miércoles, 8 de diciembre de 2010

El último dia de John Lennon

John Lennon había pasado varios días trabajando de forma compulsiva en la producción del single de Yoko Ono, Walking on thin ice. El descanso dominical preparó la escena para un lunes que lo tenía de muy buen humor. Un día laboral con sensación de finalidad cotidiana, de esos que iban a abundar ahora que regresaba a la escena musical luego de cinco años de retiro voluntario.
Double Fantasy, el álbum que recién sacaba a las ventas el 18 de noviembre anterior, caminaba hacia el puesto número diez de las ventas. El regreso a los estudios lo había dejado feliz; muy poco después de concluido el trabajo ya estaba de regreso para grabar nuevo material –contentivo del póstumo Milk and Honey- .
Desayunó en el Café la Fortuna, en la cuadra siguiente de su casa, (cerrado cuatro años atrás, está ubicada ahora ahí una Ferretería) y regresó a su casa para atender a la fotógrafo Anne Lebovitz. Con ella se tomaría la futura portada de Rolling Stone que lo tiene desnudo en posición fetal al lado de Ono, además de otras posteriores: la que lo retrata descalzo en un sofá, visible en el antología “The John Lennon Collection”, y la que lo muestra con aspecto de Teddy Boy: chaqueta de cuero y tejanos, botas; el corte de pelo al estilo Elvis que se había hecho el sábado anterior.
Por la tarde recibió a unos periodistas y djs de la emisora RKO de San Francisco. Un Lennon de habitual conciso y socarrón, estuvo especialmente elocuente y encantador. Conversó tendido sobre los años sesenta y su generación; sobre el feminismo y las demandas sociales; sobre las macabras profecías de la cultura de masas que no terminan de cumplirse. “Nunca habrá Apocalipsis. Eso no va a ocurrir”. Sobre los Beatles y Yoko Ono. Sobre la importancia de proyectar el lado positivo de la vida. Sobre el futuro. “Tenemos hecho un disco; ya hay suficiente material para el segundo y canciones para un tercero. Queremos editar al menos un trabajo por año” A las 5 de la tarde partió a los estudios Record Plant para terminar las mezclas de la canción de Ono.
El invierno comenzaba: a esa hora ya oscurecía. Cuando iba a abordar su limosina, Lennon fue abordado por un puñado leal de fanáticos que siempre se acercaba a fotografiarlo. Uno de ellos, llegado de Texas, oriundo de Hawaii, era desconocido para los demás: Mark Chapman. Había estado merodeando el edificio desde el viernes anterior. Le acercó de forma silenciosa un acetato a Lennon; este se lo firmó con toda normalidad. Paul Goresh, un fiel admirador que había hecho amistad con Lennon y que lo había fotografiado incontables veces mientras entraba y salía de su casa, tomó una instantánea de la firma. Goresh y Champan habían tenido una escaramuza verbal el sábado anterior, mientras esperaban ver a Lennon sin éxito. “¿Traía yo el gorro puesto?” preguntó luego de la foto mientras Lennon ya estaba dentro del automóvil. “Nadie en Hawaii se va a creer esto.” Goresh y los otros fans se retiraron del edificio hacia las 8. Champan dijo que prefería esperarlo para verlo regresar.
Lennon, Ono y Jack Douglas trabajaron duro y completaron la encomienda del single pasadas las diez de la noche. Reinaba una auténtica sensación de satisfacción. “Acabas de terminar tu primer número uno”, le dijo John a Yoko. La pareja deliberó un rato si pasaban por algún restaurante a cenar. Lennon dijo que prefería ir a casa: su hijo Sean estaría por acostarse.
A diez para las 11, la limosina ya estaba de vuelta aparcando en la entrada de los portones abiertos del Dakota. Pudieron haber entrado al edificio con el carro, pero, como en muchas otras ocasiones anteriores, bajaron en la calle. Ono descendió primero. Lennon, cargando las cintas de Walking on thin ice, salió por el lado izquierdo del auto y tuvo que caminar más.
Habiendo traspasado la entrada, escuchó un leve susurro. “¿Mister Lennon?”. Este volteó y colocó el foco de su mirada miope en la oscuridad. Ya en posición de combate, a metro y medio de distancia, Champan le disparó cinco tiros: dos entraron por la espalda y salieron por el pecho; uno le tocó el cuello, los otros dos lastimaron su hombro izquierdo.
En los primeros segundos, Ono no se dio cuenta de que su esposo estaba herido: lo veía a contraluz y éste seguía caminando hacia ella. “Me han disparado”, aulló Lennon, antes de caminar desesperado hasta la caseta de vigilancia, en la mitad del pasillo, y desplomarse por completo. Ono no paraba de dar alaridos. Los vigilantes llamaron frenéticos a la policía, que apareció apenas a los cinco minutos. Champan se había quedado de pie frente al edificio. Soltó el revolver y leía The catcher in the rye (el Guardian entre el centeno), el libro que, según confesara después, le inspiró a cometer el crimen. “¿Sabe usted lo que acaba de hacer?” le grito alterado el portero Jay Hastings. “Acabo de matar a John Lennon”, le respondió. Cubierto con una chaqueta, Lennon apenas estaba consciente: intentó hablar y vomitó una substancia carnosa. Otra patrulla llegó inmediatamente. Los funcionarios le quitaron la chaqueta del vigilante y, contra los deseos de Ono, voltearon su cuerpo boca arriba para poder cargarlo. “No ví más que rojo”, declaró después David Moran.
Chapman fue apresado y Lennon llevado a toda velocidad al Roosvelt Hospital. Varios transeúntes pudieron ver como el superastro era cargado hacia la patrulla con la boca sangrante. En el otro automóvil, Ono no paraba decir “No es verdad; díganme que no es cierto”. Con aquella leyenda en sus rodillas, el inspector Anthony Palma, acompañado de Moran, le susurró al oído “¿sabe usted quien es?” Lennon asintió levemente.
En la emergencia del hospital, el jefe de la guardia, Sthepen Lynn, fue notificado: John Lennon acababa de ser tiroteado. Recibió un sujeto sin lentes, despeinado, bañado en sangre, sin pulso y sin respiración. No se lo creía. Su desconcierto fue tal, que le registró la cartera para asegurarse: pudo ver su identificación y los mil dólares que llevaba. Llevaba la misma chaqueta de cuero y el sueter negro que lo retrataba sonreído y lleno de vida cinco horas antes. Trabajaron duro durante 20 minutos intentando resucitarlo con electroshock. La verdad es que, al ingresar, ya había muerto. Eran las 11 y media de la noche.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Sobre Mario Vargas Llosa

Lo que más le admiro a Mario Vargas Llosa es que se atreve a equivocarse. No opina el ahora Nóbel peruano prevalido de su prestigio como escritor ni desde el Olimpo de su bien ganada respetabilidad. No esconde lo que le molesta, no teme ser refutado, no le importa despeinarse, no elude la comprensión de ningún tema. No pide salvoconductos para asumir el riesgo –trocado en responsabilidad- de mojarse: desenvaina su espada cuando lo considera necesario, siempre dispuesto a correr el riesgo de que su investidura salga salpicada en el combate.

Tampoco busca, por suerte, la guarida de ciertos intelectuales y héroes de masas de ésta hora, habitualmente vinculados a la industria del entretenimiento. Estos que sistemáticamente dejan pasar circunstancias enojosas, pendientes únicamente de ser mimados por el público para hacer realidad la imposible encomienda de que todo el mundo los quiera mucho.

Personajes a los que, paradójicamente -por tratarse de personas leídas-, “les fastidia la política”, que le tienen pánico a los incordios, para quienes la cultura constituye una suerte de arreglo floral y los entornos problemáticos que viven otros son sencillamente un estorbo. Demasiado pendientes del aplauso inmediato.

Pienso que el de Vargas Llosa es un atributo consecuencia directa de una exigente ética persona, resultado de un robusto ejercicio intelectual con anclaje en todos sus extremos. Si algo no hace Vargas Llosa es callarse. La aproximación a la comprensión del devenir humano en los términos que, personalmente, estimo correctos: la política como plataforma más fiable al hecho cultural. La ruptura con el fuero doméstico; el interés en el hecho público; la convicción de que es necesario formar parte de la solución, la fe inquebrantable en el futuro de la espacie humana a partir de la apropiación armónica de los elementos de la naturaleza. En su puesto, y articulados a la perfección, la concordancia entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que se hace.

Todo lo cual, además, ha hecho de Vargas Llosa, a más del escritor sobresaliente que todo el mundo conoce, un brillante reportero. Entre sus muchos atributos, es éste un costado más bien poco comentado de su perfil público. Se filtra de manera a veces evidente en sus obras: para muchos, la Fiesta del Chivo, acaso su mejor novela, es, ante todo, un gran reportaje de investigación.

Y aunque podría hacerlo, no se aproxima a la realidad este escritor únicamente desde hoteles parisinos ni desde los nada arriesgado dominios de barriadas como Soho o Lavapies. Como sabemos, son éstos los espacios favoritos de ciertos sectores progresistas de caviar, algunos de ellos periodistas, irónicamente los críticos más fieros de las posturas del ahora Premio Nobel. Portador involuntario de una insaciable curiosidad, ha hecho Vargas Llosa lo necesario par trasladarse a la Franja de Gaza, a Bosnia a Sudáfrica, para enterarse de primera mano sobre lo que en estos parajes sucede y ofrecer unas impecables crónicas de dominios perturbados y llenos de tormento, en los cuales se jugaron y se juegan algunos de los dilemas de la humanidad en ésta hora.

En lo obtenido a partir de estas indagaciones, no ha tenido Vargas Llosa remilgos en elaborar contundentes alegatos en contra del proceder de algunos estados con los cuales tiene amistad, como sucede con Israel. Ha sido gracias al testimonio de una pluma que está libre de cualquier sospecha que buena parte de la opinión pública universal, acostumbrada a las reflexiones binarias y las simplezas, ha podido comprender en su total dimensión las atrocidades cometidas por el estado judío en Gaza y Cisjordania invocando la lucha contra el terrorismo. No ha sido obstáculo su declarada amistad con el sionismo ni su relación personal con algunos primeros ministros hebreos para colocarse en la delicada misión de decir la verdad y denunciar lo punible. Los reportajes de la Franja de Gaza, junto a los de la Guerra en Bosnia, han sido de los más completos y deslumbrantes que me he leído en toda mi vida.

Se le acusa a Vargas Llosa se “ser de derecha”. Pues desde donde se ubique, aunque sea a la derecha, ha sentenciado con una claridad superior a la de cualquiera no sólo a los Castro y a los Ortega, sino a Pieter Botha y al Augusto Pinochet. Al Pinochet que sí aplauden a escondidas ciertas frivolidades empresariales. No podemos decir lo mismo de algunas vocerías que están a su izquierda: retratistas que se derriten ante hombres fuertes incapaces de llamar a las cosas por su nombre para seguirle rindiendo tributo a los delirios de la adolescencia.

Muchas veces me ha irritado Vargas Llosa. También yo he sido uno de sus críticos. Con una frecuencia apreciable no estoy de acuerdo, o no estoy del todo de acuerdo, con lo que dice. Sus colofones no dejan de parecerme reiterativos, a veces me parece que su apasionamiento lo lleva a cometer torpezas graves. Su neoliberalismo parece irremediable y su convicción en la obra terapéutica de los mercados ha sido contestada una y otra vez por los efectos de la realidad.

Nada de esto me impide afirmar, sin embargo, que estamos en presencia, no sólo de un gran novelista, sino de uno de los intelectuales más completos de la contemporaneidad.

Un comportamiento público que constituye una semblanza a la comprensión de la libertad. Como el mismo lo diría: de los desafíos de escoger en la vida la cultura de la libertad.

jueves, 18 de noviembre de 2010

El Cine Nacional y su Hora Cero

También yo creo que la Hora Cero es una muy buena película. La encomienda de sus actores es cumplida de manera brillante; los detalles técnicos son sobresalientes; algunas secuencias en la calle –especialmente la primera persecución- tiene una factura que, en mi modesto criterio, están ejecutada con maestría.

Son sobrepasadas cotas previas del cine nacional. Felizmente, queda confirmada una clara tendencia al crecimiento de historias y propuestas.

Entre sus actores, el elenco que encarna a la banda de malandros que perpetra el secuestro debe llevarse todos los aplausos del proyecto. Caminaron de la mano de un guión cruzado de giros hilarantes, que discurren con mucha solvencia en medio de la tragedia. Es un film emocionante, con un guión que se hizo creíble y logró salir relativamente airoso de los nudos que le planteó al público.


Recrea La Hora Cero a dos sucesos que efectivamente tuvieron lugar en la Venezuela de los años 90. La huelga general de los médicos de finales de 1996 y la toma de rehenes del Urológico San Román, unos meses antes. Dos episodios infelices, que recrean la decadencia de la Venezuela contemporánea y el lento colapso de eso que ahora llamamos la IV república.

Yo no puedo dejar de advertir, sin embargo, cómo de un tiempo a esta parte, a los directores del cine nacional –y eso incluye al de está película- se les nota el apuro por retratarse peinados frente al lente del gobierno. Observo demasiado celo en obtener 20 en conducta en esa boleta que expide el Ministerio de la Cultura.

Recapitulemos: un escuadrón de policías extorsionados por un político sin escrúpulos, capaz de mandar a matar al hijo que concibió con una doméstica a la que desprecia como si fuera un animal, todo con el objeto de que su esposa no se entere de sus andanzas. Una banda de malandros que termina conformando un elenco de justicieros y provocan una poblada frenética; unos médicos clasistas, ocupados únicamente de sus honorarios. Unos periodistas prostituidos, capaces de entregar su dignidad por una noticia, con una presentadora de televisión amarillista que cambia de postura conforme recibe órdenes de los poderes fácticos.

Demasiadas caricaturas, demasiadas simplificaciones ofensivas al mismo tiempo. Parecen éstas reflexiones de Farruco Sesto. Un atajo de simplezas y ardides folletinescos disueltos en un film que, - repito, porque no lo dudo- tiene indiscutibles meritos formales.

Se argumentara que se trata ésta de una obra de ficción. No lo es: no sólo son los sucesos que inspiran la historia hechos comprobadamente ciertos, sino que son múltiples las insinuaciones y guiños que le hacen las instituciones, cuerpos policiales y canales de televisión a la realidad. Comenzando por la toma que relata las notas de prensa del comienzo.

El ejemplo de La Hora Cero no es aislado. Todo lo contrario: es sintomático. No es la primera vez que uno va al cine de forma desprevenida, feliz ante la buenas nuevas que, de un tiempo a esta parte, viene ofreciendo el cine nacional, para toparse, encapsulados y disueltos en una historia convincente, éstos ardides recalentados de encapuchado sin oficio.

El régimen anterior cometió toda suerte de tropelías, eso nadie lo discute. Es una realidad con pruebas tangibles: no tendríamos en un ministerio de la Cultura a un sujeto como Sesto de no haber tenido la infeliz sucesión de gobiernos del tiempo reciente. Una cosa es consecuencia de la otra.

Pero el régimen anterior, al menos, estaba dispuesto a examinar sus miserias y las del país sin imponerle a nadie cánticos alegóricos como condición previa. Todo lo contrario: la guanábana aprobaba en el viejo Congreso Nacional recursos para financiarle las reflexiones a Román Chalbaud y a Rodolfo Santana. Dicterios descarnados, con frecuencia muy ciertos, que llegaban a la ofensa personal. Yo me pregunto si un gobierno como éste, que le encanta posar de libertario, sería posible presentar en cartelera una versión a la inversa de, por ejemplo, un panfleto tan ausente de disimulos como Amaneció de Golpe.

¿Qué tal una película sobre la lista Tascón; sobre la obediencia debida en la administración pública; sobre los matones que amedrentan a la ciudadanía con camisas rojas en las calles; sobre el caso de Guido Antonini Wilson? ¿Que tal una comedia sobre los limites de la adulancia? Claro: no habría dinero y no habría proyecto. El dueño de los guantes, el bate y la pelota recogería sus pertrechos; no habría juego para nadie

El atajo que toma La Hora Cero está confeccionado una forma bastante peculiar y eplíptica de cuadrarse con las circunstancias. Repito: no es la primera vez. Reflexiones subliminales y metamensajes pensados para gente desprevenida

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Gustavo Cerati un minuto antes del colapso

Hora y media fue el espacio comprendido entre el fin de su último concierto y la crisis que tiene a Gustavo Cerati en un doloroso limbo vital. Es el lunes 17 de mayo cuando su estado se agrava de forma severa. El músico llegó a tener plena conciencia de sus dolencias y eso lo condujo a una grave alteración emocional. La gira fue intensa y el trabajo excesivo, pero no hubo rumbas previas en la ciudad. La estancia en Caracas de Gustavo Cerati todavía tenía puntos ciegos

Alonso Moleiro


Una navegación a través del entorno humano y emocional que circundó el trágico episodio del colapso de Gustavo Cerati en Caracas permite extraer una conclusión: el astro argentino no sólo llegó a tener plena conciencia de la gravedad de su problema, sino que vio aproximarse con claridad las puertas del vacío en el cual hoy subsiste suspendido.

El día decisivo para comprender el desenlace de este trance no fue el sábado 15 de mayo, día de la crisis, sino el domingo 16, fecha del ingreso. Es a partir de entonces que el planteamiento inicial de su dolencia conoció, en cosa de horas, una siniestra –pero más o menos habitual en estos casos- metamorfosis. El rostro definitivo de sus consecuencias iba a ser apreciado el lunes. Su ingreso al Centro Médico Docente La Trinidad se produjo en medio de una comprensible ansiedad adobada con sorpresa, pero ninguno de los protagonistas de este episodio pudo figurarse ni remotamente que las consecuencias iban a ser tan devastadoras.

Parece cierta la hipótesis de que aquel día el músico despertó relativamente estabilizado, incluso de buen humor, con ánimos suficientes para bañarse, comerse las arepas que ha reseñado la prensa y caminar con ayuda por el entorno de la habitación.

De la tarde a la noche del lunes, sin embargo, tuvo lugar un evento inesperado y aún desconocido para el público grueso. Luego de un interregno en el cual pudo dormir, Gustavo Cerati comprobó que no podía escribir y que tenía completamente inutilizada su pierna izquierda. Las insinuaciones mecánicas que se le habían asomado a partir de la noche del sábado ya habían conocido un desenlace inapelable. Le sobrevino a continuación una terrible crisis emocional: tuvo que ser contenido en masa por los músicos de la banda y sus amigos para que no saliera de la cama.

El desajuste puede haber constituido el pórtico del agravamiento de su situación: bordeando la hora de la cena, una rubia médico de guardia constató con alarma que sus signos vitales estaban bordeando la subsistencia. Cerati fue trasladado de emergencia espacio que ha pasado a convertirse en una residencia fija: la sala de terapia intensiva.

I
“El mejor concierto de toda la gira Fuerza Natural” le declaró Richard Coleman, uno de los miembros del séquito, al rotativo argentino Clarín hace muy poco. Una velada húmeda y relativamente fresca en la Universidad Simón Bolívar, en la cual la audiencia se encontró a un Gustavo Cerati especialmente simpático y elocuente, lo suficientemente animado para ofrecerle al público, por ejemplo, una versión de “A merced” nunca antes tocada en vivo.

Había arribado Cerati a Caracas el viernes 14 procedente de Bogotá. Un largo tour de vuelos continuos, mucho trabajo y excesos en fiestas que habían sido desaconsejados por sus médicos personales: fumador irremediable de cigarrillos en cadena, Cerati ya había sufrido cuatro años atrás de una trombosis en la vena de una de sus piernas que le dejó unas cuantas semanas sin caminar. La recuperación llegó rápido, había dejado de fumar, pero quedó el susto: un “cagazo tremendo”, como le había confesado a un periodista austral.
Algunas versiones de prensa –que incluyen reportajes hechos en el Cono Sur- han reseñado que, llegado a Caracas, Cerati había visitado algunos lugares nocturnos hasta altísimas horas de la noche, y atribuyen lo acaecido en estas juergas como el paso previo a la crisis.

Se ha hablado en particular de Moulin Rouge, en Sabana Grande –uno de los espacios que más tarde cierra en Caracas- como el escenario en el cual él y sus músicos calentaron motores como paso previo al concierto. Marcos Santos, uno de los propietarios del local, desmiente por completo lo que considera un mal entendido. “Ese día estuvimos hasta bien tarde en local y nadie supo nade de Cerati”, explica. “Ese chisme se extendió porque en una página web se hizo un montaje con su foto en unos de los sillones del local. La verdad es que todo formó parte de una broma.”

Confirma la información Víctor Méndez, dj que amenizó la velada del “after party” en el camerino durante en el concierto de 2006, en el Sambil, y que iba a hacer lo mismo en la Universidad Simón Bolívar. “Si salió a rumbear el viernes nadie supo nada”, afirma. “Yo no sé si hizo algo privado, tan privado que ni nosotros lo supimos, o se reunió con su gente en la suite que ocupaba en el hotel. Estoy totalmente seguro de que el viernes él no salió a ninguna parte”.

II

Sin embargo, el aspecto de Cerati al día siguiente era el de, como mínimo, un evidente trasnocho. Independientemente de que sea cierto que no salió a la calle de juerga. Se presentó, como estaba pautado, pasada la hora del almuerzo a la USB, en la zona del concierto. Tenía pendiente concluir el “meet and greed”: encuentro organizado por Evenpro con el artista junto a los ganadores de un concurso de twitter a partir del cual se tomarían fotos y se repartirían autógrafos. Luego efectuarían la correspondiente prueba de sonido.

La periodista Herminia Fernández fue una de las afortunadas participantes del “meet and greed”. Ella recuerda que Cerati se presentó con el desaliño propio de un pop star: franela gris y jeans deslavados; lentes oscuros y unos zapatos de goma que ni siquiera tenían las trenzas amarradas. “Fue muy simpático desde el principio”, recuerda. “Nos invitó a cordializar a todos. ‘rompamos el hieló’ fue lo que dijo”. El músico cumplió pacientemente con el trámite: fotos con los ganadores y obsequios; firmas autografiadas, conversiones algo torpes con fanáticos que no conocía y hasta un poema, con llanto incluido, de una de las participantes.

Pudo Fernández quedarse a contemplar la prueba de sonido, un auténtico privilegio que hizo imborrable aquella experiencia. Andrea Benavides, de Evenpro, rememora: “Lucía muy relajado. Tocó casi todo el repertorio de Fuerza Natural mientras bromeaba con la audiencia. Varias veces, porque no le llegaba, pidió que le acercaran una cerveza Polar. ‘Es que no hay una Polar en este país?’, se preguntaba”

La prueba concluyó sobre las cinco de la tarde. Volverían al hotel para arreglarse. Todo estaba listo para ofrecerle a la audiencia de Caracas aquel memorable último concierto. “En la firma de autógrafos, Cerati nos comentó que no se sentía bien”, dice Fernández. “Con eso se disculpó para terminar la conversación. Dijo que estaba resfriado”.

III

“Esta noche tenemos fiesta y será con Leandro Fresco”, prometía Cerati en medio de una ovación cuando se aproximaba el fin del recital. El tecladista de la banda, organizador de otros alter party memorables durante el paso de los argentinos por Caracas, tenía arreglado con su amigo, el locutor y dj venezolano David Rondón, una fiesta de despedida que tendría lugar en Atlantique. Aquel fue, en rigor, el único encuentro nocturno pensado en Caracas para el tour Fuerza Natural.

“El día del concierto y la fiesta, voy al hotel Meliá a verme con Leandro, saludar, llevarle las invitaciones y buscar los pases de backstage”, recuerda Rondón. ”Estuvimos un rato hablando y quedamos en vernos en allá para irnos todos a la fiesta.”. Prosigue: “cuando llegamos a backstage después del concierto los chicos estaban cenando. Como tenía que irme a la fiesta le dije a Leandro que me avisarán al llegar para el acceso de la banda. Justo después, Leandro me escribió que había pasado algo terrible y que se iban a la clínica. Nos fuimos a la fiesta muy tristes, con el "secreto" en las manos. A la hora todo el mundo escribiéndome y haciendo especulaciones. Horrible. Leandro, tan buen amigo que es, horas después fue todo preocupado a la fiesta, queriendo cumplir con su trabajo, pero desbastado por lo de Gustavo.”

Recapitulemos: completada la despedida y el bis, Cerati y los miembros de su banda entraron felices y satisfechos al camerino. Luego de la cena tendría lugar una pequeña velada para celebrar el último concierto de la gira. La banda se tomaría una última foto. Luego, los que desearan partirían a la rumba de Atlantique.

Parece cierta la hipótesis de que a Cerati le irritó la entrada descontrolada e inconsulta de público que, con una pulsera a manera de pase, entró al camerino para conocer al astro para tomarse fotos. El dj Victor Méndez dice: “Normalmente entra publico escogido al camerino. Pero es gente selecta, que se sabrá dar su puesto y podrá comportarse como corresponde ante un astro como Cerati. Si un montón de gente te invade y te aborda sin que te pregunten nada, claro que te tienes que molestar.”

En unas declaraciones muy recientes a Clarin, el argentino Richard Coleman lo recuerda así. “Habíamos tenido un show excelente. Después, nos fuimos a camerinos, nos cambiamos, cenamos y recibimos visitas. Todo en el transcurso de una hora y media. Como era el último show de esa etapa de la gira, nos sacamos una foto con el equipo. Gustavo estaba con cara de cansado. Después, él volvió al camerino y se quedó solo. Al rato, tuvo una isquemia. Perdió el control sobre la mano y el brazo, y fue socorrido por alguien del equipo.(…) En los pasillos, encontré un movimiento muy raro. Adrián Taverna me miró con una cara de que algo malo había pasado. Llegaron los paramédicos y le controlaron la presión… La camilla se lo llevó consciente, y crucé miradas con él.” Tomo un tiempo disolver por completo la atmósfera de celebración que aún imperaba. “Me siento mal. Me quiero ir a la mierda”, había dicho Cerati luego de la foto de familia.

El Centro Médico Docente la Trinidad era la unidad médica con prestigio más cercana. Víctor Méndez recuerda que no hubo que esperar nada entre la crisis y la salida: la ambulancia estaba ahí. Su presencia es obligante en el caso de un astro de su talla, aún si no estuviera pasando nada. También él lo vio pasar justo a su lado en una camilla.

IV

El ex Dermis Tatú y actual Bacalao Man, Sebastián Araujo, había escuchado en diagonal que Cerati estaba en una clínica en Caracas. Como muchos por entonces, pensó que se trataría de alguna indisposición pasajera: la “fuerte subida de presión” a la que hacían referencia los partes oficiales.

Aunque es amigo personal de varios de los miembros del entorno musical de Cerati, muy especialmente del baterista, Fernando Samalea, había permanecido, por esta vez, alejado de los pormenores del show. Es Héctor Castillo, su compañero en Dermis Tatú, hoy aquilatado productor musical internacional muy cercano a Cerati, quién lo llama para confirmarle la gravedad de la situación.

“Yo me activo a partir del miércoles 19. Todos los miembros de la banda se quedaron varados en Caracas. Me ocupé de orientarlos y atenderlos. Héctor me pidió que atendiera sobre todo a Anita Alvarez de Toledo, la corista, por la que Cerati sentía un especial afecto”.
Toda la banda estaba en la clínica aquel martes: a la crisis le siguió la famosa operación de emergencia que puso a sus fans en vilo y colocó al astro en el suspenso actual. Devastados, ninguno quiso declararle a la prensa. Goteados entre esa semana y la siguiente, comenzaron a abandonar el país.

El martes 18 llegan a Caracas la madre de Cerati y su hermana. Araujo cuido de Anita Alvarez, a quien tuvo en su casa en Los Palos Grandes casi un mes completo –el tiempo en el cual estuvo Cerati hospitalizado acá- y el resto de los músicos. Atendió personalmente a la madre y la hermana de Cerati, quienes, ya en la ciudad, asumieron el control de las decisiones del paciente.

Fueron horas de largas conversaciones, recuerdos, incertidumbre y drenajes de angustia. Araujo recuerda que a la hermana y la madre de Cerati estaban atormentadas con el tráfico y la distancia que mediaba entre el hotel y la clínica. “Fueron muy amables, educadas y agradecidas. Anita estaba destruida, pero disfrutó mucho más la ciudad. Salimos bastante y conversamos muchísimo. Se fue con ganas de regresar.”

Una aeroambulancia cruzó un mes después el cielo de Caracas a Buenos Aires y se los llevó a todos con su nuevo tormento. El centro Fleni es, desde entonces, una residencia. El drama de Gustavo Cerati ya le pertenecía a todo el hemisferio

viernes, 3 de septiembre de 2010

cine nacional: buenas noticias en tiempos de decadencia

I
Al cine nacional, como al fútbol nacional, me aburrí de defenderlo luego de pasarme toda la adolescencia ejerciendo una militante y panglossiana, una más o menos inexplicable defensa de su calidad y sus verdaderas posibilidades de crecimiento.
Que estábamos a punto; que reflejaban nuestra realidad; que era todo un mérito que criticaran al sistema; que eran producciones reivindicativas y de izquierda, que le decían verdades un público inscrito en el contexto de la sociedad saudita que entonces estaba de fiesta. Que por ahí venía el gran premio que iba a consolidar la sucesión de esfuerzos que estaban en inventario.
Los años dejaron tras de si altibajos importantes en producción y calidad que fueron sedimentando un sentimiento parecido a la decepción. Hablamos de la última parte del “boom” que había nacido en los años 70. Ejercicios intelectuales empalagosos, a veces incomprensibles; historias crudas con logros formales apenas parciales; situaciones de comedia estrepitosas; “denuncias” sociales cruzadas por toda suerte de lugares comunes y debilidades técnicas, pensadas para jurados de premios distantes, siempre pescados en su inocencia.
Decepción que fue conduciendo las cosas, no al desamor, sino al matizado entorno del desentendimiento. Se acabaron, dejada la ingenuidad de los años adolescentes, las posiciones incondicionales: seria avisado por la crítica el día que valiera la pena pagar por cuenta propia una película venezolana. Ya de adulto, en pleno uso soberano del sentido común, me distancié de cualquier aproximación “comprometida” al cine venezolano como causa.
Entre otras cosas porque ya era hora de que lo hecho en Venezuela aprendiera a defenderse sólo. Comenzaba a ponerse fastidiosa la factura local hecha deber y convertida en una causa. Ya no iría al cine a ver películas hechas acá “porque hay que apoyarlas”; “porque fue hecha con mucho cariño y poco presupuesto”, y, en resumidas cuentas, porque su mérito estriba exclusivamente en que eran de aquí.
II
Años, décadas enteras, fueron pasando en ese vaivén. Policiales interesantes, como Homicidio Culposo, El Atentado o Más allá del Silencio; comedias simpáticas, como Adiós Miami; denuncias de corrupción como El Escándalo.
Ya en los noventa, la oleada del denominado “nuevo” cine venezolano con sus promesas y sus realidades – directores emergentes esperanzadores, como Lamata, Oscar Lucién Atahualpa Lichy, Azpúrua, Leonardo Henríquez. Río Negro, Jericó y Disparen a Matar. Algunos premios internacionales alentadores en el ámbito hemisférico.
Dos causas concurrieron, al menos en mi caso, para que la creciente sensación de que la promesa no iba a materializarse jamás fuera tomando cuerpo: la lenta decadencia de Román Chalbaud como tótem entre los realizadores venezolanos, y la enorme, a ratos interminable, tardanza que tenían los estrenos en hacer aparición. Hubo momentos en los que la ausencia de producciones nacionales era sencillamente escandalosa: un estreno bianual entre tres o cuatro películas prescindibles. Todo en un lustro de cinco años.
Y luego de ver películas argentinas, brasileras y mexicanas tomando por asalto la barrera anglosajona, conquistando una sorprendente secuencia de premios universales y reventando la taquilla, algunas de ellas tomando de la mano la estatuilla de un Oscar, lo cosechado en Venezuela pasó a lucir inapelablemente modesto. En una entrevista concedida al realizador mexicano Irriñatu, éste le reconoció con toda tranquilidad a la reportera de turno que no podía opinar sobre lo hecho en el país porque nada conocía de la cinematografía local.
Una curiosa afirmación que, vista con cuidado, es especialmente afrentosa, aún cuando sea involuntaria: las realizaciones de los países latinoamericanos se cruzan con frecuencia las caras en una larga serie de festivales latinoamericanos y europeos. Al menos de vista, debían conocerse.
Bien que mal, viendo hacia atrás, tampoco se trata de que no existan relieves en el cine venezolano: el premio de Cannes de Fina Torres; los lauros obtenidos por Chalbaud en festivales españoles y franceses; el Coral de Lamata en La Habana y los galardones de Elia Schneider y su esposo Novoa a mediados de los noventa hablan de una cinematografía que tampoco merece ser juzgada como inexistente. Podemos agregar ahora el Biarritz de Mariana Rondón
A partir del desdeñoso juicio de Irriñatu, recuerdo haber convenido en una conversación informal y accidental con Luis Alberto Lamata en el diagnóstico: el cine nacional tiene un promedio de facturación relativamente aceptable en la región, con varias buenas películas y todavía ninguna sobresaliente.
III
Toda la vida me han parecido lamentables y pobrísimos los argumentos que desprecian a las películas venezolanas “porque dicen muchas groserías” o porque en sus secuencias desfilan putas o mujeres desnudas.
No se trata sólo porque groserías dicen todas, y todos las decimos todos los días, sino porque es esta una apreciación que parece ignorar por completo el mandato de una creación artística: hacer una semblanza honesta de la realidad “interviniendo” el entorno que nos circunda con una historia de personas con nombres y apellidos. Argumentos mojigatos medio incomprensibles, que parecen tocados por la dictadura de los doblajes mexicanos de la televisión. Quejarse de una película porque tenga groserías equivale a ofenderse con el cubismo porque no le rinde tributo fiel a las simetrías del rostro.
Podría reconocer que los temas del cine nacional son con frecuencia atormentados y sórdidos, obsesionados con la transgresión de la ley. Incluso antes de que el país entrara en la crisis actual. Es decir, en lo personal echo en falta el desarrollo de temas urbanos, de comedias compactas, de dramas inteligentes centradas en casos particulares. Que no siempre tengan que estarle rindiendo un tributo culpable a nuestro contexto y nuestros males sociales.
Todo lo cual no me impide afirmar que encuentro igualmente ridículo y pedante es aproximarse a las producciones nacionales con sorna porque no traen consigo los atractivos del cine de género. Frivolidades reflexivas adobadas con el perfumado espíritu de las series televisivas. Una audiencia que no quiere mirar a los lados ni asumir las realidades del país en el cual vive.
IV

Pues bien: he aquí que, como el fútbol, el cine venezolano comienza a dar señales alentadoras ahora, cuando dejé de prestarle atención militante. Una camada de nuevos realizadores, temas alternativos, una cantidad ya apreciable de entregas anuales y solvencia técnica. Apuestas a la comedia que caen de pie; experimentos sobradamente taquilleros y de calidad formal inobjetable, distribuidos en el mundo y reconocidos por el público, como el Secuestro Express de Jakubowicz.

Junto a Taita Boves y Habana Eva, el nuevo emblema se llama Hermano, de Marcel Rasquin. Ha logrado, no sólo obtener menciones unánimes en premios tan aquilatados como Moscú y Los Angeles, –parece que ahora va por el de Montreal- sino que lo que pocas, acaso ninguna, producción local había hecho suyo: domeñar los espíritus más cáusticos, tener a la crítica local en el bolsillo, obtener una secuencia de elogios que no deja de asombrar, y, por último, aproximarse a la tragedia social de nuestras barriadas sin malos ni buenos, sin las torrenciales chorradas emocionales demagógicas que se han vuelto tan lamentables y comunes en este tiempo.

Me lo dijo mi amigo Juan Carlos Páez con macerado optimismo: podría ser ésta la versión local de Ciudad de Dios. Comienza a dar la sensación de que algo muy grande podría ocurrir con este proyecto, punta de lanza de lo que parece un nuevo movimiento, en este contexto decadente.

martes, 20 de julio de 2010

perder perder

“El fin de una concesión” ¿Cuántos ciudadanos de a pie habían tenido presente que la señal de una televisora formaba parte de una cortesía estatal? Como tal argumento jamás había sido esgrimido, a nadie se le había ocurrido pensar que este pacto elemental entre la sociedad y el estado, vigente en todos lados, era el que hacía posible la existencia de la televisión privada de entretenimiento.

El comienzo de la crisis de Radio Caracas Televisión, en 2007, dio lugar a la segunda etapa del proceso que transita Hugo Chávez para apropiarse del país. Un capítulo bastante más ambicioso y más complejo, que algunos hasta hace poco no creían posible. Ese día, los legos supimos de qué se trataban las concesiones: resultó que a las televisoras, como a otras piezas silvestre de la sociedad, el estado les cede espacios para existir y puede revocarlos si le da la gana. Todo el mundo pensaba que aquello formaba parte de un estado natural de las cosas. Pero de poder, el estado podía. Así lo hizo.

Si luego de tomar Pdvsa, depurar al ejército y, a través del Legislativo, profundizar su control sobre los poderes públicos, el Presidente y sus seguidores pudieron por etapas ir adueñándose del estado, desde entonces desatarían un proceso –irregular y trunco, hay que decirlo- para intentar apropiarse del alma de la sociedad civil. El control de la vida cotidiana, los valores, el espíritu, las prioridades y los gustos del ciudadano promedio.

Irregular y trunco, decíamos. En el camino andado hay bajas importantes –el canal 2, algunas estaciones de radio, con CNB a la cabeza- y se han lastimado sensiblemente otras, como el Ateneo de Caracas, pero la derrota de Referéndum de la Reforma Constitucional, junto a la tenaz resistencia de diversos núcleos de la vida nacional y la presión exterior, le han complicado los objetivos al gobierno.

No es tan sencillo, a fin de cuentas, decretar la sustitución de un país por otro. Pocos son los sectores constituidos y funcionales de la nación que puedan esgrimir el socialismo bolivariano como emblema –si bien son muchos los seguidores del Presidente. La oposición, sus conglomerados políticos, sociales y culturales, siguen detentando en Venezuela el “status quo” social. La opinión pública nacional, probadamente antichavista, sigue casi toda de pie. Sobre sus cimientos nacen todos los días, a pesar de los pasares, nuevas iniciativas, junto a las que ya existen: ferias de libros y mercados de diseño; trabajo académico sostenido; festivales gastronómicos; béisbol rentado; muestras de cine extranjero y festivales de cine nacional; exposiciones en galerías, extensiones y estudios de cuarto nivel y un largo etcétera. En esta materia al gobierno le queda mucho trabajo.

Bien. El país, mal que bien, todavía existe. “El país” por supuesto que incluye a todas las corrientes que forman parte del chavismo y defienden sus valores de buena gana: los frentes de Misiones Sociales; la editorial el Perro y la Rana; el colectivo Tiuna el Fuerte y los grupos culturales presentes en el Foro Social Mundial de Caracas.

Pero el país se empobrece. Si el estado venezolano, si el gobierno bolivariano, interpretando lo que cree un clamor popular, decide, en nombre de la inclusión de las mayorías, no reconocer a la sociedad que existía antes de su llegada, o intentar desplazarla por ser éste burguesa, por no reconocer en Hugo Chávez a un jefe, el resultado es sólo puede ser uno. El país se empobrece.

Es en este rasgo que ilustra la decadencia venezolana de estos años. No se trata sólo de que nos ahoguemos en un conflicto político que no conoce fin. El gobierno está decidido a desconfigurar el rostro de la sociedad que se encontró a su llegada al poder para levantar otra, a su imagen y semejanza. Por mucho que haya funcionado o venga precedida de prestigio. Si no la descuida, si no la abandona a su suerte, desprecia sus orientaciones.

Este proceso tiene lugar cuando en otros parajes cercanos la dirección es exactamente la opuesta. El florecimiento cultural que tiene lugar hoy, por ejemplo, en la sociedad colombiana, guarda relación con este rasgo. Aun a pesar de la violencia, hay un acuerdo mínimo en torno a una existencia institucional que, de derecha a izquierda, hace impensable que el estado le niegue recursos a la Alcaldía de Bogotá si ésta fuera de la oposición, o al Festival del Malpensante por ese éste burgués y decadente.

Pdvsa –e Intevep-; el Ivic, la Biblioteca Nacional, el Metro de Caracas, Sidor y Venalum; Planta Centro; Edelca; los Museos de Bellas Artes y Arte Contemporáneo; la Cinemateca Nacional, la Feria Internacional del Libro de Caracas, el Teatro Teresa Carreño. Monte Avila Editores y la Biblioteca Ayacucho. Aunque quizás en relativa decadencia en los años 90, estas instituciones estatales tenían una amplia penetración y alguna vez observaron un excelente desempeño. Sobre ellas descansaba un fundado orgullo ciudadano: hasta el elemento más inconforme con la marcha de la democracia representativa era capaz de colocar un pie en torno a ese círculo emocional en el cual desembocaban las convenciones de la venezolanidad.

Hoy, mezquina ante los logros ajenos de otras épocas, renuente a imaginar cualquier solución de continuidad, obsesionada con la ruptura, con la creación de un espacio nacional propio, con la fidelidad personal e ideológica, con la revancha social convertida en proyecto, la gerencia pública del momento desactiva, descontinúa, reconvierte y desprecia. No lo hace sin querer: es a conciencia. Actúa con estrechez e innobleza. Coloca por delante líneas de mando y colores específicos. Impone la obediencia debida y amenaza. Está en revolución. Ni siquiera parece importarle especialmente que hace rato que estas instituciones no sean ni remotamente lo que fueron alguna vez. El gobierno y sus ejecutores parecen solazarse al desplazar al estamento previamente existente, captando nuevos adeptos, consiguiendo trabajo o fomentando soluciones sentimentales inútiles. Todo esto, por cierto, mientras observa una confesada escasez de cuadros capacitados para llevar adelante labores de estado.

Las Universidad Simón Bolívar, Central, Metrpolitana, Católica y de los Andes y el Iesa, sobreviven, además de agredidas de forma selectiva, ahogadas entre toda clase de estrecheces económicas y mezquindades. Siguen siendo espacios con islas de excelencia, pero comienzan a perder el aliento. El gobierno apenas las tolera.
Salvo excepciones aisladas, las televisoras, asustadas con lo sucedido a RCTV, extreman su celo para respirar sin gastar más de lo necesario y sin molestar al gobierno. La pelea que tiene enzarzada Globovisión con Miraflores lo único que ha hecho es acarrearle más dificultades: no puede expandir su señal, ni comparar equipos nuevos, y por lo tanto no puede crecer. Mucho del material que exhiben los canales locales es importado; la producción nacional de la televisión, que la había dado la vuelta al mundo, hoy conoce una sensible merma. Por primera vez en la historia, hoy se está produciendo una sola telenovela venezolana.

Casi todo el tejido de grupos teatrales existe, pero sobrevive por cuenta propia: los subsidios forman parte del pasado remoto. Peregrinan por la ciudad sin sede. El Festival Internacional de Teatro, un modelo hemisférico de promoción cultural en la calle, símbolo del encuentro de clases y la democracia, ha tenido que quedar suspendido indefinidamente: el gobierno decidió negarle, no sólo los recursos, sino la atención.

Las editoriales tienen enormes dificultades para acceder a divisas, importar títulos o sacar al exterior obras de autores venezolanos gracias a los disparates del control de cambios. La Cámara Venezolana del Libro ni siquiera obtiene repuestas de cortesía a sus peticiones por parte del Ministerio de la Cultura. El Festival de Cine de Mérida tiene rato andando por cuenta propia. Las muestras de cine internacional que se exhiben en Caracas son iniciativa de las embajadas de estos países junto a un encomiable aporte de particulares.

El Sistema de Orquestas de Venezuela sobrevive porque está conducido por un habilidoso y sibilino José Antonio Abreu: un florentino gerente público que ha sobrevivido a todos los avatares de la política y que ha logrado una ovación universal gracias a su trabajo sostenido y metódico que ya nadie está en condiciones de regatear. El gobierno sabe que puede usar políticamente esta herramienta, obligada para eso a ser apolítica, y, aunque algunos voceros aislados le critican su escaso compromiso revolucionario, se les otorga dinero y se les permite existir sin problemas.

El contrato está roto o en suspenso. Para existir en paz es necesario ser amigo del gobierno. Al “el estado burgués” hay que demolerlo. Los colegios profesionales, los sindicatos autónomos, los núcleos de promoción cultural. Se limitan a coexistir, entre toda suerte de estrecheces y asedios, y malviven, esperando tiempos mejores. Por supuesto que el tejido existe, que las alcaldías y gobernaciones de la oposición otorgan oxígeno, que los bancos y la empresa privada contribuyen con su aporte; que muchas empresas internacionales que hacen vida acá le siguen tendiendo la mano.

Al gobierno, entre tanto, le ocurre lo que en casi todos los frentes le suele ocurrir: tala y quema anunciando la llegada de la justicia, pero no da con una fórmula sustitutiva estable ni ha consolidado sistemas de valores demasiado sólidos. De pronto parece que se nos olvida que, en manos del chavismo, el Teresa Carreño, Monte Avila Editores o Sidor podrían ser, con mucho, mejores de lo que son ahora. Un aluvión emocional que sigue siendo una promesa. Esa es la realidad del chavismo.
Sus proyectos – conceptualmente válidos en la misma medida en que éstos sean capaces de reconocer al país que se consiguieron al llegar al poder- fomentan una suerte de estado emocional que políticamente es muy efectivo. Aunque el saldo siga constituyendo un enorme veremos. Tves, los fundos zamoranos, El Correo del Orinoco, el programa Fábrica Adentro; la Universidad Bolivariana, Venirauto, Radio Nacional de Venezuela, la Misión Ciencia, Petrocasa, las Librerías del Sur: proyectos que constituyen entredichos, sin dolientes, desconectados todavía, casi todos, del apreciable grupo de compatriotas que ve en Hugo Chávez un emblema. Ejemplos ambulantes de cuan difícil es que retoñe una idea a fuerza de voluntarismo y consignas.

En este ambiente bicéfalo, resistencia versus imposición, parecido por ahora a un perder-perder, discurre la cotidianidad de los venezolanos. Esperando tiempos mejores.

miércoles, 23 de junio de 2010

Gustavo Cerati y el misterio de su último minuto

Apagadas las luces del concierto, transformado el desmayo en algo más serio, confirmada la tragedia, digerida la amarga sensación de estarlo despidiendo, hoy Gustavo Cerati sigue en terapia intensiva. Estaba en Caracas, está en Buenos Aires. No pinta nada bien su futuro; nos seguimos preguntando como quedará al final y nos enteramos de la existencia de aeroambulancias.

Entre un parte médico y el otro se aleja de su figura el foco de la noticia. Su presencia parece reducirse a unas curiosas epístolas cruzadas por el exasperante hermetismo médico, en las cuales se nos dice que nada sucede. Persuadidos los periodistas de que su convalecencia será larga, y, por ahora, parece que no traerá noticias, los pasillos de Fleni, en Buenos Aires, retornaron a la normalidad. Los venezolanos intentamos, entretanto, entre una mueca de la realidad y la otra, continuar como podemos con nuestras vidas.

Luego de estarlo esperando durante meses, a más de un mes de haber ofrecido su concierto, presente su música, viva su estampa en los afiches promocionales, acompañándonos a todos en la cabeza la insólita vitalidad de la noche anterior a la tragedia, el silencio de estos días deja un sedimento amargo. Tiene sabor a secuestro. Los conciertos de Gustavo Cerati en Caracas eran, para quien esto escribe, una cita. El silencio de estos días, ese que, en el fondo de su alma, él y su familia deben estar deseando, se nos aparece como un cruel contrapunto emocional. No sabemos si podrá volver a cantar; ni siquiera si sobrevivirá. Aunque fuese verdad que, en una de esas, pueda recuperarse del todo.

I
No fue al comienzo, como sí le sucedió a la mayoría, que se apropio de mis gustos por completo la música de Gustavo Cerati. Los primeros discos de Soda Stéreo formaban parte de mi vida en la misma medida en la que acudía a fiestas e iba tejiendo con ellos un testimonio generacional compartido. Desde La Cúpula hasta A un millón de años luz. Una era que pudo englobar muy bien, en mi caso, no tanto De música ligera, como 1990. Los años universales, los de los gustos definitivos. Los años de la Universidad y mis mejores amigos. El límite normal de una excelente banda, excelente entre otras, protagonistas de un movimiento del cual uno se sentía parte: el rock en español.

La forja del Cerati contemporáneo, epicentro del sonido Soda Stéreo que siempre vamos a recordar, el matiz que hizo de él –y de Zeta Bosio, y de Charly Alberti- un músico de culto, el tronco en el cual se afinca el desarrollo de casi toda su obra posterior, terminó de cristalizar, a mi manera de ver, con Dynano. Un disco no tan exitoso y en las primeras de cambio incomprendido, a partir del cual, sin embargo, estos músicos argentinos, pero Cerati en particular, se apropiaron con todas sus letras su condición de vanguardia.

De Dynamo para acá, decía. Guitarras distorsionadas, exigidas al máximo, que le rinden un iniciático guiño a la electrónica acabada. Contextos y texturas sugeridos, portadoras de mensajes con estados emocionales específicos, de la mano de la programación computarizada. Letras que dibujan paisajes submarinos y extraterrenos; melodías de amor que todos los días eran -y son- capaces de sugerir una cosa nueva. Contrapuntos con un rock acabado y licuado. Una música contundente y sin concesiones. Con Dynamo, y con toda su obra posterior al remolque, Gustavo Cerati pasó de ser un brillante artista de rock para convertirse en el auténtico expositor de un malestar generacional.

Sobre esa zanja pudo navegar Sueño Stereo, probablemente el mejor disco de la banda –porque, como los Beatles, Soda Stéreo se disolvió en su mejor momento musical-; y se abrió paso una brillante carrera musical en solitario.

II

Ahí va la tempestad/ ya parece un paisaje habitual/ un árbol color sodio/ la caída de un ángel eléctrico. En los dominios de un universo que nunca dejó de ser comercial, porque no tenía que dejar de serlo, no ha perdido jamás Gustavo Cerati la compostura. Es una decisión propia. No hubo imperativos “malditos” del universo rock que lo forzaran a abandonar su papel. No hay en sus letras estridencias, ni palabras gruesas, ni impertinencias. Casi no hay entornos, preocupaciones “colectivas”, ni realidad. Casi toda su obra navega en los dominios de la seducción como técnica y la pasión como objetivo. El “evasivo alucinógeno” nos invita a escaparnos. Y el milagro consiste en constatar que, casi siempre, la encomienda queda hecha: en progresión infinita, desde una nueva perspectiva, se obtenía una nueva reflexión sobre el hechizo, las mujeres y el amor. Porque poesía hace cualquiera. Pero buena poesía, muy pocos: alguno de estos vocablos que se defienden solos. Resisten un análisis, incluso, transitando sin música.

Y como artista de rock, Cerati ha logrado, en térmicos formales, una muy acabada imagen Glam. No es esta una afirmación caprichosa ni hecha al voleo: parece que estamos en presencia de un músico que cuida los acabados de su atuendo de forma casi compulsiva. Si logramos deslastrar el vocablo de significados conexos, si nos olvidamos de otros ejemplos que enturbien la parábola, si nos atenemos al cabal significado de las cosas, si somos capaces de aproximarnos, objetivamente y sin pasiones, a un análisis formal de su propuesta artística y su puesta en escena, podemos concluirlo: ha sido Gustavo Cerati el metrosexual perfecto. Y su propuesta ha sido tan brillante que, hasta ahora, nadie lo había notado.

El único metrosexual que conozco que, gracias a no haber izado banderas, por no andar forzando definiciones, por no estar contando tonterías, ni pontificando sobre lo que nadie le he preguntado, ha hecho de su imagen personal un producto tan compacto como el de sus propias canciones.

Ahí esta Gustavo Cerati. Es coqueto, es delicado, quizás hasta narciso, y nadie habla de eso. A nadie le importa.

III
Esperé con ansiedad a Cerati en Ahí Vamos, en noviembre de 2006, en el Sambil, acá en Caracas, como lo estaba haciendo con Fuerza Natural. De ambos salí razonablemente satisfecho, levemente decepcionado, quizás. Consciente, sin embargo, de que lo alguna vez vivido con su música ya no lo iba a repetir. Aquella es, para mi, su entrega mas floja, un regreso deslavado a Soda Stéreo; el último, sin ser el acabose, es definitivamente un disco muy superior. No logré obtener de ninguno de los dos la enorme carga emocional de la segunda presentación de su Bocanada Tour, aquel inolvidable 3 de junio de 2000.

No olvido cuando en un punto del recital, recogió a sus músicos y le dijo a la audiencia con sorna y complicidad “tengo la banda aquí dentro”, mostrándonos su caja de sonidos electrónicos. No todo el mundo lo estaba esperando. No se me va de la cabeza su comienzo, con Rio Babel; sus confesiones emocionales personales con Lisa; no he vuelto a encontrar un momento tan sublime y tan especial como cuando un postrado Teresa Carreño quedó invadido de electrónica sin letra de su “Y si el humo está en foco”. No salía de mi asombro ante aquella nueva apuesta: era otro matiz, una nueva invitación a sus seguidores para remontar la cuesta, para navegar con audacia, para olvidar las raíces de Soda y atrevernos a imaginar un verdadero sonido contemporáneo.

No había visto tantas emociones en un escenario con el tamaño justo, a un artista acostumbrado a la adulación pública objetivamente emocionado, despidiendo aquella noche con Vuelta por el Universo. No se me olvida aquella voz masculina que hizo reír a todo el Teatro, incluyendo al propio Gustavo con el desparpajado e irónico “Cerati te amo!!”

Es el resumen hecho música de un momento de mi vida, similar al de Siempre es hoy, el disco que vino después, aquel rock hecho electrónica que le sirve de marco a mi cabeza para navegar por cada uno de los rincones de Barcelona, la ciudad donde vivía en aquel momento

IV

No termino de entender porqué la tragedia personal de Gustavo Cerati, sus partes médicos, los Twist de sus fans, está prácticamente instalada en mi casa. Hace rato que, para muchos, para casi todos, llego el momento de cambiar de tema y ocuparse de otra cosa. Por mucho que lo estén lamentando. Eventos trágicos se suceden todos los días; muy mal deben estar las cosas para quien no tenga cuero para sobrellevarlo creando un espacio que le de entrada a otros temas de interés. Otros músicos enormemente admirados se fueron siendo ya un adulto; George Harrison, por ejemplo, se lo llevó un cáncer sin dejarnos el consuelo de haberlo visto en vivo.

Y aquí ando yo, pensando como hubieran sido esos días que nunca le llegaron, esos que iban a pasar, como pasaron los otros, sin que necesariamente les estuviese esperando. El calendario futuro, que se le quedó frío, como una fiesta a la que no llegó nadie. Las fechas de su futuro inmediato, parecidas a las nuestras: nosotros las damos por descontadas, a el le quedaron proscritas. Las fechas que lo traicionaron.

Me lo imagino regresando a su casa, hablando con sus hijos, comentando su gira y arreglando las cosas para aquella operación en el hombro que tanto tiempo estuvo evadiendo. Me lo figuro, pues, como me he figurado a John Lennon y otros ausentes, antes de que el minuto siguiente cambiara de ruta, todavía en enero de 1981, hablando de su gira y del material de su próximo disco. Cuando el presente era, como lo es para todos, una realidad incontrovertible. Sin que los hados de la desgracia hubiesen tenido tiempo de fecundar nada en ellos: cotidianos, cálidos, con espacio para el sarcasmo, dueños absolutos de las circunstancias.
Desconectarme del tema hoy me luce terriblemente irresponsable. En lugar de abandonar a Gustavo Cerati condenado al silencio en esa espantosa cama de Fleni, lo invito a que me acompañe a Gracia, en Barcelona, a escuchar otra vez sus discos.

martes, 8 de junio de 2010

Tiempo de periódicos

Periódicos

Desde que tengo 20 años, no hago sino leer periódicos. Me mancho de tinta, escucho la percusión del paso de sus páginas, calibro logotipos, tipografías, la textura y el olor de cada hoja. Política, sociales, deportes, farándula. Cuerpos a, b, c y d. Me aprendo términos, examino fuentes, pergeño columnas, busco y rebusco tendencias. Obsesionado por “la cosa”: esa maña medio incomprensible por saber por dónde va, y cómo es que está, la cosa.
Entré a estudiar Comunicación Social sin saber muy bien qué hacía, coqueteando los bordes de una idea parecida a la palabra política. Juzgando –acertadamente- demasiado espeso e inconducente un tránsito por Filosofía o Historia.
Para decirlo breve, fue un accidente vocacional que tuvo un final feliz. Entrado el séptimo semestre, sin embargo, ni siquiera tenía claro que alguna vez en la vida iba a terminar ejerciendo el tratamiento de la información como oficio. Es ahora que me vengo a dar cuenta de que he sido, por definición, un periodista desde que salí de la adolescencia. Un sujeto obsesionado por la información que drena con datos inútiles –y entre más inútiles, mejor- su casi catastrófico déficit de atención.
Leo la prensa, lo pienso ahora, compelido por un hábito adquirido a partir de una directriz que no escogí y que me impusieron mis padres: esta monserga “en torno al país”. Lo digo con total franqueza: me hubiera gustado estar un poco menos informado y, al respecto, ser algo más irresponsable. Una compulsión inconsciente que consiste en constatar –casi siempre en vano- que los demás están bien para poder a aspirar a la paz interior sin ninguna clase de culpas. Esta pasión por la política inicialmente incubada, en la universidad pasmada, hoy definitivamente mutada: en lugar de ser un actor y generador, soy un consumidor compulsivo, reportero y a ratos comentarista público de noticias.
La prensa ha atormentado mis días desde que este país decidió irse al carajo, allá por 1992. Entre el 4 de febrero y el 27 de noviembre de este año, siendo un estudiante de periodismo, pensé que iba a enloquecer persiguiendo el rastro informativo que me iba a permitir develar el próximo golpe. Aquella infeliz asonada que, con candidez, aspiraba que no se diera. El golpe que irremediablemente terminó de llegar.
A partir de ese momento, con alegre ingenuidad, desconsolado, con mediano optimismo, furioso, y encontrando, al mismo tiempo, espacios para el placer, he sido un reincidente lector de prensa de la mano de un país que, invariablemente, lo único que hace es equivocarse.
El advenimiento de Caldera; la crisis financiera; las bombas en el CCT; las hazañas de Andrés Galarraga; las espantosas historias del hampa; Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero; la desconsoladora ristra de los casos de corrupción; las encuestas, Hugo Chávez. Todo el tormentoso chorizo que ha comprendido esta auténtica pérdida de tiempo y oportunidades que ha comprendido la quinta república.
Toda la vida, articulada con una nota tras otra. Consumir las noticias y verlas pasar, ya frías, para verlas a la salida encarar un trámite final con la palabra historia. Desde que estaba en bachillerato, desde que me gradué, ya graduado, ejerciendo el oficio, siempre esperando por este país, yo lo que he hecho es revisar la prensa. No hay manera de sacarme de encima este hábito que, a estas alturas, se ha vuelto una maldita mala costumbre.
Un rasgo que, como el alcoholismo, parece que no se cura, y que con la llegada de internet se ha agravado especialmente: si antes se trataba e ir al quiosco, comprar el vespertino El Mundo o de revisar los avances informativos de la televisión para arañar algún elemento adicional, ahora se trata de un problema que reside en el dedo índice: el clic al botón “actualizar”.

Siete veces siete

La semana informativa en Venezuela tiene unas frecuencias muy precisas. Hace mucho que los venezolanos no consumimos las noticias por placer, por pasión o producto de una decisión personal. Y entre más consumimos noticias, más las detestamos. Pero al mismo tiempo no cambiamos de tema. No paramos de hablar de otra cosa.

Con sus ocurrencias, sus arrebatos, sus larguísimas alocuciones, con las muchas provocaciones y estupideces que dice, Hugo Chávez ha vuelto en Venezuela la información un asunto intravenoso. Una especia de droga. Y como un correlato perverso, como insólita ironía, entre más información genera, más se molesta, en lo personal, con lo que se dice a partir de lo que él informa.

La prensa amanece caliente los lunes, llena de punzantes insinuaciones, de aciagos pronósticos, eco de algún elemento amenazante, de alguna advertencia que ha emanado el propio presidente en su inefable programa de televisión. El tamaño de la marea informativa de cada semana, que de un tiempo a esta parte tiene altitud promedio, va a depender de manera directa de lo que pase en Aló Presidente.

De martes a jueves, el entorno nacional se pone turbio: termina de ver lugar el macabro registro de la urbana violencia de los fines de semana, que, para efectos contables, precisa del día martes para terminar de contabilizar los de lunes; coleccionamos otra evidencia del deterioro de algún servicio público y se pueblan las horas de cadenas, “pases” directos desde Miraflores, declaraciones ministeriales y rumores. Los dimes y diretes del pulso que mantiene la revolución con el resto del país. El tráfico informativo se mantiene especialmente pesado los días miércoles. Nunca fueron los miércoles tan miércoles, tan atravesados, tan obligatorios, tan arrítmicos, tan parecidos a un trámite, tan equidistantes de los lunes, tan lejanos a los viernes, como en este infortunado período histórico.

Y de pronto, hacia el viernes, las tensiones se desanudan. La noche del jueves produce una mutación en el comportamiento urbano que de pronto parece que salpica a los hombres que fabrican noticias. Los del gobierno y los de la oposición. La información entra en una especia de tregua. Si no se desactiva, el ánimo de tormento, en manos de todos, al menos cede. Caminamos desprevenidos hacia la zona de fiestas, emprendemos la nocturnidad buscando novedades, rincones en La Castellana, en Las Mercedes, pactos para intentar olvidar. Sin tener necesariamente clara la sensación de que, si la suerte nos traiciona o jugamos posición adelantada, del aliviadero de los viernes pasaremos al horroroso registro de los lunes. Emprendemos entonces un precario recorrido para reconciliarnos de manera artificial con la realidad.

Nos levantamos entonces los sábados, a comprar un periódico habitual y sospechosamente inofensivo: regularmente flaco, con informaciones más parecidas a balances que a informaciones; con curiosidades y noticias de emprendimiento; con más espacio para consumir deportes y con el siempre certero análisis de Fausto Masó de contrapunto. Perfecto para los sábados.

Y si ese el perfil del sábado, el del domingo parece tener el propósito deliberado de proporcionarnos, incluso, una dosis, ya exótica, pero todavía existente, de placer.

Entrevistas extensas con expertos; crónicas y artículos de opinión que parecen acompañarnos nuestro pesar, que intentan, con éxito, darle proyección al descontento, diluir el ansia de un desenlace inmediato, poner en perspectiva, con cierta esperanza en alguna solución de continuidad, las tensiones que nos toca vivir. Ciertos guiños al humor; reportajes internacionales con extensión, y a continuación, sin disimulo alguno, material para volar: turismo, gastronomía, moda, novedades y tendencias urbanas. Todo mezclado en la salsa de alguna buena noticia que sobre por ahí. Porque, después de todo, seguimos vivos.

Cuando la conclusión se asienta; cuando el derecho a distraernos campea por sus legítimos fueros; cuando caminamos, de la mano de algún libro, por otro dominio temático; cuando recordamos, a la salida de un cine, que los problemas forman parte de la vida, que convivir con las malas noticias es un oficio que hay que aprender a dominar, probado ya en generaciones anteriores; cuando estamos descuidados, la realidad nos secuestra de nuevo.

Alguna fuga informativa; alguna amenaza; alguna insinuación de violencia; algún hijo bastardo de la palabra venganza; alguna historia de la cual no nos gusta hablar; alguna palabra espantosa que podríamos pagar para no tener que oír jamás. Es domingo en la noche. Habrá que esperar conformación: si, como dijo alguien, leer es releer, pues informarse es confirmar. Ya no queda nada por hacer.

Estaremos de nuevo en la semana siguiente, sentado en el estudio de radio, leyendo la indigesta suma de noticias que, alternadas, con sus contrapuntos, con sus pequeños momentos de tregua, como un cólico nefrítico, cada día nos ponen a prueba. Buscando en los rincones del papel dónde es que está ese país fantástico que están enrumbado a la máxima felicidad posible.

La manivela ha dado la vuelta. Es lunes de nuevo. Y ahora ha llegado el Twitter.

sábado, 8 de mayo de 2010

Se habla warao

Monolitos agrestes, sensiblemente rectangulares, zurcidos en sus costados por aves y monos. Pequeños macizos de verde, todos exactamente iguales. En rigor, sedimentos de tierra sobre cuya piel el río grabó una estampa. Más de quince metros de profundidad navegables. Cuando la lluvia escasea, hasta mayo, el agua salada arrincona a la dulce, penetra sus faldas y se incrusta en sus laberintos. Los tres mil caños del Delta del Orinoco forman una relación de espejos fractales en los cuales cualquier podría perderse irremediablemente hasta morir.

Este pedazo de selva, a donde viene a morir un río, este limbo salobre, gigante estación vegetal que le sirve de antesala a las fauces del Atlántico, este particular mar de callejuelas, donde no hay delfines, sino toninas, y donde casi ha desaparecido el Manatí, es el territorio de los waraos. Etnia aborigen de hábitos nómadas, que ha centrado todo su ingenio para subsistir y reproducirse anegada entre unas vías expresas cuyo asfalto es el agua. “Dominar la técnica que permite dominar la naturaleza”. El objetivo fundamental de los waraos consiste en eso: seguir vivos.

Desde Monagas hasta Delta Amacuro, cada tantos palmos de kilómetros de tierra, cualquier lancha podrá avistarlos: secuencias de casas aisladas que parecen vecindarios. No son agrupamientos casuales. No es la palabra “vecino” la que acá puede emplearse con propiedad. Se trata de una unidad monolítica con organización interna, funciones designadas y propiedades para desplazarse. Por acá la denominan “comunidad” warao. En cristiano: se trata de clanes de seres humanos. Varias familias que se juntan en palafitos contiguos con caminerías comunes y, de cara a lo que suceda, han decidido actuar en equipo. “Celulas” culturales, adheridas con el cemento de la solidaridad automática, organizadas y con autoridad.

Casas trabajadas por ellos con la madera, que pueden estar terminadas a los dos meses. Si la obtención del alimento se complica, si se ha expandido alguna plaga, o si el cacique decide que las circunstancias lo aconsejan, los waraos recogen sus corotos y se mudan para establecerse en otro lugar. Pero atención: nadie está autorizado a habitar los espacios abandonados. Quien ocupe unos palafitos que ha dejado una comunidad warao debe saber que está cometiendo una terrible transgresión y que deberá responder por eso. Todas las comunidades circunvecinas estarán al corriente de que aquella morada abandonada tiene dueño: de hecho, en cualquier momento los mudados pueden decidir regresarse. Unas diez familias en promedio ocupan estos palafitos, milenarios y precarios, con aspecto transitorio y de muelle, surcados por una perspectiva visual de chinchorros, de aspecto muy desordenado, sin puertas ni paredes. Pensados para el duro clima de la zona. El techo es un tejido de doble revestimiento hecho a mano con temiche. Bien hechos, afirman ellos, soportan perfectamente la entrada de la lluvia. Suelen tener dos meses de vida útil. Serán entonces sustituidos en un nuevo proceso.


II
Vivir para seguir vivos. Ofrendarse para darle continuidad a esta lucha contra el eterno complot de las circunstancias. Ese es el proceso, que, con el deleite de un artista, han desarrollado los waraos hasta hoy. Los waraos cazan, pescan, siembran y recogen frutas. Cuando pueden, si las ventas de sus artesanías son aceptables, se allanan las diligencias yendo al abasto. Con asombrosa pericia trabajan la hoja del moriche: de sus filamentos, macerados luego de un delicado proceso de cocción, obtienen la materia prima para hacer sus artesanías: chinchorros, mapires, bolsos y objetos similares de asombrosa factura, muy apreciados por los turistas. De lo trabajado en la tierra los waraos obtienen ocumo chino, plátano, caña, yuca amarga. Antes habrán talado y quemado el espacio para crear las condiciones de la siembra. Prueban con frecuencia con el gusano de moriche, porque “hay que variar un poco la comida”. Con chopos, con sofisticadas trampas y con flechas, cazan dantos, venados, lapas y acures. Lo que sobre es convenientemente salado y guardado. Los waraos acompañan las comidas con el casabe o con domplinas, una especie de pan de trigo, en ambos casos hechos por ellos mismos.

El resto de las actividades del warao encuentra su espacio justo en detrás, en la otra banda: el agua, el universo natural de esta etnia. Sobre ella viven, colgando los pies; se bañan, se asean y recrean; se transportan –en curiaras clásicas, hechas por ellos, o en “balajus” con patente guyanesa- para hacer diligencias, encomiendas y para visitar comunidades amigas; para cazar y pescar. Estos recovecos que el criollo encuentra indescifrables entre caño y caño, son para ellos un hábitat fundacional. El día que estuve de visita en la comunidad de guina morena, dos familias improvisaban una cena con el menú del día: dos acures cazados en la tarde que serían servidos con ocumo chino.
III
En esas tierras, cazando, pescando, sembrando, durmiendo y muriendo, los waraos tienen más de seis mil años. Muchísimo antes que el idioma castellano insinuara siquiera la nariz por estos lares; cuando a nadie, ni remotamente, se le podía ocurrir pensar qué querría decir una cosa llamada Venezuela. Años, décadas y siglos en los cuales la alocada mutación del mundo les ha dejado algún recado aislado, como la electricidad, la televisión o los motores para lanchas.
Si bien en Tucupita predomina el bilinguismo y muchos individuos pujan por asimilarse a occidente para dejar atrás sus compromisos ancestrales, un grupo apreciable de los integrantes de esta patria disuelta en el agua, la segunda etnia aborigen más importante del país, constituida por unas 30 mil personas, le sigue rindiendo tributo exclusivo a su universo. En el periplo realizado no vi una sola mujer o niño que supiera hablar castellano, salvo para referirse a montos y hablar de precios. Y los adultos varones, muchos de ellos, se expresan con dificultad.
En estas circunstancias, el idioma ilustra con mucha claridad las escalas y las prioridades. Una mujer que sólo hable warao tiene que saber que estará alternando apenas con un puñado de gente. Este monolinguismo habla del tamaño de las cosas: que muchos de estos venezolanos sólo conversan, opinan e intercambian entre ellos; que de esa franja cultural solo colocarán un pie afuera para vender su trabajo y hablar de dinero; y que poco, por no decir nada, les interesa lo que sucede, no digamos en Caracas, no digamos en Miraflores: lo que sucede en Maturín. El warao es una lengua de transmisión oral, y, aunque parezca extraño, tiene variantes dialectales.

waraos, dos

Diminuta, descalza, el pelo desgreñado, y una particular mirada extraviada, entre trágica y risueña. Parece un personaje de Juan Rulfo. La señora Rosa, que necesita traductor, manifiesta con toda normalidad que “no sabe” qué edad tiene. Fuma un tabaco envuelto en guina –contentivo de mentol y currucay- para invocar y domeñar al espíritu de la selva: ese que, de tanto en tanto, se ensaña con los waraos, sobre todo con los niños. Es una técnica que aprendió de su padre. De cuerpo entero, presentada así, con la mayor naturalidad, la señora Rosa es la médico de la comunidad Yabinoko.

Niñas de trece años ya están suelen estar en trance de dar a luz por primera vez en cualquier comunidad warao. Habitualmente quedan en estado en sus encuentros sociales y fiestas: los más populares, los que tienen lugar en la semana que va del 24 de diciembre al primero de enero. Cada pareja warao puede tener entre doce y trece hijos. No son capaces de explicar cómo es posible pensar en tener tantas bocas qué mantener en circunstancias tan esquivas, pero al caso es lo mismo: de esos doce, a adultos llegarán cuatro. La mortalidad infantil en esta zona, muy superior a la media nacional, es tan frecuente que en estas comunidades los bebés tendrán nombre luego de cumplir el año. Nadie se toma la molestia de hacerlo antes. Sobre ellos se ceban diarreas, malnutrición, cólera y toda suerte de infecciones. Es “el espíritu de la selva” del cual hablaba Rosa.
“Catire” –que de rubio no tiene nada- , es guía de un campamento turístico cercano a la comunidad de Boca de Tigre. A él, como a casi todos sus compañeros, se le han muerto tres hijos. Vivos tiene otros cuatro. No luce especialmente perturbado o marcado con la circunstancia. “Se lloran mucho y les hacemos una ceremonia de despedida. Pero llega un momento en que te acostumbras al dolor”. Las alarmas médicas, nos relata, tienen en esta etnia dos anillos: en primera instancia los atiende la curandera de la comunidad, valga decir, alguien parecido a la señora Rosa. Si el enfermo no mejora y las alarmas se disparan, asisten a la medicatura más cercana.

Los hábitos occidentales han ido abriendo en estas comunidades una lenta y progresiva incisión. Los códigos de conducta de marca “étnica”, que a la distancia consideramos fascinantes, pueden ser rápidamente trocados si con ellos se obtiene confort. En estas comunidades se caza y se pesca, pero, si el dinero sobra, se prefiere ir al abasto. Las misiones evangélicas han penetrado con asombrosa rapidez. Se compran motores, se buscan antenas para la televisión por cable y se sueña con casas de zinc y cemento. No les importa ninguna consideración sobre los rigores del clima. Muchos de ellos, sobre todos los hombres, visten franelas con motivos electorales o misiones sociales del gobierno. Argenis Zambrano, miembro del Frente Francisco de Miranda en la zona, cuenta que, hoy en día, el dirigente de un consejo comunal o un activista político que tenga influencia sobre lo que suceda en un poblado grande –y que, por tanto, sea un garante de recursos y comida- tiene más influencia entre su gente que un cacique convencional.
Nunca supe si fueron los micrófonos o los pertrechos radiales; si estaban impresionados con la presencia de Valentina o si era puro y redomado interés, pero lo cierto es que, tras una y otra sonrisa impregnada de candidez, bordada entre una exposición y la otra en un castellano torpe, pensé en la limpieza de alma que aún acompaña a la gente que vive lejos de las grandes ciudades. El hombre, recordé, es el lobo del hombre. Porque si la ingenuidad no era de ellos entonces el ingenuo era yo.