sábado, 17 de diciembre de 2011

“Petroleros suicidas” y la historias que estamos esperando

Publicado en el diario Tal Cual, diciembre de 2011


Haber visto hace algunos meses Petroleros Suicidas, la inteligente obra de teatro de Ibsen Martínez, me dejó una sensación que me permitió extraer dos reflexiones.

La primera tiene un rasgo que tiene sus aditamentos anecdóticos de carácter personal: haber visto una pieza tan venezolana y al mismo tiempo tan universal, que resistiría un análisis en cualquier otro contexto, en la cual queda expuesta con tanta claridad el lento pero continuo proceso de decadencia de este país. Sentí una sensación muy especial cuando, otra vez, como sucedía antes, me pude sentar en una butaca a consumir un producto cultural hecho acá tan acabado y agudo, dirigido por el unánimemente aclamado Héctor Manrique y representado por un elenco de actores de primer orden.

La voz interpretativa de Ibsen, muy especialmente en sus obras de teatro y en sus ensayos, lo reconcilia a uno con alguna sensación perdida de orgullo ciudadano fundamentado.

La segunda conclusión, consecuencia de la primera, me sirvió para echarle una mirada al quehacer cultural actual en el país. La valiente y descarnada aproximación de Ibsen al desarrollo de los traumáticos episodios vividos en Venezuela en la década recién concluida permite advertir al que quiera verlo que, salvo lo que recoge la ensayística, y alguna otra excepción aislada, el grueso determinante del entramado artístico nacional, su narrativa, su música, sus películas y contenidos televisivos, sus comedias de situación y sus montajes, están asombrosamente de espaldas, ausentes, distantes, renuentes a enfrentar y recrear nuestra atormentada realidad cotidiana con alguna propuesta en particular.

Vamos a hablar en castellano. No estamos viviendo en absoluto un momento normal. No hemos llegado a vivir las dolorosas historias de Colombia, de Centroamérica, del Caribe y el Cono Sur, pero sí se nos ha ido intercalando en nuestras vidas un corrosivo ligamento autoritario de carácter posmoderno, peligrosamente extendido en el tiempo, que relajó todas nuestras formas civiles y ambienta una cotidianidad que, en muy buena medida, es casi insoportable.

Bien vistos, los años de la década anterior son un corolario acumulado de hipérboles imposibles: un presidente dispuesto a romper cualquier límite existente de la extravagancia, que trabaja duro para tener frente a sí a una sociedad arrodillada; vidas cegadas en la violencia callejera y ruinas consolidadas de la noche a la mañana. Procesos judiciales amañados. El futuro de todos en veremos. Una suerte de terrorismo de estado en dosis administradas. La historia de una nación maniatada, que tiene un pañuelo en la boca que no quiere asumir, súbitamente empobrecida, en la cual buena parte de sus cuadros más calificados está imaginando que el futuro queda en otra parte.

El país, entretanto, vive metido en un curioso festín de petardos evasivos, con un público necesitado a toda hora de cambiar de tema. Una secuencia interminable de cánticos al “yo no sé”, que ha hecho de la mimesis una forma de vida. Algunas de sus expresiones más visibles se han especializado en desplazarse con una pericia florentina entre la sociedad y el estado para no incordiar a nadie y robarse el aplauso de todos.

Los casos más paladinos defienden su pacto con el poder político con un argumento que pretende ser un salvoconducto: “yo no soy político”. Una especie de mantra que configura una curiosa forma de evadir responsabilidades ciudadanas para obtener provechos y recursos. Películas, montajes y conciertos concebidos para agradar el oído del poderoso, ejercicios de adulación en regla de tres, con cierto carácter cortesano, que pretenden hacerse pasar por inocentes.

Personalmente creo que se equivocan y que la historia en algún momento se los va a hacer saber. El hecho artístico queda bastardeado cuando la política y la cultura se divorcian en entornos tan problematizados: las expresiones más completas del devenir humano tienen lugar cuando el hombre se apropia con dignidad de los elementos del entorno. No hay forma más acabada de aproximarse al hecho cultural que una correcta interpretación de la política y no hay concepto que le rinda tributo al arte con mayor dignidad que la palabra libertad.

Echemos una mirada al entorno próximo. Cuantas películas, y cuentas historias que recrean pequeñas tragedias y glorias personales, pueden recogerse en el auge y el ocaso del pinochetismo; en el sandinismo nicaraguense; en la Cuba del exilio; en las juntas militares de Argentina y Uruguay, en los múltiples capítulos de la violencia en Colombia. Cabrera Infante; “Adiós Muchachos”, de Ramírez; los dramas de Norma Aleandro; Isabel Allende; las conmovedoras historias de Héctor Abad Facciolince.

Se dirá que la historia que estoy describiendo cursa un proceso que aún no concluye y que buena parte de las expresiones artísticas a las que aludo están infectadas por el virus de la censura impuesta. Proceso éste que tiene sus expresiones concretas en el estancamiento de la mayoría de las expresiones culturales tradicionales en el país.

Esa es una verdad a medias. Y por lo tanto, se parece mucho a una excusa. Necesitamos perspectiva y ánimo sereno, pero también posiciones, testimonios, coraje cívico, posturas con pretensión de permanencia. Necesitamos olvidarnos de los aplausos y contarnos lo que nos ha sucedido a través de historias individuales. El venezolano promedio no se puede pasar la vida rindiendo tributo exclusivo a la tentación recreativa. El que quiera evadir la taquilla de la censura y asumir las consecuencias de su valor civil todavía puede hacerlo.

Cierto: el hecho creativo es una responsabilidad personalísima. En lo personal, con las excepciones aludidas, yo estoy muy orgulloso de nuestro estamento de intelectuales y artistas. Sus posturas en los momentos decisivos están a la vista de todos. Un ochenta por ciento de ellos militando en la causa de la Constitución: escritores, poetas, músicos y pintores, presentes en el país, enfrentados a la sordidez y al abuso de poder, consecuentes con la palabra empeñada. Han alzado su voz y han hecho público su compromiso con la libertad cuando ha sido preciso.

Ahí están, sin embargo, esperándolos, las historias de los Semerucos, la violencia del 11 de abril, la lista de Tascón, la muerte de Maritza Ron; los comisarios; los insultos presidenciales, los hackeos de cuentas personales, la diáspora migratoria y los sabotajes orquestados a la UCV. Historias y dramas personales para ser contados a las generaciones que vienen detrás.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Maldición y elogio de Facebook

Hace escasos cinco años Facebook no existía. Hoy, una vez a la semana, termino cediendo a sus narcóticos efectos, a la fecha en un claro entredicho, atendiendo el remoto llamado de una ya atenuada compulsión gregaria, y me meto en sus páginas. La determinante mayoría de las veces para no conseguir nada especialmente relevante. Una y otra vez, la conclusión es la misma: el otrora delicioso garbo cotidiano de Facebook, al menos para mí, ha entrado en crisis.

Si hago una interpretación general y aplico una consideración extensa, tengo que concluir que, con todo, sigue siendo esta una herramienta que tiene todavía su relevancia vital. Una importancia que conserva su pomposo apellido: es estratégica. Gracias a Facebook he podido ubicar afectos perdidos de capítulos de mi vida superados, personajes importantes que había perdido, de los que siempre quise volver a saber, y pergeñar sus fotos, y tenerlos ahí capturados, sin una finalidad específica, y figurarme, incluso sin tener que preguntarles, qué ha sido de sus vidas. Está abstracción virtual es, en muchos casos, el único punto que tenemos en común.
.

Allí están, a la mano, muchos de los amigos que no tengo cerca, que viven fuera de Venezuela, ahora que la migración se ha convertido en un hábito cultural de moda. Próximos, vecinos, cada uno de ellos metido en el módulo del país que ha escogido para vivir, habitando conmigo un espacio cultural y afectivo que se ha convertido en una especie de república virtual compartida. Afortunadamente están ahí, y afortunadamente está Facebook para hacerlo posible.

Porque si Twitter es un dominio público, una especie de ágora, una trinchera para escupir taquitos retóricos amontonada en unos cuantos caracteres, también con su irresistible encanto, Facebook sigue siendo, con todo, un espacio personal. Una libreta telefónica sin teléfonos. En mi red de contactos hay una especie de cláusula, seguramente compartida por muchos como política: no abrirle la puerta a desconocidos. Acepto amigos nuevos aplicando el parámetro mínimo universal del derecho: “vista, trato y comunicación”.


Ahí está, pues, Facebook, el mecanismo perfecto en la víspera de unas elecciones, de vez en cuando ofreciendo algún relieve que le devuelva el menguante interés. De todas formas, algunos amigos importantes siguen renuentes a alistarse en la red del reinado de los amigos. De viva voz, me lo han confesado: no soportan portar una membresía en la cual, por definición, todo el mundo tenga que ser “amigo”. El postulado es demasiado gallo.

Mi lista personal amistades disidentes ha conocido, en el tiempo reciente, algunas deserciones importantes, porque la presión social los obliga, pero en muchas ocasiones el efecto es el mismo: ingresan, colocan su foto, se aburren de lo que en ocasiones parece una versión electrónica de un “notiexpress”, reciben de intercambio dos chocolates virtuales que no han pedido, y dejan su cuenta disecada antes los ojos de los demás. A algunos de los afectos más importantes de mi vida los tengo, por diversos motivos, muy lejos de mi red personal. Tendrán todos sus pareceres y matices sobre el impacto político de las comunidades virtuales propalando, como en el mundo árabe, la buena noticia de la libertad.

Me voy a estudiar, quedé de nuevo en estado, noche de panas en casa de Josefina, qué bella esa bebeeeé, que bellas somos, amigui, qué éxito. Eso es Facebook. Un universo en el cual no existe el incordio. Grandes amistades de otros momentos, novias viejas, niñas que se hicieron señoras, mujeres bellas sobre las cuales más nunca se había sabido nada, todos mostrando sus fotos, muertos de la risa, optimistas a todo evento, afortunadamente todos, o casi todos, vivos y dando la pelea.

Gracias a su escasez en audacia y a su inexplicable vocación para la navegación sobre lo obvio, se ha convertido éste, por cierto, en un anticuerpo perfecto para que se atenúen los efectos de las cadenas con reflexiones insustanciales, vigentes a principios de la década anterior en las cuentas personales de la gente. Si algún conocido suyo no resistía las ganas de expresarse llenándole la cuenta Hotmail con poesía apócrifa de un Borges hablando como Pablo Coelho, debe estar tranquilo: para él ya llegó Facebook. El daño igual ya está hecho: las cadenas migraron a los celulares y el correo se le llena de basura con mensajes corporativos y cursos de inglés.


Resultó que, contrariamente a lo que llegamos a pensar muy al principio, en Facebook nadie desentraña matices ni a descubre secretos. Es precisamente al revés: este es el universo de lo ya sabido. Todos aquí, todos juntos, todos al mismo tiempo. El “bing Bang” financiero aplicado al universo de la cultura y la comunicación. Todos felices. Como José Visconti: a sacarla de jonrón. “Nadie es tan feo como aparece en su cédula ni tan buenmozo como sale en Facebook”. No está permitido el veneno y es necesario tener un agudo sentido de la diplomacia. Este el reino de la felicidad. Resultó que, cuando entro a Facebook, estoy presenciando la vida de mis amigos en horario todo público. Disney Channel. La vida en Facebook es A. “Quince años con mi esposito: más felices que Michael Landon”: “felicidades amigui”; “que sean muchos más”; “que belloooosssss”; “el matrimonio es la base de la sociedad”, “qué éxito”.

Esos cuadrantes genéricos, esa sobredosis de acuerdo, ese remanente de consenso, esa deuda perpetua con la palabra incordio, esa pinta de cartelera de corcho de curso de inglés en Vancouver, hace a Facebook, en contrapartida, un lugar muy peligroso para polemizar. En el Twitter las ideas están condenadas a salir a defenderse solas, afeitadas, compactas, gobernadas por la precesión, sin pelambre subordinada y sin mohines urbanos. Después usted decide si contesta. Facebook pocas veces entiende sobre la legitimidad de las discusiones. Es muy fácil ponerse antipático.

Una inquietud que tenga sus matices, una duda que queremos intentar encaminar, una oración expresada de forma medianamente incompleta, una más de las miles de verdades a medias que masticamos todos los días en compañía del resto de la gente, puesta sobre el tablero para ser considerada sin pasiones, lo conducirá inevitablemente a colocarse en el peor de los mundos posibles: a defenderse de una cosa que usted no ha afirmado. En el reinado virtual del amor hay mucha gente que no encuentra donde desahogar sus ganas de discutir cualquier nimiedad. Como es este un espacio para entenderse, es el universo del malentendido. Intercambios farragosos y agónicos, a veces incluso imposibles de comprender, parados sobre un supuesto que no existe, en los cuales su contertulio pasará a explicarle el significado de un asunto sobre el que usted no se ha pronunciado. Sobre el cual terciará una nueva voz para adulterar, a su vez, todo lo que había quedado dicho.


En fin, ese es el juego, y esas son sus reglas. Las herramientas son así: yo no me puedo cepillar los dientes con una sierra eléctrica y terminar echándole la culpa de lo que me hizo en las encías.

A veces me figuro que dentro de poco aparecerán modalidades más sofisticadas de integrar redes sociales, haciendo mucho mejor lo que ésta intenta: interpretando en toda su dimensión el carácter global de nuestras vidas. Por lo pronto me limito a documentar cómo me ha ido con ésta: el único reducto palpable que tengo, en el cual, con sus excepciones, están desfilando todos mis anillos anecdóticos.

Ese sabor a balance le otorga a Facebook, a veces, unos gramos adicionales de peso específico. Los amigos más cercanos y la gente que apenas conozco de vista. Mis afectos más remotos: Maiquel Capeans, de San Ramón a Chimborazo. La primaria, el bachillerato. La decisiva era de la universidad. Mis viajes juveniles. Mis amigos puertorriqueños. Mi vida laboral en todas sus etapas, con sus tribulaciones actuales. Mis relaciones sentimentales, mi esposa y mi hija. A algunos los veo en el chat y ni siquiera me atrevo a saludarlos. Lo más probable es que ya no tengamos nada más qué decirnos. Puede que sea suficiente con el acto de presencia de sus nombres. Jamás he colgado una foto en Facebook. No ha hecho falta: con las que han puesto los otros hay un trazo grueso, suficientemente descriptivo, de lo que yo soy hoy.

Los veo a todos en mi lista, los nombres que me he cruzado en cada tramo existencial, con sus historias y su variable importancia. Son ellos, sin que lo sepan, colocados en esa secuencia arbitraria, los que están contando por tramos, de forma modular, como lo hizo Cortázar en Rayuela, qué ha sido de mi vida. Un juego de memoria, unas postales con nombre, una suma de cromos. Un absurdo papel de coleccionista.

Facebook podrá fenecer. Las redes sociales tienen un largo trecho por recorrer. Migraremos a otras redes, seguiremos caminando, nos llegarán los nietos, nos tocará irnos. Esas postales de recuerdo que hoy nos aburren por insustanciales es el pelo que nos va a seguir creciendo: cumpleaños, fotos, efemérides y saluditos. En Internet tendremos fe de vida aún estando ausentes. Esa forma curiosa de adulterar la realidad que a veces denominan la poesía. Nadie pensó en la muerte cuando conoció Facebook. No pensamos en esas cosas.

Maldicíón y elogio de Facebook

Hace escasos cinco años Facebook no existía. Hoy, una vez a la semana, termino cediendo a sus narcóticos efectos, a la fecha en un claro entredicho, atendiendo el remoto llamado de una ya atenuada compulsión gregaria, y me meto en sus páginas. La determinante mayoría de las veces para no conseguir nada especialmente relevante. Una y otra vez, la conclusión es la misma: el otrora delicioso garbo cotidiano de Facebook, al menos para mí, ha entrado en crisis.

Si hago una interpretación general y aplico una consideración extensa, tengo que concluir que, con todo, sigue siendo esta una herramienta que tiene todavía su relevancia vital. Una importancia que conserva su pomposo apellido: es estratégica. Gracias a Facebook he podido ubicar afectos perdidos de capítulos de mi vida superados, personajes importantes que había perdido, de los que siempre quise volver a saber, y pergeñar sus fotos, y tenerlos ahí capturados, sin una finalidad específica, y figurarme, incluso sin tener que preguntarles, qué ha sido de sus vidas. Está abstracción virtual es, en muchos casos, el único punto que tenemos en común.
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Allí están, a la mano, muchos de los amigos que no tengo cerca, que viven fuera de Venezuela, ahora que la migración se ha convertido en un hábito cultural de moda. Próximos, vecinos, cada uno de ellos metido en el módulo del país que ha escogido para vivir, habitando conmigo un espacio cultural y afectivo que se ha convertido en una especie de república virtual compartida. Afortunadamente están ahí, y afortunadamente está Facebook para hacerlo posible.

Porque si Twitter es un dominio público, una especie de ágora, una trinchera para escupir taquitos retóricos amontonada en unos cuantos caracteres, también con su irresistible encanto, Facebook sigue siendo, con todo, un espacio personal. Una libreta telefónica sin teléfonos. En mi red de contactos hay una especie de cláusula, seguramente compartida por muchos como política: no abrirle la puerta a desconocidos. Acepto amigos nuevos aplicando el parámetro mínimo universal del derecho: “vista, trato y comunicación”.


Ahí está, pues, Facebook, el mecanismo perfecto en la víspera de unas elecciones, de vez en cuando ofreciendo algún relieve que le devuelva el menguante interés. De todas formas, algunos amigos importantes siguen renuentes a alistarse en la red del reinado de los amigos. De viva voz, me lo han confesado: no soportan portar una membresía en la cual, por definición, todo el mundo tenga que ser “amigo”. El postulado es demasiado gallo.

Mi lista personal amistades disidentes ha conocido, en el tiempo reciente, algunas deserciones importantes, porque la presión social los obliga, pero en muchas ocasiones el efecto es el mismo: ingresan, colocan su foto, se aburren de lo que en ocasiones parece una versión electrónica de un “notiexpress”, reciben de intercambio dos chocolates virtuales que no han pedido, y dejan su cuenta disecada antes los ojos de los demás. A algunos de los afectos más importantes de mi vida los tengo, por diversos motivos, muy lejos de mi red personal. Tendrán todos sus pareceres y matices sobre el impacto político de las comunidades virtuales propalando, como en el mundo árabe, la buena noticia de la libertad.

Me voy a estudiar, quedé de nuevo en estado, noche de panas en casa de Josefina, qué bella esa bebeeeé, que bellas somos, amigui, qué éxito. Eso es Facebook. Un universo en el cual no existe el incordio. Grandes amistades de otros momentos, novias viejas, niñas que se hicieron señoras, mujeres bellas sobre las cuales más nunca se había sabido nada, todos mostrando sus fotos, muertos de la risa, optimistas a todo evento, afortunadamente todos, o casi todos, vivos y dando la pelea.

Gracias a su escasez en audacia y a su inexplicable vocación para la navegación sobre lo obvio, se ha convertido éste, por cierto, en un anticuerpo perfecto para que se atenúen los efectos de las cadenas con reflexiones insustanciales, vigentes a principios de la década anterior en las cuentas personales de la gente. Si algún conocido suyo no resistía las ganas de expresarse llenándole la cuenta Hotmail con poesía apócrifa de un Borges hablando como Pablo Coelho, debe estar tranquilo: para él ya llegó Facebook. El daño igual ya está hecho: las cadenas migraron a los celulares y el correo se le llena de basura con mensajes corporativos y cursos de inglés.


Resultó que, contrariamente a lo que llegamos a pensar muy al principio, en Facebook nadie desentraña matices ni a descubre secretos. Es precisamente al revés: este es el universo de lo ya sabido. Todos aquí, todos juntos, todos al mismo tiempo. El “bing Bang” financiero aplicado al universo de la cultura y la comunicación. Todos felices. Como José Visconti: a sacarla de jonrón. “Nadie es tan feo como aparece en su cédula ni tan buenmozo como sale en Facebook”. No está permitido el veneno y es necesario tener un agudo sentido de la diplomacia. Este el reino de la felicidad. Resultó que, cuando entro a Facebook, estoy presenciando la vida de mis amigos en horario todo público. Disney Channel. La vida en Facebook es A. “Quince años con mi esposito: más felices que Michael Landon”: “felicidades amigui”; “que sean muchos más”; “que belloooosssss”; “el matrimonio es la base de la sociedad”, “qué éxito”.

Esos cuadrantes genéricos, esa sobredosis de acuerdo, ese remanente de consenso, esa deuda perpetua con la palabra incordio, esa pinta de cartelera de corcho de curso de inglés en Vancouver, hace a Facebook, en contrapartida, un lugar muy peligroso para polemizar. En el Twitter las ideas están condenadas a salir a defenderse solas, afeitadas, compactas, gobernadas por la precesión, sin pelambre subordinada y sin mohines urbanos. Después usted decide si contesta. Facebook pocas veces entiende sobre la legitimidad de las discusiones. Es muy fácil ponerse antipático.

Una inquietud que tenga sus matices, una duda que queremos intentar encaminar, una oración expresada de forma medianamente incompleta, una más de las miles de verdades a medias que masticamos todos los días en compañía del resto de la gente, puesta sobre el tablero para ser considerada sin pasiones, lo conducirá inevitablemente a colocarse en el peor de los mundos posibles: a defenderse de una cosa que usted no ha afirmado. En el reinado virtual del amor hay mucha gente que no encuentra donde desahogar sus ganas de discutir cualquier nimiedad. Como es este un espacio para entenderse, es el universo del malentendido. Intercambios farragosos y agónicos, a veces incluso imposibles de comprender, parados sobre un supuesto que no existe, en los cuales su contertulio pasará a explicarle el significado de un asunto sobre el que usted no se ha pronunciado. Sobre el cual terciará una nueva voz para adulterar, a su vez, todo lo que había quedado dicho.


En fin, ese es el juego, y esas son sus reglas. Las herramientas son así: yo no me puedo cepillar los dientes con una sierra eléctrica y terminar echándole la culpa de lo que me hizo en las encías.

A veces me figuro que dentro de poco aparecerán modalidades más sofisticadas de integrar redes sociales, haciendo mucho mejor lo que ésta intenta: interpretando en toda su dimensión el carácter global de nuestras vidas. Por lo pronto me limito a documentar cómo me ha ido con ésta: el único reducto palpable que tengo, en el cual, con sus excepciones, están desfilando todos mis anillos anecdóticos.

Ese sabor a balance le otorga a Facebook, a veces, unos gramos adicionales de peso específico. Los amigos más cercanos y la gente que apenas conozco de vista. Mis afectos más remotos: Maiquel Capeans, de San Ramón a Chimborazo. La primaria, el bachillerato. La decisiva era de la universidad. Mis viajes juveniles. Mis amigos puertorriqueños. Mi vida laboral en todas sus etapas, con sus tribulaciones actuales. Mis relaciones sentimentales, mi esposa y mi hija. A algunos los veo en el chat y ni siquiera me atrevo a saludarlos. Lo más probable es que ya no tengamos nada más qué decirnos. Puede que sea suficiente con el acto de presencia de sus nombres. Jamás he colgado una foto en Facebook. No ha hecho falta: con las que han puesto los otros hay un trazo grueso, suficientemente descriptivo, de lo que yo soy hoy.

Los veo a todos en mi lista, los nombres que me he cruzado en cada tramo existencial, con sus historias y su variable importancia. Son ellos, sin que lo sepan, colocados en esa secuencia arbitraria, los que están contando por tramos, de forma modular, como lo hizo Cortázar en Rayuela, qué ha sido de mi vida. Un juego de memoria, unas postales con nombre, una suma de cromos. Un absurdo papel de coleccionista.

Facebook podrá fenecer. Las redes sociales si tienen un camino largo por andar. Migraremos a otras redes, seguiremos caminando, nos llegarán los nietos, nos tocará irnos. Esas postales de recuerdo que hoy nos aburren por insustanciales es el pelo que nos va a seguir creciendo: cumpleaños, fotos, efemérides y saluditos. En Internet tendremos fe de vida aún estando ausentes. Esa forma curiosa de adulterar la realidad que a veces denominan la poesía. Nadie pensó en la muerte cuando conoció Facebook. No pensamos en esas cosas.

miércoles, 19 de octubre de 2011

la televisión "honesta"

(publicado en la columna Placebo, de Urbe Bikini, Octubre de 2011)

Lupita Ferrer, Cecilia Villarreal, Raúl Amundaray, Elluz Peraza, Martín Lantigua, Eduardo Serrano, Gilberto Correa: los personajes de la televisión de antaño lucían imposibles. Formales, distantes, amables, asépticos, perfectos. Despachando autógrafos con noble desprendimiento; saludando desconocidos con una media sonrisa.

No existía para un niño de fines de los años setenta una emboscada más sensacional que toparse con un artista de la televisión. Una figura sonreída, la elipsis exacta de lo ideal, desplazándose entre la audiencia con una fingida humildad y una calculada sensación de dominio. Vista de cerca, además, portadora del hechizo del color: las pantallas eran aún en blanco y negro. Distinguidas e imperturbables, siempre especiales, con una elegancia a prueba de balas.

Como nicho natural de toda idea del espectáculo, la televisión era el universo de la perfección. No en balde, el dominio del reinado de nociones como “escena” y “ensayo”. Justo ahí donde encuentra su asiento, sin incordiar, la palabra impostura. La televisión, y el teatro también, son el universo en el cual tiene su residencia la palabra ilusión. La dimensión de la percepción donde no había espacio para las groserías, las impudicias, las miserias humanas o la ausencia de estética. Todos sus integrantes, “estrellas”: acostumbrados a ser mimados por la audiencia

En mi caso, la edad de la inocencia, como en todo transcurso vital, comenzó en el cine, sobre los 13 años, remontado el umbral de la censura B. Yo no puedo negar la pequeña sensación de escándalo que a mi produjo, en las primeras de cambio, aquellos policiales nacionales en los cuales Alicia Plaza enseñaba sus senos o Jean Carlos Simancas imprecaba a su esposa y sus hijos con el típico hablar grueso de un funcionario cualquiera. Similar al celofán que queda roto cuando dejamos atrás a nuestros circunspectos profesores de la primaria, todo el tiempo amonestando nuestro vocabulario soez, para abordar a los informales y desmañados del bachillerato: con frecuencia más groseros que los mismos alumnos.

No podía ser de otra manera. Queda claro que el polifuncional oficio del actor es cualquier cosa menos vaporoso. Tan sofisticado y sórdido como la vida misma. La ruptura del himen y el comienzo de las impurezas conocen su génesis desde el famoso “mucha mierda” que unos se desean a otros antes de saltar a la escena: es el santo y seña que los entendidos en el oficio usan de amuleto antes de enfrentarse al dictámen del público.

La llegada de la década anterior se trajo al remolque todo un siglo. Uno de los matices fundamentales de los espectáculos masivos y la audiencia ha sido, más bien, poco comentado. Los famosos “realitys” consolidaron una tendencia que se ha transformado, de manera irreversible, en el derrotero de la televisión actual. La pantalla ha dejado atrás el señorío y la calidez reinantes hasta los años setenta para sostener con el espectador una relación igualitaria, transparente, más bien mal educada: muy similar a la calle. Mucho más honesta con el público.

Groserías, sexo, mofas al poder político, confesiones, estridencias e indiscreciones domésticas de todo calibre. El día en el que Alicia Machado hizo el amor con un participante de El Gran Hermano ante toda la audiencia española llegó a su punto de condensación el cariz de la pantalla de hoy.

Esta es una tendencia que ya tenía años de vigencia en el mundo desarrollado: lo cierto es que, al multiplicarse las señales de cable y consolidarse las postales fractales de youtube, con sus infidencias por tomas, la televisión “verdadera”, brutalmente honesta, parece haber llegado para quedarse. La han conquistado, probablemente para fortuna de todos, los malos modales.

lunes, 10 de octubre de 2011

Los discursos de El Zorro

Alonso Moleiro


El seriado de El Zorro grabado en los estudios Disney, eternamente transmitido en la televisión vespertina, debe ser la producción más antigua que tiene disponible la pantalla local. Cuando sus primeros capítulos comenzaron a emitirse, en 1957, en Venezuela todavía gobernaba Marcos Pérez Jiménez. Toda la televisión era, de hecho, un suceso bastante reciente. No había llegado el hombre al espacio; Kennedy apenas acariciaba la idea de ser candidato; John Lennon y Paul McCartney eran dos adolescentes que se estaban conociendo.

Algunos actores que luego se hicieron celebridades, como Richard Anderson (el Oscar Goldman, de “El Hombre Nuclear”); Johnattan Harris (el pérfido doctor Zachary Smith de “Perdidos en el Espacio”), y César Romero, el postrero “Guasón” de Batman, daban entonces sus primeros pasos en la industria.

Pasan y pasan los años y ahí están sus secuencias, convertidas en un loop, sobreviviendo a todas las tardes y los avatares posibles. Ya pasó de padres a hijos, de tíos a sobrinos, y pronto lo hará de abuelos a nietos. Hace mucho que, en materia de longevidad, dejó atrás a otros seriados contemporáneos, como El Llanero Solitario o Rin Tin Tin, hoy casi disueltos en la memoria de los más adultos, e incluso a los posteriores, los que prometían actualidad y futuro: Tierra de Gigantes, Viaje al Fondo del Mar, Viaje a las Estrellas, Kojak, Starsky and Hutch, TJ Hooker o Miami Vice.

Como no deja de ser transmitido en la tele, El Zorro no trae consigo pasivos generacionales al momento de ser invocado. A nadie “se le cae la cédula” por aludirlo. Este vetusto proyecto sigue siendo hoy completamente pertinente en una conversación casual. El acompañante perfecto en la víspera de la cena, cuando el día se hace tibio y el tráfico encuentra su punto de condensación. Casi siete décadas en la cuales millones de seres humanos, vivos y muertos, han evadido sus tormentos y apuros cotidianos colocando la atención en aquel entrañable seriado de aventuras y nudos argumentales en los cuales el bien, como corresponde, siempre triunfa.

Una cálida textura lograda con el insuperable doblaje en las escuelas mexicanas, vigente por igual en Belice y Paraguay, en Puerto Rico y Chile y una resolución sensiblemente mejorada con la colorización de 1992.

Aquellos remotos dominios a caballo y carreta de la California española de mediados del siglo XIX son recreados para contarnos las andanzas de un superhéroe también encapotado, como otros colegas suyos del universo mediático, pero portador de un historial al cabo más sensata y verosímil. El Zorro no vuela, no dispara rayos, no habla bajo el agua y no puede colocar en reversa el giro de la tierra en un arranque de cólera. Todo lo cual le permite morder una parte del público adult: estamos en presencia de un intrépido que parece tener claro que la inmortalidad no existe.

No se trata únicamente de que sea esta una serie de una longevidad insólita y poco comentada. En los estudios Disney, la cadena ABC logró, además, que ninguna otra versión anterior ni posterior de El Zorro tuviera la carga simbólica y la legitimidad que el proyecto en cuestión, que parece haberse ganado para siempre una suerte de “denominación de origen”. No hay otro Zorro que no sea éste, auténticamente hispanófilo y mexicano, el del rasgado del arpa para armonizar las caídas. Ni Alain Delón, ni muchísimo menos Antonio Banderas.

Un joven apuesto y sonreído, condenado a caerle bien a cualquiera, Guy Williams, caracteriza al “patiquin” Diego de la Vega. Gene Sheldon, actor y además mimo de profesión, interpreta a Bernardo, su mayordomo y ayudante, un aporte específico de esta popular versión, el sordomudo que le sirve de contrapunto a todas las coartadas de El Zorro, palanca perfecta para hacer relativamente creíbles los ardides del superhéroe. Tampoco hay reemplazo posible para el más entrañable de todos los villanos, Henri Calvin, el icónico Sargento García, quien, además, en vida, fue un cantante lírico que pudo interpretar varias tonadas incidentales para la serie.

II

Se ha acusado siempre a los seriados americanos de ser portadores de penetrantes metadiscursos con complejos significantes ideológicos en casi todas sus series de entretenimiento, encubiertos detrás de una aparente proposición recreativa y sin intenciones ulteriores.

Toda la vida hemos escuchado cierta cantaleta de protesta desde las telarañas de algunas cavernas de la izquierda clásica: relatos atractivos y personajes a través de los cuales El Pentágono monta laboratorios para propalar sus valores, fomentar odios y drenas sus miedos. Ridiculizar a sus adversarios y fundamentar, con ejemplos cotidianos, las bondades de su estilo de vida.

El Capitán America, Superman, Tarzán, Mickey y el Llanero Solitario. Aunque la discursiva de la poderosísima industria del entretenimiento estadounidense es bastante menos inocente de lo que pretende, pienso que el postulado anterior es una verdad a medias. Un análisis que corresponde, sobre todo, a los confines históricos de la Guerra Fría. Algunas de las posturas que traen consigo sus historias (el enorme componente racista de Tarzán; el epicentro patriotero del Capitán América) han ido caducando conforme ésta y otras sociedades ha ido mudando pieles y orientando sus intereses a otros objetivos. Los creativos de la cultura de masas de este momento no son, ni en un millón de años, los mismos de la mitad del siglo XX.

Estados Unidos, como todo occidente, ha surcado el siglo XX sometido a traumáticos procesos de aprendizaje, especialmente a partir de los años 60. Para empezar, habría que dejar sentado que uno de los objetivos fundamentales para la mofa de los creativos de Hollywood ya no se ubican en el extrarradio, ni en sus minorías nacionales: residen en la propia sociedad Wasp. Homero Simpson o Al Bundy, el de Casado y con Hijos.

III

En su tránsito por las pantallas y el cine, sobreponiendose por cuenta propia a todos los cambios políticos posibles, sin embargo, la proposición de fondo de El Zorro, anclada en la discusiva de la mitad de la década anterior, ha podido transcurrir sin ser objeto de grandes señalamientos. Casi podríamos decir que ha transitado décadas enteras relatando una historia con un margen importante de impunidad.

Comencemos por el entorno: la vida de Diego de la Vega y Don Alejandro, su padre, transcurre en la California española y su periferia. Un espacio geográfico que comprende, en el caso de la serie, además de la actual baja California mexicana, los extremos de las poblaciones de Monterrey y Los Angeles, pero que, en un sentido más general, todo el ámbito hispánico que perteneció a México y que hoy está en los Estados Unidos. Los estados de Nevada, Colorado, Arizona, Nuevo México y Texas.

Ahí vive Don Diego, un aparentemente inofensivo propietario respetado por su posición económica y su abolengo, y habita El Zorro, su otro yo, un intrépido espadachín que se divierte citándose con el riesgo. En su peregrinaje, enderezando entuertos, El Zorro es la vía libre para hacer justicia en un entorno en el cual la justicia no existe. Pero no es la justicia americana: es la justicia española.

Estamos en un momento en el cual estos dominios pertenecen a España. Asiento de un poder político corrompido e hipócrita, que oprime y humilla a sus ciudadanos, en el cual queda la escena servida para que un misterioso sujeto enmascarado se convierta la expresión cabal del sentimiento popular. El Zorro es un subversivo, el enemigo público número uno de aquel sistema de la opresión. Monasterios, García, Del Paso, Reyes, Méndez: las deleznables autoridades de la historia de El Zorro tiene nombres en castellano. Se trata, además, de villanos especialmente torpes e improvisados.

Sin hablar de política, sin gastar pólvora excesiva con elaboraciones sobre el contexto, sin hacer demasiadas alusiones a conflictos del extrarradio, sin nombrar una sola vez a los Estados Unidos, El Zorro sirve de pórtico para justificar por mampuesto el brutal despojo que los Estados Unidos hicieron a México del territorio en cuestión en algún momento del siglo XIX.

Estas tierras estarán mejor, pensarán algunas conciencias para poder dormir en paz, en manos americanas. En las decentes, honestas y eternamente justicieras manos estadonidenses.

martes, 13 de septiembre de 2011

Twitter, facebook

No deja de ser una ironía: cuando hicieron su aparición las redes sociales, muchas personas –y esto incluye a muchas personas sensatas- recibieron con un evidente desdén la novedad.

Nada nuevo bajo el sol, se pensaba: una fórmula algo más expedita para forjar ligues y amoríos automáticos a larga distancia. Espacios insustanciales, para exhibirse y socializar en torno a futilidades; galerías comunicacionales para las vanidades y el ego, que partieron de la discutible premisa de que el resto de la humanidad podía tener interés en las apreciaciones personales que un mortal presentado al detal estampara en unos cuantos caracteres.

La muletilla sermoneadora en torno a las inconveniencias de “el ego”, por cierto, no deja de tener su costado beato: parece proponer que, como criaturas de dios, los hombres debieran ser celosos custodios de su bajo perfilm y que detrás de esta decision personal subyace escondida una misteriosa -y nunca explicada- virtud. El entorno no deben ser desentrañado formulando sofismas ni haciéndose preguntas: para eso están las verdades reveladas. Nadie puede tener derecho a estar todo lo informado que le provoque, dejando sentado, además, el talante de sus opiniones personales ante los demás, sin rendirle un inconveniente y censurable tributo a su propio ego.

Mojigaterías retardatarias en torno a las cuales es menester responder con la frase de Fernando Savater en su Invitación a la Etica: “el ego es la palanca que permite al hombre apostar por su propia infinitud”.

Pues bien: se equivocaron los promotores de ésta actitud hastiada y superior. Poco importa, a éstas alturas, si el problema de twitter es que se trata de una galería de egos. Y si es tal cosa, en castellano clásico, habrá que agregar que mala leche.

Puede que no sean éstas fórmulas definitivas, porque más adelante seguramente aparecerán modelos más sofisticados, pero lo cierto es que, en este estado de la historia, tanto twitter como facebook, así, noveleras y banales, como lucían a primera vista, han alterado para siempre la dinámica de interrelación del hombre en sociedad y han producido una mutación que luce irreversible en el ejercicio cotidiano de la vida civil.

Sobre todo si reparamos en que, luego del declive de las utopías, la política, gracias a las comunicaciones, es una propiedad que, hoy más que nunca, está disuelta en las calles. Una granda fragmentaria cuyas esquirlas han tocado casi todos los ejercicios del devenir humano.

Las redes sociales han sido el paso más certero para articular una forma de comunicacional masiva verdaderamente democrática y casi absolutamente horizontal. Su matiz más importante es su naturaleza multidireccional: en éste reducto termina la dictadura el emisor. La tutela del aparato televisivo y el titular de prensa prescribiendo criterios sobre usuarios indefensos. Al quedar modificada la naturaleza del hecho comunicacional, quedan alterados también, de forma colateral, su naturaleza política y su concepción de poder.

En situaciones apremiantes, como sucedió en Egipto, ha evidenciado una naturaleza revolucionaria y potencialmente telúrica, y ésta propiedad no hará sino crecer conforme su uso continúe expandiéndose.

La comunicación es cultura; la política su aproximación más fiable; el poder político su desiderátum natural. Cuando todo ciudadano está comunicado y ejerce de forma soberana su fuero personal puede plantarle con solvencia cara a la modernidad. En un severo entredicho quedan los prejuicios, las consignas prefabricadas, los fetiches ideológicos. Todas las estupideces reñidas con la transparencia informativa y el progreso que se enmascaran bajo la engañifa de la tradición.

Constituyen las redes, además, el mentís más acabado a la jerigonza marxista, aún residual en estos predios, que insiste en postular que la comunicación de masas y las opiniones de las mayorías están y estarán irremediablemente gobernadas por corporaciones económicas que minan sus voluntades e imponen sus intereses de forma unidireccional sobre los demás, y que pretender la interactividad entre el emisor y el receptor en las comunicaciones del futuro es una ingenuidad.

Queda por completo rebasada, pues, esa incompleta aproximación inicial que tiene a las redes sociales como vectores exclusivos para conquistar amoríos o promover fruslerías en cadena.

Es este, como la televisión y la prensa, un instrumento, que como tal tiene sus condiciones y sus límites. No va a conocer su ocaso porque “pase de moda”, como creen algunos, o porque la gente se fastidie de usarlo cotidianamente: ha quedado demostrado con los hechos que basta que se produzca una noticia de impacto o alguien tenga un interés especial en dar a conocer una información para que cada quien le encuentre, otra vez, un nuevo significado.

sábado, 27 de agosto de 2011

Flechazos silvestres (y arbitrarios) sobre el hábito de leer.

(publicado en el portal prodavinci.com)

Alonso Moleiro


Un libro no se escoge pensando en un tema. Para leer buenos libros es fundamental orientarse con lo que ofrezcan los autores. Nunca, o casi nunca, será al revés. Aquellas personas que, interpeladas, aseguran leer “de todo un poco”; o se apoyan de referencias generales como “los libros de viajes y aventuras”, o “las biografías”, normalmente no son lectores. Un lector de manuales o de internet no es un lector. Es Vargas Llosa el que nos muestra a Piura en “La Casa Verde”. Nunca llegaremos hasta ahí preguntando a un librero sobre “un libro bonito de aventuras en el Perú”.

Los libros no son discos. No todo libro que se pone de moda es necesariamente bueno. En materia de libros, pienso, no deberíamos estar pendientes únicamente de leernos la última novedad del mercado. La narrativa moderna, aún si está estructurada en torno a temas antiguos, es en general mucho más afín a nuestra manera de comprender la realidad. Sus alcances, sin embargo, tienen límites, y presentan además algunos espejismos. Un buen lector tiene que aprender a no ver un poco más allá de su tiempo. Es importante estar al día con autores emergentes, dramas contemporáneos o nuevas tendencias narrativas, pero las verdaderas horas de vuelo de un buen lector la otorgan la lectura de clásicos. Dumas, Víctor Hugo, Flaubert, Cervantes y Balzac. Gigantescos espacios narrativos, traducidos con formas verbales y secuencias en desuso, con planos temporales de una extensión que hoy nos luce inaudita, en los cuales ya están inscritos en la memoria de la especie los grandes dilemas de la humanidad. En materia de libros, la palanca de cambios tiene una sincronía dual: es hacia adelante, pero también es hacia atrás. Los libros de hoy nos colocan en órbita: los de ayer, nos dan músculo para el dragado.

Los premios y sus bemoles. Los autores siempre se quejan, con mucha razón, de la dictadura de la audiencia en torno al ejercicio de la escritura. En el mercadotécnico mundo de hoy parece que una obra no tiene derecho a respirar en paz si no está premiada; si no es popular o no tiene las bendiciones de la crítica. Es un malestar cultural que se extiende, incluso, a aquellos que, escribiendo, no son autores, o todavía no lo son. En el carnaval contemporáneo parece que hemos olvidado que el derecho a expresarse es universal; que una gran obra no tiene porque ser popular para ser grande, entre otras cosas porque, siendo populares, muchísimas no lo son. Que hay grandes autores, como Jorge Luis Borges, que no fueron premiados merecidamente, y que algunas de las grandes obras de la humanidad, como las más importantes de Karl Marx, apenas vendieron docenas de libros al ver la luz. Nada de esto nos impide afirmar que, para un lector de hoy, en el descubrimiento y la escogencia de nuevos autores, puede contar muchísimo el respaldo de los premios. Detrás de uno o varios premios está sellada la recomendación de un jurado, integrado normalmente por editores, y sobre todo por otros escritores. La existencia de un criterio relativamente unánime en torno a la calidad de una obra nos tiene que servir de referencia y nos habla de un experimento con pocas posibilidades de fracaso. Leer un libro malo es tan trágico como salirnos en la mitad de una película. Lo mismo queda dicho para las traducciones: cualquier libro que remonte la barrera de su propio idioma para ser leído en otros circuitos culturales es susceptible de ser recorrido desprovisto de prejuicios.

Leer es un placer, pero no siempre lo es. El hábito de la lectura es apreciado por casi todo el mundo, con sobradas razones, como un espacio para el descanso, la evasión y la recreación intelectual. Este es un parámetro universalmente aceptado, y es el más popular entre la gente, pero por supuesto que no es el único. Como en todo proceso de aprendizaje, pienso que quien tenga en la cabeza aspiraciones intelectuales estructuradas no puede tener a la lectura como un ejercicio exclusivamente placentero. Hay cotas de lectoría que demandan un esfuerzo interpretativo añadido, un tributo adicional a la relectura, un momento de disciplinado dolor y fragua al cual se le verán sus réditos en la medida en que se hagan habituales la persistencia y la continuidad. Leer es un hábito que se hace, y que, como otros hábitos, y como otras virtudes, puede perderse si lo descuidamos. Se puede leer despacio, pero hay que leer mucho y todo el tiempo. Con cierta frecuencia, el recorrido de un libro difícil encuentra su recompensa al momento de voltear la última página: cuando ya estamos seguros de haber leído, en medio de un pulso complejo y hasta agónico, una obra maestra.

Leer es releer. El placer de la lectura es una carrera contra el tiempo. Hay en este mundo muchas, demasiadas obras fundamentales esperando por nosotros, y, al mismo tiempo, mucho material fútil que cada dos por tres se nos atraviesa con una oferta engañosa, una recomendación equivocada que nos pone a perder tiempo y nos desvía de nuestro objetivo. Además de lo que queda por leer, todo lector tiene que saber regresar a lo leído. Es la mejor manera de consolidar una memoria afectiva, una valoración cabal, un conocimiento estructurado sobre el significado de lo que leemos. Leer un libro es un acto de intimidad y una decisión premeditada. No es mentira que, con el paso del tiempo, lo leído se olvida. La relectura nos rescata el irresistible encanto de los matices, uno de los grandes placeres de cualquier ejercicio intelectual. Los grandes libros que hemos leído en nuestra vida, como las grandes películas y las grandes canciones, son espacios que siempre habremos de volver a visitar.

El conocimiento histórico es “el conocimiento”. La narrativa, con sus historias fascinantes y el embrujo de la omnisciencia, nos transporta, en calidad de testigos, a contextos y tiempos históricos remotos y maravillosos, reales o imaginarios. No hace el favor de sacarnos de la realidad que vivimos. Un recorrido acertado sobre sus coordenadas nos ofrecerá, además de toda suerte de referentes y ofrendas a nuestra capacidad de imaginar y reflexionar, a través de sus personajes, una aproximación elíptica sobre situaciones antiguas o recientes de las que queremos formar parte porque nos produce una enorme curiosidad. La aproximación a los ensayos y libros históricos, en cambio, dota a nuestros conocimientos de estructura y los organiza en torno a ciclos temporales, protagonistas y fechas. El ensayo nos ayuda a comprender procesos. Un buen ensayo sostiene una conversación con el lector. Agudiza su capacidad de análisis; lo seduce para llevarlo a derroteros que liberen a la lectoría de la “dictadura” recreativa. Lo que por ahí suelen llamar “cultura” tiene, además de lo andado por la narrativa, una aproximación formal estructurada en torno al conocimiento histórico. Los libros de ensayo e historia le colocan vértebras a nuestra formación cultural. Sus huesos son el asiento del nervio y la carne creativa de la ficción.

La filosofía y su pariente bastardo, la autoayuda. La filosofía, dijo Montaigne, sirve “para aprender a morir”. Quiso decir con esto el padre del ensayo que su existencia no es tan etérea ni tan floral como a veces se imagina el vulgo. El sentido de la existencia, la relación con dios, la finitud de la especie, el destino del hombre entre sus semejantes, el progreso y la felicidad en la tierra, las herramientas para comprender la cotidianidad y vivir mejor. Toda la mercadotecnia creada en torno a “la calidad de vida” y el “buen vivir” parece no haber reparado en que algunos de sus puntos constitutivos tienen unos 25 siglos de existencia. Resultó que, filosofía y autoayuda, espacios de conocimiento que son casi antitéticos, existentes en los dos extremos del tablero del consumo cultural, son parientes lejanos. Las dos ofrecen herramientas para comprender la vida en la tierra y mejorar en su desempeño. Si aceptamos como bueno este razonamiento, podemos concluir, sin ánimo de ofender a nadie, que la autoayuda es la filosofía vendida a precios de remate por inventario.

¿Poesía? Borges. Para quien no quiera leer poesía, pero todavía no la comprenda, una recomendación expedita: Jorge Luis Borges. Pienso que no ha existido en la historia de las letras un autor que diga tantas cosas al mismo tiempo con esa economía del lenguaje. En sus sonetos y en sus breves relatos.

Leer es el antídoto contra los lugares comunes. ¿Quiere evitar lugares comunes, frases prefabricadas, metáforas baratas, símiles manoseados, exclamaciones de memoria y palabras de urgencia? Es muy sencillo: lea. El mundo de las ideas y el arte ha activado hace mucho tiempo una dinámica rupturista y un anticuerpo infalible en contra de los estereotipos, las palabras repetidas y las convenciones que perdieron contenido. A esa búsqueda, con miles de expresiones en las artes aplicadas y las letras, le podemos adjudicar, en términos grueso, el apelativo de vanguardia. El buen decir es universal; todo puede quedar siempre mejor dicho o enunciado de nuevo. Quien alude, una y otra vez, a la existencia “del vital líquido”, y la muletilla no le incomoda ni le hace cuestionarse nada, es porque no se ha visto compelido a buscar otro camino semántico para referirse al agua. Dentro del placer intelectual de la lectura se activa con frecuencia un motor de búsqueda automático para fortalecer las neuronas con nuevos vocablos, nuevos significados, nuevas metáforas y nuevos giros verbales. Así como la ropa, las licencias expresivas se gastan con el uso: hay que salir a buscar otras.


Si usted no se ha leído un libro, no le de pena decirlo. La carrera de la lectura, como todo verdadero proceso de aprendizaje, no se acaba nunca. Esta materia del devenir humano, como muchas otras, es infinita. Ni el más abrasivo e insaciable de los lectores podría afirmar con honestidad que se lo ha leído todo. Lo sensato aquí es comenzar reconociendo nuestras carencias, hijas de nuestra condición humana y nuestra finitud. Así las cosas, mientras el hábito de la lectura no se detenga, mientras el brazo de un lector esté caliente, no tenga vergüenza en reconocer la existencia de un libro o un actor que no haya leído o desconozca por completo. Citar libros no pergeñados y hablar de obras que desconocemos constituye una de las faltas a la verdad más comunes, uno de los salvoconductos más socorridos de la cotidianidad. Esta consideración se extiende hacia quienes se leen la parte de atrás de los libros para hacerse pasar por lectores, la cosa más parecida a salir a la calle con la bragueta abierta. Esfuerzos inútiles, por demás: mentirosos y lomolibristas pueden ser identificados en segundos por cualquier ojo medianamente agudo. En la edad adulta ninguno de estos artificios es necesario. Queda dicho: quien sea un lector medianamente habitual y encuentre su puesto en el mundo de las letras no tiene porqué preocuparse: si no tiene nada que decir del libro que le están recomendando, pídaselo prestado, y coloque sobre la conversación, en cambio, otro, el que a usted sí conoce. Lea lo que le provoque y cuando quiera. Con no dejar de hacerlo es suficiente.

viernes, 29 de julio de 2011

Disparos fallidos (y patrominoniales) de una industria

(publicado en Urbe Bikini en junio)


Estudios dibujados, conversaciones insustanciales, sets con entrevistas, programas deportivos y enlatados colombianos. Salvo excepciones menores, ese es el panorama de la televisión nacional de hoy.

Se consolidó, casi sin que nos diéramos cuenta, hace poco menos de dos años, conforme le dieron a Radio Caracas Televisión la estocada por el cable e hizo su aparición aquel monumento a la nada llamado Tves.

La existencia de una industria televisiva vigorosa, capaz de reinventarse, con músculo para el ensayo y el error, como la que alguna vez tuvimos y algún día volveremos a tener, susceptible de ser criticada sin que le tengamos lástima, guarda relación directa, pienso, con un rasgo que encierra su propia paradoja: la abundancia de programas malos.

Se me antoja que la obtención de un kilometraje específico para obtener velocidad crucero en materia de calidad y frecuencia tiene relación con esta variable probabilística. Es una ecuación que puede ser extensiva al cine: está difícil que alguna nación alcance la madurez necesaria para optar a un premio como el Oscar si sus autores y su estamento técnico no han agotado antes suficientes cartuchos fallidos. La lectura gruesa puede hacer parecer esta disertación como una simpleza, pero, apostando la exquisitez de los matices en la extrapolación a la hora de interpretar, yo me arriesgo. Es un tema estadístico; las expresiones de calidad constituyen una muestra. Por cada cuatro o cinco películas infames, hará su aparición una excelente. Y el país que produzca cuatro o cinco seriados o películas anuales, difícilmente producirá algo de relevancia con excesiva frecuencia.

Usando esta coordenada como patrón –y esto lo digo sin el menor sesgo de ironía- podemos afirmar que, en términos históricos, la televisión venezolana ha hecho la tarea. Junto a sus contrapuntos de alto vuelo, que existen, la televisión venezolana ha logrado enhebrar algunas enternecedoras barbaridades, postales perdidas de nuestro abolengo, estampas disueltas en el aire del pop nacional. De carácter patrimonial. Descriptivas de nuestro perfil cultural.

Olimpia Maldonado y Napoleón Deffit con un sit com de fines de los años setenta: Los Pérez García. El humor Criollo de Perucho Conde y Veneranda: dos vendedores de empanadas que comentaban la actualidad política de entonces. Una secuencia de gags que constituían toda una canallada humorística llamada La Chistera, el más conspicuo antecedente de Bienvenidos. Gavimán: un superhéroe mapleto que imitaba al Chapulín Colorado: Emilio Lovera, Américo Navarro y otros. Trampolín a la Fama, con Pedro Montes: el verdadero precursor del American Idol. Amílcar Rivero de niño: Angelito, Panchito y Arturo y Juanito y El.

Pocos lo recuerdan ahora: luego de pelearse con Gómez Bolaños, Carlos Villagrán se vino a Venezuela a hacer unos seriados con secuencias humorísticas de factura parecida, que jamás nadie logró comprender. El Niño de Papel, Federrico y Kiko Botones.

La lista es extensa: La Inimaginable Imaginación; la Pandilla de los Siete; los últimos suspiros de Cuéntame ese Chiste. Telecómico, El Show de López, Morisquetas. Las peripecias de de una legión de extranjeros viviendo en Caracas, llamada Pensión OEA. Guillermo González y las hermanas Termini en Crecer con Papá. Residencias 33: todas las telenovelas habitando el mismo edificio en discutible clave de humor. Luego de pelearse con Joselo, Menéndez Bardón realizó con RCTV varios intentos de humor cotidiano. “Mami” era protagonizada por Carmen Julia Alvarez, Mary Carmen Regueiro e Imperio Zanmmattaro.

Un kilometraje rodado, que habla de una experticia: un derecho a equivocarse legítimamente adquirido, trabajado con el paso de los años, a partir del cual se fue gestando una identidad que no tiene sentido desconocer. La enumeración hecha, si lo vemos bien, le rinde tributo al carácter industrial de la televisión: seriados de alto y bajo calibre que han ido adobando la vida de generaciones y le dan sentido al criterio de la cultura de masas.

lunes, 18 de julio de 2011

Ciudadanos sin ciudades

(publicado en el portal prodavinci.com)


Alonso Moleiro


Exposiciones y fotografías, almanaques y guías, poemas y textos inspirados. Pensar en Venezuela es pensar en su naturaleza. Esa que creemos irrepetible y premiada por los dioses. La celebrada síntesis de las Américas: las mejores playas; montañas heladas; cascadas de vértigo, desiertos lunares; selvas asombrosas. El misterio de los tepuyes. El intricado delta. Las leyendas del llano. La glosa promedio de cualquier cronista inspirado. Si vamos a hablar de Caracas, suspiramos por el Avila. Si nos acordamos de Maracaibo, le cantaremos al lago.

Y está bien, podemos convenir que Venezuela tiene indudables encantos naturales. Habrá que ponerle algún reparo, sin embargo, a la pretensión de postularlos como únicos. Unicos son más o menos todos. ¿Existirá alguna nación que no sienta que en sus confines están todas las maravillas naturales disponibles?

No tenemos que llegar hasta Brasil. Casi cualquier país tiene razones fundadas para afirmar que es hermosa y derecho a suponer que esa belleza es única. Ecuador, por ejemplo, tiene unos Andes nevados con picos más altos que los nuestros; administra con decoro el porcentaje de la Amazonía que le corresponde y tiene en sus costas maravillas casi indiscutibles: difícil colocarle cotas comparables de exotismo a las Islas Galápagos. Puerto Rico está muy orgulloso del bosque tropical El Yunque; del sistema de Cavernas de Camuy y de sus bahías fosforescentes. Honduras atesora parte de la herencia del legado maya, tiene en las Islas Cisne una maravilla natural que se le aproxima a Los Roques y posee varios sistemas biodiversos selváticos interesantes, como el parque la Tigra. Colombia tiene dos cadenas portentosas montañosas, más grandes que las nuestras; salida a dos océanos y su ración de Amazonía.

Ese es el sortilegio del turismo. Más o menos en todos lados hay playas espectaculares, y montañas que quitan el aliento, y valles y cañones con vistas impresionantes, y artesanía digna de ser comprada, y un señor pintoresco que echa unos cuentos graciosos. En todos lados existen, los naipes con cierta frecuencia se repiten, y cada uno de ellos nunca dejará de parecernos – porque a su manera lo son- únicos.

La huella no vista

La verdad es que, como venezolanos, pocas veces hemos reparado en que las maravillas naturales que nos ponen a suspirar no constituyen, en modo alguno, un mérito que tenga algo de particular. Estamos felices, sin duda, de que estén ahí y nos pertenezcan. En cualquier caso podríamos congratularnos por mantenerlos limpios y conservarlos, cosa que tampoco hacemos con especial empeño.

Pero nada tiene de especial, si lo vemos bien, que nos cubramos con la bandera nacional ante unos atractivos que, después de todo, tienen ahí ya unos cuantos siglos. No hemos dispuesto absolutamente nada sobre su diseño y atractivo: sencillamente estructuramos una nación en torno a su existencia. Se trate de Playa Medina, del Salto Angel o del Pico Espejo.

Y, en contrapartida, mientras reverenciamos nuestras montañas y selvas, mientras más le cantamos a los ríos, mientras más bendecidos nos sentimos por las propiedades curativas de algunas aguas termales, mientras llevamos de la mano, orondos, al turismo internacional a que sepa de los Médanos de Coro, menos nos interesan nuestras ciudades.

No es demasiado lo que se les fotografía, ni lo que se les canta; no es excesivo lo que reflexionamos en torno a ellas. Rara vez nos planteamos nudos argumentales, polémicas apasionadas o preocupaciones trascendentes en torno al estado que presentan. No hurgamos en sus secretos; ni elaboramos circuitos turísticos en torno a ellas. No conocemos los detalles menudos de los edificios y monumentos que nos acompañan cotidianamente. A veces ni siquiera se conocen demasiado unas con otras. Ni siquiera el público ilustrado,

La que probablemente sea la nación latinoamericana con la densidad de población urbana más alta de la subregión, no sabe demasiadas cosas en torno a la existencia del Teatro Cajigal, ni de la Catedral de Ciudad Bolívar, ni de la Casa de las Ventanas de Hierro.

Es decir: el espacio que podría calibrar nuestra interpretación del entorno; la definición por excelencia del paisaje cultural –y de la palabra cultura-; la médula de cualquier concepto relativo a la cívica; lo que alguien denominó “la mas comprehensiva de las obras del hombre”, lo más venezolano que en realidad tenemos, puesto que esta sí que es una hechura nuestra, las ciudades de nuestro país, transcurren por nuestras vidas más como un trámite que como un encuentro feliz, válidas mientras sea necesario detenerse a echar gasolina, pertinentes en la misma medida en que por allá tengamos una tía a la cual visitar.

Hablemos, aunque sea mal

De momento casi todas las ciudades importantes del país pierden aceleradamente sus aires provincianos para irse “caraqueñizando”: grandes centros comerciales con opciones gastronómicas japonesas y catas de vino. Una modernidad disparatada y mal comprendida, que tiene arrinconada a las manzanas patrimoniales. Caos vehicular y delincuencia; anarquía y malos servicios.

Casi todas escasamente planificadas, renuentes, como Caracas, a ser recogidas a pie. Maracaibo, Barquisimeto, San Cristóbal, Mérida y Puerto la Cruz conservan algunas especificidades y encantos. Ciudad Bolívar y Coro, como Cumaná y Barcelona, con su legado histórico y su arquitectura, podrían ser dos envidiadas joyas del trópico antillano. Todas, particularmente estas dos últimas, presentan un descuido especialmente pronunciado: su atractivo es testimonial y el orgullo que podrían generar es apenas una hipótesis.

Se podrá afirmar que cualquier pretensión por hacer de los rincones de nuestras ciudades objetos de culto puede constituir, no sólo una quimera, sino una ociosidad: poco se obtendrá al fomentar una navegación sobre ciudades que, en cualquier caso, tienen límites muy concretos que no tiene sentido desconocer. A fin de cuentas es esta una sociedad joven, desplegada en una nación de mediano calado e historia reciente, que apenas en los años treinta del siglo pasado pudo dar pasos firmes para salir de la vida rural y la barbarie.

Puede que algunos encuentren discutibles estas reflexiones. Pienso, por el contrario, que no hay demasiado que objetar a este razonamiento. Como cualquier otra persona con algunas horas de vuelo en materia de viajes, podría reconocer sin problemas que ninguna ciudad venezolana es especialmente sobresaliente.

Esta circunstancia, sin embargo, no forma parte de una fatalidad inevitable. Hace mucho que en esta materia podríamos tener ya pantalones largos como país. Venezuela puede y debe diagnosticar descarnadamente la calidad y cantidad de su paisaje cultural.


Los espacios donde transcurren nuestras vidas


Sostengo que el estado de nuestras ciudades guarda una relación directa, no sólo con un desapego hacia las normas urbanas y un desconocimiento craso de las tradiciones y la historia, sino además con la ausencia de una masa crítica que se formule dilemas en torno a ellas y trace sobre sus cuadrículas un diagnóstico exigente.

La sociedad podría hacer mucho más en esta materia canalizando sus demandas ante el estado. No podrá mejorar nuestro entorno urbano si ni siquiera sabemos el peso específico de su valía, independientemente de sus cotas de modestia; si apenas ahora nos organizamos como sociedad para discriminar la existencia de un bien cultural. Para evitar que sea barrido por una conjura de empresarios analfabetas expertos en construir planicies para estacionamientos. Aludo a una interpretación que sobrepasa por completo las cuadriculas fundacionales, las plazas Bolívar y los edificios de gobierno.
El problema está en nuestras narices, pero es más profundo: me estoy refiriendo a las barriadas residenciales, a las zonas recreativas, a las avenidas cotidianas que le sirven de contexto a nuestra vida ordinaria. Ni siquiera estamos hablando mal de las ciudades venezolanas –cosa estaríamos perfectamente en capacidad de hacer- , no sea que alguien se nos ofenda: sencillamente las ignoramos por completo. Embelesados viendo lagunas y arrodillándonos ante montañas sagradas como única forma posible de concebir a este país.

Los cuarteles militares de Maracay –o la torre Sindoni-, el Obelisco de Barquisimeto –o el Monumento al Sol de Cruz Diez-, el entorno portuario de la Plaza Baralt en Maracaibo –o el obelisco de la Plaza la República-; las barriadas del norte de Valencia, la Plaza de Agua de Puerto Ordaz –o la Plaza del Hierro-, el Palacio Arzobispal -o el Parque Glorias Patrias-, de Mérida, la Marina de Lechería, en Puerto La Cruz; el Paseo Orinoco de Ciudad Bolívar, el sector Barrio Obrero de San Cristóbal, Puede que no sean comparables con los entornos sevillanos o las ensenadas de Oporto. Bien: ahí está la textura de la nación. La verdadera textura de este país.

“¿Desierto, selva nieve y volcán?”. Basta. Basta de rendirle pleitesía evasiva, con carácter de exclusividad, a los encantos de la naturaleza. Por disparatado que suene, propongo que, por una vez en la vida, nos olvidemos de la Isla de Coche y nos ocupemos de los edificios de San Bernardino. Ha llegado la hora de sopesar, conocer, diagnosticar, criticar, reparar y trabajar en torno a lo más venezolano que, como venezolanos, tenemos: nuestros plazas y pueblos, nuestros monumentos y ciudades. Los pasillos y corredores en donde discurre nuestra vida cotidiana.

domingo, 3 de julio de 2011

La historia de un relato que no se escribió jamás

Se enfrentó al reto de plantarle cara a las hectáreas vacías de una hoja en blanco, intimidado, al borde de la nada. Entre él y aquel glaciar disecado de límites precisos había un manojo de criterios, un glosario irregular de imágenes con aspiraciones de estructura, precariamente organizados en un esquema preliminar.

Esas ideas, que pujaban ansiosas por salir, cabalgarían sobre letras, esa particular forma de ponerle limites a la realidad del papel. Las letras eran un misterioso código perdido en la noche de los tiempos, a su manera, también como los números, una clave en secuencia, sobre el cual descansan las verdades reveladas desde el comienzo de la historia. Todo era cuestión de colocarlas en el orden correcto.

Como unidad básica de la clave informativa, las letras eran los maestros de ceremonia de la escenografía que le quería plantear a los ojos del lector. Agrupadas formaban palabras: batallones de letras que, vistas de forma modular, generaban frases y luego ideas.

Cada una de ellas tenía una cualidad sinérgica, que debía estar dotada de la fluidez necesaria para respetar con solvencia las exigencias del libreto: la gracia para regalarle a las gradas una filigrana improvisada, una gambeta que otorgara brillo a las reflexiones, entendida como figura literaria. Debían estar asistidas, además, de la maestría de la brevedad; el sentido métrico, casi musical, de los signos de puntuación, que acarician el discurso; el tono de infidencia del dialogo, la textura hiperreal de la descripción, la divertida transgresión de las onomatopeyas.

Pensó también que, además de la letra como unidad molecular de su discurso, el relato que se disponía a empezar debía tener precisión, esa indescriptible cualidad que otorga el sentido de la secuencia, que es a un relato lo que al cuerpo humano es la hemodinamia: la tensión arterial, la sangre y la savia en el cuerpo humano y la literatura, los elementos colocados en su puesto para sugerir con pertinencia un planteamiento, idear un nudo, hechizar a los ojos ajenos con la omnisciencia, desordenar los átomos temporales de una historia, perdidos en alguna parte y vueltos a ordenar, y sugerir un desenlace.

Los relatos, se decía, mientras mas cortos mejores. Un relato debe tener la eficacia de una canción: debe ser una unidad emotiva susceptible de ser vuelta a leer, limpio y sin fisuras, como una gota de agua. Su estructura debe estar embutida en sus entrañas con precisión de un relojero.

Sus cuentos tenían que estar algo más que bien escritos. Porque, a diferencia de lo que piensan algunos periodistas, escribir bien no es escribir. Una idea bien escrita no queda necesariamente escrita: sencillamente es la foto tamaño carnet de la realidad. Para que una idea no sea olvidada tiene que estar asistida de un espíritu subversivo que permita vulnerar la realidad. Un acto de audacia con fuerte anclaje en las emociones. Algunos lo denominan arte.

Con el cuerpo en máxima tensión, no dejaba de tener en cuenta la distancia inesquivable entre lo que puede ser y lo que es. Cuantas personas como él afrontaran el mismo dilema al intentar decir lo que piensan.

Sus letras y sus ideas no saldrían a hacer camping ante un entorno beatifico con talante comprensivo. Les esperaba un encuentro violento, un choque con el entorno en el cual había escasas posibilidades de sobrevivencia. Con frecuencia los relatos que viven en nuestras cabezas se almidonan, envejecen con implacable rapidez. Las mejores ideas hay que apurarlas en hacerlas salir, porque se endurecen como el pan.
Algunas tienen fotofobia: se eclipsan cuando ven la llegada de la luz.

Su corpus de intenciones, como tantos otros, podía concluir barrido sin misericordia
por las circunstancias. Flotaba sobre su cabeza el destino casi seguro de sus preciados razonamientos y sus historias: los comentarios poco entusiastas, bañados en el almíbar de diplomacia, de amigos y gente cercana; las saetas sardónicas y envenenadas, con seguridad hechas a sus espaldas, de algunos envidiosos que conoce de vista; la cordial indiferencia de las editoriales, la lectura apurada y el comentario de compromiso; las urgencias de la burocracia, el demonio burlón de la critica, la maldición del aplauso y el fantasma de posteridad, que impide a los demás de gozar del derecho elemental de expresarse razonablemente y con libertad.

Ya podía ver el final de sus relatos, - al fin y al cabo atados a una estructura de valores y afectos que el consideraba sagrada- , ultrajados por el juicio soez del carnaval de la calle, trajinados en fiestas, escarnecidos por el arlequín del ridículo, intimidados por la obediencia obligada a los premios, por la maldición del éxito, condenados al olvido por las mentes mas simples. La caída y mesa limpia en el casino del demonio de la suerte, a la espera del próximo usuario que quisiera jugar en la ruleta el delirio de ese fármaco del ego que denominan la fama.

Decidió entonces detenerse. No iba a exponer su obra al juicio temerario y descarnado de la jauría de la humanidad. Sus relatos no merecían un destino semejante antes de nacer. Sus relatos vegetaban suspendidos con plácida tranquilidad en los laberintos de su cabeza y él sabía que eran lo bastante buenos. Eso bastaba.

Pensó que, sobre la faz de la tierra, en las cabezas de muchos, había centenares, miles de ideas, de alquimias, de escenarios posibles, de realidades construidas y por construir, de símbolos y sensaciones, de verdades y transgresiones que nadie conocía. Algunas no serian conocidas jamás, y no por ello dejarían de existir.

Su ejercito de letras, su brigada de palabras, la clave genética que hacia posible sus razonamientos, la combustión que daba estructura a sus ideas, gestada en alguna parte, anotada en la memoria de la especie, como una huella digital, nacida para ser única e irrepetible, como el de todos los hijos de dios, pasaría a engrosar la lista, jamás revelada, alguna vez divulgada, de aquellos que, teniendo algo que decir, decidió guardar silencio.

viernes, 1 de julio de 2011

La historia de un relato que no se escribió jamás

Se enfrentó al reto de plantarle cara a las hectáreas vacías de una hoja en blanco, intimidado, al borde de la nada. Entre él y aquel glaciar disecado de límites precisos había un manojo de criterios, un glosario irregular de imágenes con aspiraciones de estructura, precariamente organizados en un esquema preliminar.

Esas ideas, que pujaban ansiosas por salir, cabalgarían sobre letras, esa particular forma de ponerle limites a la realidad del papel. Las letras eran un misterioso código perdido en la noche de los tiempos, a su manera, también como los números, una clave en secuencia, sobre el cual descansan las verdades reveladas desde el comienzo de la historia. Todo era cuestión de colocarlas en el orden correcto.

Como unidad básica de la clave informativa, las letras eran los maestros de ceremonia de la escenografía que le quería plantear a los ojos del lector. Agrupadas formaban palabras: batallones de letras que, vistas de forma modular, generaban frases y luego ideas.

Cada una de ellas tenía una cualidad sinérgica, que debía estar dotada de la fluidez necesaria para respetar con solvencia las exigencias del libreto: la gracia para regalarle a las gradas una filigrana improvisada, una gambeta que otorgara brillo a las reflexiones, entendida como figura literaria. Debían estar asistidas, además, de la maestría de la brevedad; el sentido métrico, casi musical, de los signos de puntuación, que acarician el discurso; el tono de infidencia del dialogo, la textura hiperreal de la descripción, la divertida transgresión de las onomatopeyas.

Pensó también que, además de la letra como unidad molecular de su discurso, el relato que se disponía a empezar debía tener precisión, esa indescriptible cualidad que otorga el sentido de la secuencia, que es a un relato lo que al cuerpo humano es la hemodinamia: la tensión arterial, la sangre y la savia en el cuerpo humano y la literatura, los elementos colocados en su puesto para sugerir con pertinencia un planteamiento, idear un nudo, hechizar a los ojos ajenos con la omnisciencia, desordenar los átomos temporales de una historia, perdidos en alguna parte y vueltos a ordenar, y sugerir un desenlace.

Los relatos, se decía, mientras mas cortos mejores. Un relato debe tener la eficacia de una canción: debe ser una unidad emotiva susceptible de ser vuelta a leer, limpio y sin fisuras, como una gota de agua. Su estructura debe estar embutida en sus entrañas con precisión de un relojero.

Sus cuentos tenían que estar algo más que bien escritos. Porque, a diferencia de lo que piensan algunos periodistas, escribir bien no es escribir. Una idea bien escrita no queda necesariamente escrita: sencillamente es la foto tamaño carnet de la realidad. Para que una idea no sea olvidada tiene que estar asistida de un espíritu subversivo que permita vulnerar la realidad. Un acto de audacia con fuerte anclaje en las emociones. Algunos lo denominan arte.

Con el cuerpo en máxima tensión, no dejaba de tener en cuenta la distancia inesquivable entre lo que puede ser y lo que es. Cuantas personas como él afrontaran el mismo dilema al intentar decir lo que piensan.

Sus letras y sus ideas no saldrían a hacer camping ante un entorno beatifico con talante
comprensivo. Les esperaba un encuentro violento, un choque con el entorno en el cual había escasas posibilidades de sobrevivencia. Con frecuencia los relatos que viven en nuestras cabezas se almidonan, envejecen con implacable rapidez. Las mejores ideas hay que apurarlas en hacerlas salir, porque se endurecen como el pan.
Algunas tienen fotofobia: se eclipsan cuando ven la llegada de la luz.

Su corpus de intenciones, como tantos otros, podía concluir barrido sin misericordia
por las circunstancias. Flotaba sobre su cabeza el destino casi seguro de sus preciados razonamientos y sus historias: los comentarios poco entusiastas, bañados en el almíbar de diplomacia, de amigos y gente cercana; las saetas sardónicas y envenenadas, con seguridad hechas a sus espaldas, de algunos envidiosos que conoce de vista; la cordial indiferencia de las editoriales, la lectura apurada y el comentario de compromiso; las urgencias de la burocracia, el demonio burlón de la critica, la maldición del aplauso y el fantasma de posteridad, que impide a los demás de gozar del derecho elemental de expresarse razonablemente y con libertad.

Ya podía ver el final de sus relatos, - al fin y al cabo atados a una estructura de valores y afectos que el consideraba sagrada- , ultrajados por el juicio soez del carnaval de la calle, trajinados en fiestas, escarnecidos por el arlequín del ridículo, intimidados por la obediencia obligada a los premios, por la maldición del éxito, condenados al olvido por las mentes mas simples. La caída y mesa limpia en el casino del demonio de la suerte, a la espera del próximo usuario que quisiera jugar en la ruleta el delirio de ese fármaco del ego que denominan la fama.

Decidió entonces detenerse. No iba a exponer su obra al juicio temerario y descarnado de la jauría de la humanidad. Sus relatos no merecían un destino semejante antes de nacer. Sus relatos vegetaban suspendidos con plácida tranquilidad en los laberintos de su cabeza y él sabía que eran lo bastante buenos. Eso bastaba.

Pensó que, sobre la faz de la tierra, en las cabezas de muchos, había centenares, miles de ideas, de alquimias, de escenarios posibles, de realidades construidas y por construir, de símbolos y sensaciones, de verdades y transgresiones que nadie conocía. Algunas no serian conocidas jamás, y no por ello dejarían de existir.

Su ejercito de letras, su brigada de palabras, la clave genética que hacia posible sus razonamientos, la combustión que daba estructura a sus ideas, gestada en alguna parte, anotada en la memoria de la especie, como una huella digital, nacida para ser única e irrepetible, como el de todos los hijos de dios, pasaría a engrosar la lista, jamás revelada, alguna vez divulgada, de aquellos que, teniendo algo que decir, decidió guardar silencio.

jueves, 16 de junio de 2011

Retrato hablado de un pichirre contemporáneo

Un pichirre no es aquel que no gaste la plata. Entre la espesura de la cotidianidad, disuelto entre tantas otras variables informativas que ofrece el entorno, podemos distinguir la existencia de un pichirre cuando constatamos que le duele el dinero. No es lo mismo.

El pichirre, por el contrario, contraviniendo en secreto una opinión muy extendida que sobre él se ha tenido por siglos, puede ser, incluso, un tipo derrochador. Se sabe gastar sus reales como es debido. Lo que pasa es que las condiciones las pone él: cómo, cuándo y dónde. Quedó dicho: sus reales. El pichirre se gasta el dinero en sus términos.

Para hacerlo, normalmente todo pichirre promedio tiene un objetivo estratégico que supera con holgura las bagatelas del entorno de sus amigos y los compromisos sociales inevitables. Como no puede, o no quiere, revelar su secreto, normalmente se excusa con modalidades prefabricadas ante el peligro del dispendio. Hay una universal: “esta pelando”.

Los pichirres, por lo tanto, son personas bastante reservadas. No son, necesariamente, malas personas. Un pichirre hace concesiones, cede parcelas afectivas, se preocupa por los demás y le presta toda la atención requerida a sus afectos y amistades.

Persiste, sin embargo, en un rincón de su espíritu, una actitud atrincherada, una especie de coraza, un dominio inexpugnable, una especie de placenta emocional, en la cual no entra prácticamente nadie. Ahí, en ese oasis tibio, y sin la presencia de extraños con los cuales tener que compartir los reales que le pertenecen, se ubican sus secretos, pero sobre todo, sus planes estratégicos: esos en los cuales sí se va a gastar el dinero. Es cierto: el pichirre “está pelando”. Para salir, no hay plata. O no hay mucha. Pero la plata existe: los fines serán otros.

La literatura universal ha descrito con acierto los perfiles más antipáticos de la avaricia clásica: sujetos miserables y solitarios; que le pueden regatear bienes incluso a sus hijos, trabajan exclusivamente para su causa y no sienten obligaciones morales con nada ni nadie. A este respecto, Honoré de Balzac pudo hilar muy fino en Eugenia Grandet

Los tiempos han cambiado. El pichirre contemporáneo rara vez perderá el decoro y no será pillado en falta reprochable cuando toca salir peinado en la foto en materia de obligaciones morales o desembolso de recursos. Los pichirres de hoy cuidan su prestigio: jamás se negarán a pagar o a argumentar frente a los demás que no tienen dinero cuando tienen que consumir. Sobre todo si ya hubo acuerdo en torno al lugar en el cual se comerá o beberá.

Para que no haya equívocos, dilemas de esa naturaleza se resuelven colocando sobre la llegada de la cuenta una atención casi militar. El dictamen de una cuenta, hecho el quirúrgico desglose correspondiente de lo que se ha comido y bebido, jamás podrá ser interpretado de forma laxa por cualquier pichirre depurado. Aquí la amabilidad tropical desaparece: los números son los números. Lo que diga la cuenta tendrá las características de un mandamiento divino: es lo que diga la cuenta y ni un centavo más. Porque la sensatez del pichirre respecto al dinero y las eventualidades del futuro alcanza en estos casos niveles obsesivos. Jamás sucederá es que un pichirre coloque dinero de más. Ni por confusión.

Al pichirre le duelen los reales. Puede sacar a un amigo de apuros, cederlos, prestarlos, arrendarlos, pero invariablemente los cobra. Distinguimos la existencia de un pichirre clásico cuando no tiene el menor empacho en tener una pelea por dinero.

Se ha dicho que un pichirre puede quedar calibrado porque, llegado el momento del pago, no desenfunda el dinero a tiempo. “No saca temprano”. A decir verdad, es un denominador común que tiene una continuidad de varias décadas. Clásicos o modernos, persiste un rictus, una renuencia aprendida, un leve disgusto, un pasivo emocional, una lentitud que guarda relación con una dolencia, macerada por siglos en infinidad de eventos contables anteriores, que describen el comportamiento de todo pichirre a la hora de pagar.

El pichirre estira su humanidad y mete dolorosamente el brazo para hurgar algo de dinero en el bolsillo o la cartera. Su cuerpo girará ligeramente como un péndulo, de izquierda a derecha, en busca de los centavos que lo hagan honrar su compromiso. Si tiene suerte, el lapso será suficiente para que otros, que no tienen dolencias de ese tipo y sí saben sacar la tarjeta en el lapso aceptado, se decidan a invitarlo. El mascullará unas “gracias”, con discreto silencio, no demasiado interesado de que se note que el nudo planteado se ha decantado a su favor.

La observancia, digamos que clínica, a los mandatos de la cuenta trae algunas ventajas adicionales. Nadie tiene por qué ser victima de esos niveles desproporcionados de austeridad, que en todo caso son personales, piensa todo pichirre socialmente responsable. Está pensando en sus planes estratégicos –un crucero, un carro, un juego de corbatas o una lavadora. Ser pichirre con los demás a estas alturas no le queda bien. Se dispondrá, entonces, a inmolarse en pos de su propia causa: será pichirre consigo mismo. Es su vida ¿Quién se lo puede objetar?

La cuenta irá pasando de manos, van y vienen billetes de 20. Los insumos se cotejan con el mesonero, vuelan las preguntas sobre cheques conformables, tarjetas de débito y números de clave. En el rincón de la mesa, celoso custodio de su bajo perfil en estos trances, llegado el momento de aporte, tendrá en sus manos un argumento inobjetable: se ha consumido sólo dos cervezas en las cinco horas que duró la velada. Por él no se preocupen. Procederá a pagarlas y se retirará discretamente.

sábado, 7 de mayo de 2011

política para culturosos

(ensayito publicado en el portal prodavinci.com)


I

Ha sido la política, desde que comencé a hacer periodismo, - y antes, y después- la fuente que la mayoría de los licenciados en edad de merecer deseaba evitar. No siempre un egresado universitario que busca trabajo está en condiciones de tomar decisiones sobre aquello que no quiere hacer, pero lo cierto es que, entre mis compañeros de generación, el hecho público nacional siempre fue visto como un aburrido reducto de pugnas y zancadillas, en el cual se cuecen toda suerte de chismes intrascendentes, y donde, proclamando las consignas más elevadas, se urdían las más sórdidas conspiraciones y actos de corrupción más deleznables.

No era aquel un rechazo siempre expreso, pero era obvio que para aquella generación, mi generación, que asistía al comienzo del ocaso de su primer ensayo democrático, y que galvanizó su conciencia universal en la eclectitud de la posmodernidad, la sola palabra política era un estigma. Una sospecha, salvo prueba en contrario, de interés con fines inconfesables.

Tales apreciaciones, por supuesto, se extendían hacia los políticos: personajes opacos y sin formación, promotores de discursos aprendidos de memoria, a los cuales nada se les podía creer, responsables únicos, con sus triquiñuelas y maniobras, de los males de la ciudadanía. Sujetos, además, chapuceros e incultos, capaces de cambiar de discurso como se cambia de sombrero, irremediables perseguidores de votos y prebendas.

Puede que antes de 1990 las cosas fueran distintas, pero lo cierto es que, con sus excepciones, los profesionales recién egresados que ingresaban a los periódicos procuraban desempeñarse en cualquier otra área del universo informativo que estuviera disponible. Había, a estos efectos, muchas opciones. Farándula y cultura de masas; economía, negocios y estrategia; deportes; sociedad e información genérica. Con todas era posible perfumarse de buen gusto social y credibilidad profesional. Todo, menos “la ladilla” de enrolarse en la cobertura de la doméstica política local. En mi entorno cercano, el desplazamiento discurría hacia la cultura como un desiderátum natural.

II

De forma ambigua, algo acomplejado por las circunstancias, participé en el asco a la política como un sarampión generacional. La política era una pava; no había pecado más condenable que pretender “politizar” un tema. Politizar un tema era conspirar contra su estética, adulterarlo, colocarle a sus cuadrantes imperativos indeseables.
De eso se ocupaba la gente fastidiosa y con sospechosas intenciones ulteriores. El campo político era estéril, sin ningún brillo “pop”, perfecto para personas sin swing y sin estilo.

Los debates universitarios, los ciclos de cine, los encuentros estudiantiles, los conciertos musicales. Lo “cool” era desplazarse alternativo, desentendido, escéptico, vinculado a los mass media, yendo al cine, intercalando fiestas, citando poesía. No hubo en aquellos años cascarones vacíos de acabado más completo que los centros de estudiantes: los reductos de la política icónicos en la educación superior, alguna vez, como se sabe, hervidero del compromiso militante y las ideas en ebullición.

En mi caso, tal pretensión se extendió durante los primeros años de vida laboral: Letra G, el dominical de El Globo; Radio Capital, y Letras, el periódico universitario. Todavía hacia 1997 abrigaba la esperanza de poder hacer periodismo sin tener que toparme con el dilema de enfrentarme a la política como fuente.

III

La situación descrita por supuesto que no fue obra de la casualidad, ni es un artificio producto de un esnobismo generacional. Desde los años setenta se fue produciendo en occidente, conforme se apagaba el utopismo de la década anterior, un lento desplazamiento en torno a los intereses de las élites y una nueva metabolización de los valores de la vanguardia. Una modificación en la percepción de los objetivos del poder y un progresiva decadencia de las ideas y los partidos con visiones totalizantes de la sociedad.

Fue este un proceso que conoció una brusca precipitación con la caída del Muro de Berlín y el fin del comunismo. La llegada de la posmodernidad se encadenó con la expansión de las comunicaciones y la digitalización de las sociedades. La palabra política perdió significado y peso especifico. Nacían nuevos oficios; la información, como la comunicación, no ha hecho sino expandirse, la comprensión de la realidad adquirió otras herramientas. Hay nuevas maneras de influir en el tejido social, de potenciar talentos y de hacer realidades las aspiraciones personales. Piénsese por un momento que carreras universitarias como Trabajo Social, Sociología, Diseño Gráfico, Telecomunicaciones, Administración Empresarial o Comunicación Social, por sólo nombrar algunas, eran muy escasas, cuando no inexistentes, aún bien entrado el siglo XX.

La contemporaneidad redimensionó por completo, como nunca antes, la relación de los hombres con el entorno. En un momento como éste, Yoanni Sánchez, sin ser exactamente un político profesional, desde un blog que la hecho universal y una cuenta personal por Twiter, hace tanto, o más, por su causa, que cualquier formación partidista cubana del exilio.

Ahí está Facebook, y está Tuiter: este ámbito virtual revolucionario, subversivo y con propiedades efervescentes, en el cual se polemiza y se conversa, y donde una idea libertaria puede mutar en entornos fértiles para hacer realidad milagros como el de Egipto.

Se fortalecieron los grupos de presión: espacios para desarrollar el compromiso colectivo y la responsabilidad ciudadana sin perder la autonomía y la libertad de conciencia: el “single issue”, del que hablaba Anthony Giddens, hace posible que cualquier persona desarrolle sus inquietudes cívicas y se organice para hacer posible sus aspiraciones en torno a temas específicos, sin tener que ocupar cargos públicos y sin ejercer el poder. Organizaciones como GreenPeace, Amnistía Internacional, Sos Racismo, o, en Venezuela, Cofavic y Provea.

Se potenciaron nuevos espacios para asumir posiciones en el entorno con un motor de navegación propio. El célebre “fin de los grandes discursos” que trajo la ultima parte del siglo XX, vigente aún en el mundo en el mundo de hoy, abolió por completo la figura del compromiso. La “ética indolora de los nuevos tiempos democráticos”, invocada por Gilles Lipovetsky: el ciudadano relativamente desentendido, comprometido apenas en un listado de criterios mínimos, centrado ante todo en sí mismo, que rige en los tiempos de hoy.

En la vida moderna, las corporaciones y su espíritu organizacional, sobre todo en los años noventa, colonizaron las maneras de organizarse en sociedad, le disputaron a la esfera pública su influencia en la ciudadanía y modificaron viejos paradigmas: ya no hay direcciones nacionales ni secretariados, sino “misión, visión y valores”.

Dejó de ser necesario, como lo fue alguna vez, estudiar derecho e inscribirse en un partido para lograr pertinencia social o apalancar aspiraciones personales.


IV

No se trata de un denominador común, pero el asco a la política como concepto y como oficio encuentra en el terreno de la cultura un interesante y paradójico matiz. Ha sido este un comportamiento verificable, en mi caso, en el tipo de reporteros que ingresaban a la fuente, casi todos renuentes a su comprensión y con un respingo de desdén ante el tema, pero claro que la desavenencia tiene raíces extensas, larguísima tradición y expresiones muy concretas.

Porque lo cierto es que se expresa en sus periodistas, los periodistas de cultura, pero ellos, como sucede con todos, lo único que hacen es ser espejos refractarios del espacio noticioso que éste comprende. El mundo cultural – y el científico, y el artístico, y el deportivo, pero sobre todo el cultural- suele apalancar buena parte de sus necesidades trabando con el universo político -pero sobre todo con el poder político- una relación que, aunque necesitada, ha estado terriblemente problematizada en virtud de la tutela que éste criterio ha ejercido sobre el desarrollo de aquel en los autoritarismos y dictaduras. Incluso de el subsidio condicionado que se ofrecen en algunas democracias.

Pintores, escultores, curadores, directores teatrales y actores, poetas, bailarines, decoradores, cineastas y críticos de cine. Una afirmación en coro, pretendidamente inocente: “yo no soy político”. A mí con esa gente no me junten.

Jamás ha dejado de ser una constante dejar sentado un deseo, tácito o expreso, de lejanía: que no les contaminen el trance, que no les “politicen” el contexto, que no estorben sus procesos creativos cambiándoles el tema, que no enanicen sus encuentros con la creación y el devenir humano con la palabra política: con sus vericuetos, sus problemas, sus indeseables consecuencias al remolque. Esas diatribas despeinadas y ausentes de modales, todas portadoras de dilemas sin solución, de cargas indeseables que vienen a traer terceros: el anticlimax de un individuo que está buscando un legítimo encuentro con las musas. “No politicen la cultura!” han afirmado en el pasado gestores del ramo que no saben nada ni de una cosa ni de la otra.

El acto creativo, se argumentará, precisa del albedrío individual. Es una fuga, una decisión legitima: evadirse para encontrar en el encuentro con el arte la liberación personal que potencia la magia de la creación. Desprenderse. Habitar, por cuenta propia, terrenos fértiles en universos paralelos. Eso que se le atribuye a T.S Elliot refiriéndose a sí mismo: “soy parte de esa humanidad que no soporta demasiada realidad”.

V

Lo cierto es que, a pesar de los desdenes vaporosos y las posturas de moda, no hay plataforma de acceso más fiable al universo de la cultura que un criterio depurado sobre el significado de la política. Si entendemos por cultura la apropiación del hombre sobre los elementos de la naturaleza; la prolongación de sus anhelos y la interpretación del entorno a partir de sus propias necesidades.

La renuencia al servicio militar, la ecología hecha una causa, las posturas de vegetarianos y veganos, fenómenos como el nacionalismo y la xenofobia, el visado forzado a los países del tercer mundo, el costo de la seguridad social, el fenómeno retro, las ligas en defensa de los derechos humanos, el integrismo musulmán, todo el debate de la globalización, la sobrepoblación de ciudades, el precio de la comida.

Eso es cultura, y es política, de acuerdo a como la entiende Savater: el hombre interactuando con sus semejantes, procurando hacer realidad sus aspiraciones, creándose problemas para vivir mejor, cuestionando y reinventando las instituciones que ha diseñado para perpetuar sus ideas.

La cultura y la política encuentra un nudo inextrincable en una palabra clave: el contexto, un filamento que está incrustado en ambas nociones. Cualquier ciudadano que salga de su casa y rompa su fuero domestico entra en contacto con la idea de civismo: el criterio donde se encuentran, se funden y se hacen fuertes la política y la cultura.

Un ejercicio cultural tan rutinario y doméstico como viajar, por ejemplo, tiene, hasta para el más desprevenido de los turistas desinteresados en la política, un tropel de información sobre el entorno. Casi todos sus contenidos, aunque él no lo sepa, serán políticos: qué idioma se habla en el país visitado; cuales son sus ciudades; quién su presidente; cuál su religión y cuáles sus problemas y cuáles sus costumbres.

La ecuación se puede replicar a todas las actividades del devenir humano: pintura, arquitectura y bellas artes; literatura; gastronomía y moda; música popular e incluso académica. Los artistas están facultados a secuestrarse, si lo desean, en torno a su universo personal y sus prioridades individuales; la vida de los partidos políticos, sus pugnas y zancadillas puede que no nos interese del todo, pero lo cierto es que, con una enorme frecuencia, es el problemático entorno, sus nudos y sus acuciantes interrogantes, los dilemas del hombre organizado en sociedad, el que envía el combustible necesario para darle vida a las corrientes artísticas.

Ese es el vector que ha inspirado a las reflexiones sobre la soledad en los nodos urbanos en La Nausea y El Lobo Estepario; a la obra de Orwell; a lienzos como Guernica; a la Generación del 98; al Himno a Alegría de Beethoven; a los mejores largometrajes del nuevo cine alemán.



VI


La palabra política y su significado lato ha perdido un notable peso específico en la vida de todos, pero buena parte de sus valores intrínsecos y de sus contenidos se han expandido como una granada fragmentaria dentro del tejido social gracias a la masificación de las comunicaciones de masas del mundo de hoy. Sus esquirlas han inundado la cotidianidad de todos, y le confieren, como nunca, un valor añadido al mundo de la cultura y las ideas.

Ha llegado la hora de que ajustemos el foco: a la palabra política le debemos el mismo respeto que a la palabra cultura. Sin ella no será posible el reinado y el progreso de los seres humanos sobre la tierra.

La aplastante mayoría de las aprehensiones a la palabra política tienen lugar cuando le atribuimos a la política los excesos y extravíos del poder político. Son concepciones asociadas, que pisan un terreno que le es afín, pero claro que no es lo mismo. La política esencial siempre tendrá un vínculo con el poder, pero la política es una propiedad disuelta en las calles.

El ejercicio del poder, la conformación de gobiernos, la creación de partidos, la política hecha una técnica, tal como la concibió Maquiavelo: ese es punto en el cual las reflexiones deslumbrantes de la teoría y los sueños más hermosos le ceden el escenario a las maniobras y las zancadillas. La política como una palanca para ejercer el dominio sobre los hombres. Tiene el asunto, ciertamente, un costado grotesco. Constituye una especie de fatalidad a la que habrá que atenerse mientras queramos organizarnos en sociedades y el ser humano continúe evidenciando sus imperfecciones. Habrá que tomar prestada aquella frase de Borges: “me molesta que haya gobiernos, aunque en éstos días parece necesario”

La sordideces de los gobiernos y sus cargos, la vanidad ante el disfrute sensual del poder, la codicia y la corrupción, no son, por lo demás, privativas exclusivas de los gobiernos o falencias atribuibles sólo a la función pública: son fácilmente apreciables en todos los ámbitos de la vida, incluyendo los ámbitos privados, esos que cierta propaganda sibilina nos vende como eternamente responsables y sacrosantos. Los gobiernos suelen ser electos y tienen que rendir cuentas sobre lo que hacen: en las empresas la democracia no existe Manda el dueño; sus intereses son muy específicos, su capacidad para presionar muy amplia y su vocación autocrítica muy discutible.
Las taras descritas incluyen también el ámbito cultural y el doméstico. Trapisondas, maniobras, adulancias y dobleces; intereses particulares convertidos en imposición. En pos de un cargo, en pos de un sueldo, en pos de un papel. En pos de un enemigo. Los males universales de la humanidad.

Sin políticos y sin partidos no hay racionalidad social posible. Sin política, la cultura, sus exquisiteces y sus melindres comenzarían a resquebrajarse. Un mundo sin política es un mundo sin aspiraciones, y un mundo sin aspiraciones es un mundo sin conflictos. Las sociedades sin conflictos viven en dictaduras.