiándose sofismas, usando acrónimos, revisando fotos espantosas mientras meriendan gelatina, echando chistes y hablando mal de la suegra mientra cosen de regreso a un recién operado, desglosando radiografías que nadie entiende. Atendiendo cada tanto llamadas desencaminadas que usted, y tipos como usted, tienen para él en calidad de ofrenda con el objeto de adobarle la tarde cuando el volumen trabajo está insoportable: Doctor, disculpe la cosa, no lo quiero molestar: tengo dos semanas con un dolor debajo de la costilla ¿Dónde es que queda el páncreas?”

 

Los médicos, que cuando eran estudiantes, dice la leyenda, fueron casi todos hipocondríacos, caminan por la vida con esa particular característica: rodeados de un enjambre de tipos como usted y como yo. El juramento hipocrático, claro, esa especie de impuesto sobre la renta moral que les impuso la sociedad en sus estados funcionales. Algunos pacientes los persiguen como moscas con el zumbido de preguntas reiterativas de carácter fútil. Consultas que no siempre podrán pagarse, dudas reiteradas que se empeñan en reaparecer a pesar de que ya fueron explicadas una y otra vez. Si a algún sujeto histórico es el responsable de que los médicos, a diferencia de los ingenieros y los abogados, tengan que llevarse el trabajo para su casa, ese es el hipocondríaco.

           

El hipocondríaco lo llama, el médico lo escucha, lo revisa y le dice, no vale, eso no es nada, si te duele no le pares. El doctor le recuerda al paciente que el hipocrondríaco se puede enfermar. Ser hipocondríaco no constituye salvoconducto ante eventualidad alguna.

 

Google, mi otro médico.

 

La globalización abrevió algunas diligencias y le puso al hipocrondríaco su ración correspondiente de sobreinformación. Los hipocondríacos siempre quieren saber. Paradojas del progreso: ahí tenía frente a sí a esa concreción terrenal de “El Aleph” llamada Google. Desembarcaba en nuestras vidas un cargamento infinito de contenidos para saciar la urgencia más apremiante o alguna recomendación vital de carácter estructural.  Inmediatez e hiperrealidad. Fotos, reflexiones, experiencias compartidas, textos, advertencias, foros. Aparentemente ya no sería necesario interceptar a galenos ocupados en emergencias, ambulatorios o puestos de socorro con un planteamiento forzado y repentino. No sería preciso pellizcar atropelladamente conversación con el farmaceuta para ponerle contexto a un conjunto de datos.

 

La verdad es que herramienta de Google, como todas las herramientas, trae la huella digital en sus dientes. En lo tocante a estos dominios, es la expresión más acabada de lo que entendemos por un arma de doble filo.  Google puede en primer término, cómo no, aclarar equívocos concretos y ponerle contexto a informaciones de carácter superficial.

 

Quién se anime, sin embargo, a caminar en los impredecibles pantanos de las metáforas de la medicina –“ganglio centinela”; “intercurrencias agudas”; “bordes fastoneados” debe saber que, si cava demasiado hondo, y se descuida, se expone a quedar acorralado entre tres o cuatro hipótesis siniestras, abriéndole a lo que de seguro será una tórrida recuentas de preguntas sin respuesta, superposición de teorías y mortificaciones de dimensiones variables.

 

Amigos, esposa, padres y hermanos. Conocidos y desconocidos: todos se ríen de muy buena gana cuando han tenido que escuchar alguna de estas historias. Se acercan, con cierta condescendencia, con algo de dulzura, con un punto de hartazgo: hasta cuando, vale, no tienes nada, todo está bien, déjanos en paz, no te sabotees la felicidad, qué pasó con el psiquiatra. La vida es algo más que un puñado de síntomas.

 

Lo cierto es que alguno de ellos nos irá llevando a todos, uno a uno, a pasear a un lugar que no podremos recordar jamás.

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 10 de julio de 2013

periodismo, literatura y opinión pública


 Alonso Moleiro

 

Evitar pronunciarse sobre los temas de fondo, cultivar una relación aproximadamente neutra con todas las fuentes, mimetizarse en el fragor de la calle, ganarse la confianza los jerarcas del poder para poder aproximarse a sus dominios, hacer de la equidistancia una norma de vida.  Tomar nota de las posturas apasionadas y de los personajes díscolos, con la pasión de un retratista, con el objeto de obtener los insumos para poder materializar los más completos perfiles y las más ambiciosas crónicas.

 

Es un modus operandi muy extendido, y absolutamente legítimo, en algunos los grandes reporteros del mundo entero. Disolverse como una granda fragmentaria silenciosa entre los rugidos de las multitudes; cavar, lo más hondo que lo permitan las circunstancias, para obtener una muestra condensada y fidedigna de la comprensión de los procesos.

 

Digo que es “absolutamente legítimo”, porque no deja de ser esta una opción personal. Varios de los estamentos más populares y estructurantes del ejercicio del periodismo están comprometidos con la pasión por describir. Adulterar los contenidos de un reportaje con adjetivos descolocados y aproximaciones con sesgo constituye uno de los caminos más conspicuos para degollar una nota. En muchas sociedades y contextos puede ser procedente convertirse en una especie de llave maestra; cultivar relaciones con universos antagónicos, y priorizar, a continuación, la depuración de la técnica y el desarrollo adecuado de la pluma para completar las mejores entregas.

 
El baremo que intento describir comenzar a modificarse cuando el ejercicio del periodismo comienza a ingresar en los dominios del estrepitoso y contradictorio universo de la opinión pública. El periodismo y la opinión pública son dos criterios pertenecientes al mismo ámbito, habitualmente percibidos como las piezas de una misma estructura, pero inequívocamente separados por los elementos de juicio: los vericuetos de la interpretación y el impacto de los contenidos.

 
Nadie debe engañarse: ni el alma más deseosa de ausencia, ni espíritu más ubicuo, enfundado en la pluma más talentosa, podrá evitar que las implicaciones sus trabajos levanten las ronchas correspondientes. Si el periodista de marras no quiere hacerlo, presumiblemente porque “no le corresponde hacer juicios de valor”, pues peor para él: otros se tomarán la molestia de hacerlo en su nombre. Una batería de programas de radio y televisión, un ejército de analistas y un muy calificado team de funcionarios perjudicados vestirán al muñeco con todos los calificativos que, hasta entonces, estaba procurando evadir.

 
La opinión pública, el otro gran torrente del universo de la información –ese que cierto periodismo literario suele soslayar- se encargará de empaquetar, clasificar y etiquetar el más virtuoso de los ejercicios literarios en los antipáticos dominios de la polémica y la política.

 
Es una verdad que cobra una relevancia muy especial en un país como el nuestro. Hace unos meses, prevalido de la ventaja natural que le otorgaba ser extranjero, Jon Lee Anderson, uno de los reporteros más completo del mundo, publicó una muy comentada crónica sobre la vida que llevaban, apiñados, varios centenares de personas en la tristemente célebre “Torre de David”, acá en Caraca. Anderson concretó una nota magistral en la cual describe la vida cotidiana de personas de índole diversa: vecinos y refugiados; colectivos urbanos simpatizantes del gobierno y elementos vinculados al mundo del delito. Un caleidoscopio muy ajustado que le podría servir a cualquiera sobre la verdadera naturaleza del país que tenemos, nuestros desajustes sociales, e incluso los valores e intenciones de parte de nuestro estamento gobernante

 
El trabajo que terminó apareciendo en el New Yorker fue el resultado de una paciente secuencia de visitas y conversaciones con venezolanos ubicados en todos los estratos y posiciones posibles, y de un adecuado lobby para intentar granjearse la confianza de algunos elementos del alto gobierno y el chavismo radical. Bastó que saliera a la luz para que un coro de voces indignadas dolientes del gobierno, que siempre lo trataron con cierta indiferencia, lo vilipendiaran con todos los epítetos posibles. Anderson, seguramente acostumbrado a estos lances, salió del brete con bastante solvencia. Tenía perfectamente claro sobre el costo de mandar sus reflexiones a la guerra.

 
El sistema de códigos que comprende el ejercicio de la información está integrado por palabras, todas las cuales portan contenidos con implicaciones que traen consigo consecuencias. Cuando eso sucede, ingresan al universo de la opinión pública, y, en consecuencia, a la política. Nadie debe asustarse por esta circunstancia.

 
Hace varios años, Plinio Aplueyo Mendoza intentaba explicarse las causas de la lenidad y la actitud deslumbrada con la cual su compatriota y amigo, Gabriel García Márquez, solía aproximarse a la figura de Fidel Castro. De acuerdo al periodista colombiano, en lo tocante a su relación con Castro, en García Márquez no operaba en ningún caso el intelectual ni el periodista, sino el escritor. El novelista latinoamericano más completo de su época pasaba parte de su tiempo contemplando con fruición renacentista a aquella encantadora y enigmática, sobre la cual se tejían toda suerte de leyendas, para quien, al parecer, no existían imposibles. Todo un prodigio carismático, el hechizo barbado, la concreción de la justicia, la metáfora viva de lo real maravilloso. La puesta en escena de la paradoja latinoamericana; un personaje que parecía haber saltado a este mundo desde las páginas de sus novelas.

 
Nunca supe si García Márquez llegó a esgrimir, a manera de excusa, aquello de que “no soy quien para emitir opiniones”. Lo que sí está claro es que se le olvidó comenzar por el principio: que su amigo Castro hace rato es un impresentable dictador que proscribe libros en su país, que jamás supo delegar decisiones elementales en cuestiones de estado, que no le interesa la opinión ajena, sobre todo si es discrepante, y que tiene a su país metido en un doloroso proceso de decadencia y agonía.


domingo, 5 de mayo de 2013

Sin fracasos no hay progreso. (Reflexiones sobre "el éxito")



 

 Alonso Moleiro

 

Políticos y empresarios “exitosos”; gerencia “de éxito”;  “las claves para conseguir el éxito”.  Obtenga el éxito, repítase ante el espejo que usted tiene éxito, cuente su éxito en diez pasos, multiplique por cinco su éxito; descifre el arte de alcanzar el éxito, explíquele a los demás que usted tiene éxito. Háganos creer que usted sigue siendo el mismo muchacho sencillo de sus inicios luego de hacer realidad el éxito. 

 

No hay tópico que obsesione más al mainstream global y no hay lugar común más consolidado en la industria editorial que este de forzar un catecismo cotidiano sobre la importancia del éxito.

 
¿Obramos en la vida, tomamos decisiones, elegimos opciones, escogemos amigos, tomamos partido por las cosas, nos tomamos molestias, pensando únicamente en que vamos a tener éxito? Cada quien tendrá entre sus dientes la respuesta a esta pregunta. La respuesta en mi caso es simple: al corriente de la cantidad de exitosos sin valor neto alguno con los que nos vamos cruzando en esta vida, declaro que no creo en el éxito y que no tengo ningún interés en que nadie venga a premiarme con el desencaminado mote de “exitoso”.

 

Cotidianamente hacemos una apuesta porque aquellos elementos emocionales que integran nuestro credo salgan a la calle a librar una batalla para coronar su objetivo. En la vida hacemos nuestras causas que nos vamos encontrando, nos apropiamos sentimentalmente de objetivos que consideramos loables; ocupamos espacios que sentimos próximos y nos vamos identificando nuevos horizontes por conquistar. Con toda la pasión y la subjetividad con la cual un ser humano es capaz de encarar las cosas.

           

Veo con alguna frecuencia a muchos “exitosos” demasiado enamorados de la meta; no tan pendientes del trayecto que debe remontar como corredor. Excesivamente interesados en salir retratados en la postal de los exitosos. Se supone que las luchas que libramos todos los días se despliegan con el objeto de honrar un credo, de concretar una aspiración muy sentida, de hacer realidad un sueño. Razonamiento que debe descanar sobre una manera estructural de ver las cosas: la relación entre el esfuerzo y los resultados trae consigo una tensión, traducida en pasión humana, que sobrepasa largamente esa interpretación tan pobre y bidimensional de la realidad.

 

¿Qué es el éxito? ¿Cuánto dura? ¿Cómo se mide? ¿Existe un desafío a los dioses más desafortunado e inocente que ese?  Se me ocurre ahora que, por el contrario, no hay aproximación más fiable a la conquista de un haber personal que contraponerlo con la otra cara del éxito: el fracaso. La única medicina conocida para asentar el aprendizaje de los hombres. La verdadera palanca del progreso, la dosis de humildad y sabiduría que debe acompañar toda ambición humana en este enmarañado universo de voluntades superpuestas.  Una verdad universal que consigue su expresión en el método científico; el único que ha hecho progresar objetivamente a la humanidad: el ensayo y el error. Sin fracasos no hay progreso.

 

Olvidemos por una vez el carnaval del éxito. Escuchemos, más bien, historias de grandes fracasos: Miranda, Van Gogh, Abel, Espartaco, Edith Piaf, Héctor Lavoe, José María España. Gracias a las ofrendas de sus metas irrealizadas entendimos que la vida no es un juego de volibol. El mundo no sería igual sin sus legados. Sin esa aproximación poetizada de los dramas humanos: el enorme peso cualitativo que implica aprender a luchar por aquello en lo que uno cree. Con independencia del resultado.