miércoles, 30 de octubre de 2013

La crisis del fundamentalismo de mercado



Desde hace algunos años tiene lugar en el mundo desarrollado un hondo proceso de cuestionamiento hacia los cimientos doctrinarios del denominado fundamentalismo de mercado. Las desregulaciones financieras indiscriminadas, el comportamiento amoral de ciertos estamentos de la banca, las imposturas y engañifas del orden económico internacional actual.

 
Por supuesto que el malestar es la consecuencia directa de la debacle financiera que tuvo lugar en los Estados Unidos y muchas naciones europeas a partir del año 2008. Una circunstancia que ha incubado una fundamentada sensación de estafa en la opinión pública de muchas de esas naciones, y que se expresa, entre otras muchas variantes, en los títulos que pueden observarse en las librerías de sus ciudades.

 
En “El malestar de la Globalización”, por ejemplo, Joseph Stiligtz elabora un inteligente retrato del perfil cultural y los hábitos de conducta ciertos funcionarios económicos globales: perfiles culturales tallados con plantilla; perfumados y prepotentes, pagados de sí mismo, necesitados, sobre todo, de una dosis de ignorancia. Absolutamente desconectados de los contextos sociales y políticos en los cuales se han desempeñados como asesores. Sujetos con una aproximación insular al conocimiento, que condicionan los prestamos a las naciones en crisis al seguimiento dogmático y descontextualizado de unos fundamentos económicos que, en cualquier caso, no son nada inocentes y no han resultado tan efectivos.

 
Stligtz hace un énfasis especial en el caso más bien poco comentado de la Rusia de los años de Boris Yeltsin. El espacio postsoviético fue invadido en los años 90 por un atajo de mercachifles vinculados a las finanzas que en todo momento recomendaban voltear la mirada al gigante transiberiano. Nos lo presentaban como una nación que obtenía 20 en conducta en materia macroeconómica.  Una “oportunidad para la inversión y los negocios” que desmanteló el aparato productivo de aquel país,  incluyendo a su sistema financiero, y colocó el grueso de los intereses de la sociedad en mano de un puño de empresarios mafiosos beneficiados por el antiguo dirigente comunista. Pórtico perfecto para la posterior asunción del repugnante Vladimir Putin: dirigente que, con todas sus taras, logro restituir la gobernabilidad en su país y le devolvió a los rusos el poderío geopolítico perdido. Una historia similar se merece Domingo Cavallo en Argentina.

 
Hay, por supuesto, otros autores, muy citados y comentados en este momento, que claman por el regreso de una dimensión ética en el comportamiento del capitalismo moderno. Todos parecen suspirar por el regreso de los tiempos de Bretton Woods: el rescate de la dimensión mixta de la gestión de gobierno; la restitución del protagonismo del estado como ente regulador de los intereses parciales y garante de la voluntad general en las sociedades. Que la política no deje sola a la economía y las finanzas en la arquitectura de gobierno de los países. El regreso de la mística a la gestión política.

 
George Soros, con su “Globalización”, y Jeffrey Sachs, con “El Precio de la Civilización”, también han aportado interesantes puntos de vista a este apasionante debate. Este último enjuicia con severidad la impunidad con la cual calificadoras de riesgo y banqueros estafaron a la sociedad estadounidense, expresa sin tapujos su decepción con la timorata gestión de Barack Obama, y se queja con acritud del secuestro de los intereses colectivos que grandes corporaciones vinculadas a la industria militar, petrolera y bancaria ejecutan todos los días en ese país. Sachs clama por el regreso de los tiempos de Paul Samuelson, su maestro, gran economista estadounidense de los años 60, emblema del keynesianismo en el mundo.

 
Incluso  Mario Vargas Llosa, probablemente uno de los diez intelectuales más completos del planeta, ha ido atenuando con el paso de los años su entusiasmo en torno a la conducta civilizadora del capital, el individualismo acrítico, la pasión por la sabrosura y el dogma de fe, prescrito en clave de comunión, de la pastilla retórica del “estado mínimo”.  

 
La Civilización del Espectáculo”, su polémico y aclamado último ensayo, también da cuenta de una honda inconformidad con el actual estado de cosas en la cultura de masas y opinión pública mundial. A Vargas Llosa le irritan parte de las claves cotidianas del mundo moderno, muchas de ellas de una innegable matriz neoliberal.  La decadencia del compromiso civil, la compostura silenciosa de los intelectuales, la ausencia de contenido del debate público, la irremediable banalidad de parte de la industria del entretenimiento. Expresados, a mi parecer, en una frase aparentemente muy inocente que  todos los días tenemos parada al lado de nuestros oídos: “la importancia de la calidad de vida”.  El mantra de la contemporaneidad; el piso conceptual que necesita aquel que decidió que nadie se debe tomar molestias adicionales por nada. Vargas Llosa ve con prevención “la idea temeraria de convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos”: que el norte sagrado y exclusivo de todo el mundo sea exclusivamente pasársela bien.  “La civilización del espectáculo”  constituye una especie de revisión en clave política de su cada vez menos visible fe neoliberal.

 
Ninguno de ellos está planteando la supresión de las economías de mercado, el quebranto del fuero personal, el derecho a viajar por el mundo ni el fin de la televisión por cable. Son voceros muy alejados del colectivismo o cualquier acto de espiritismo leninista. Han sido los primeros en postular que las sociedades abiertas y la cultura de la libertad son bienes irrenunciables en la fragua de la civilización. Huelga decir que son cuatro de los autores más importantes de este momento en toda la industria del pensamiento moderno.

 
Elementos para la reflexión, informaciones que produce el entorno, nuevos insumos para revisar los fundamentos del mundo de hoy. Circunstancias sobre las cuales debe tomar nota ciertas aproximaciones del liberalismo criollo.

 

 

 

 

 

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