jueves, 2 de diciembre de 2010

Sobre Mario Vargas Llosa

Lo que más le admiro a Mario Vargas Llosa es que se atreve a equivocarse. No opina el ahora Nóbel peruano prevalido de su prestigio como escritor ni desde el Olimpo de su bien ganada respetabilidad. No esconde lo que le molesta, no teme ser refutado, no le importa despeinarse, no elude la comprensión de ningún tema. No pide salvoconductos para asumir el riesgo –trocado en responsabilidad- de mojarse: desenvaina su espada cuando lo considera necesario, siempre dispuesto a correr el riesgo de que su investidura salga salpicada en el combate.

Tampoco busca, por suerte, la guarida de ciertos intelectuales y héroes de masas de ésta hora, habitualmente vinculados a la industria del entretenimiento. Estos que sistemáticamente dejan pasar circunstancias enojosas, pendientes únicamente de ser mimados por el público para hacer realidad la imposible encomienda de que todo el mundo los quiera mucho.

Personajes a los que, paradójicamente -por tratarse de personas leídas-, “les fastidia la política”, que le tienen pánico a los incordios, para quienes la cultura constituye una suerte de arreglo floral y los entornos problemáticos que viven otros son sencillamente un estorbo. Demasiado pendientes del aplauso inmediato.

Pienso que el de Vargas Llosa es un atributo consecuencia directa de una exigente ética persona, resultado de un robusto ejercicio intelectual con anclaje en todos sus extremos. Si algo no hace Vargas Llosa es callarse. La aproximación a la comprensión del devenir humano en los términos que, personalmente, estimo correctos: la política como plataforma más fiable al hecho cultural. La ruptura con el fuero doméstico; el interés en el hecho público; la convicción de que es necesario formar parte de la solución, la fe inquebrantable en el futuro de la espacie humana a partir de la apropiación armónica de los elementos de la naturaleza. En su puesto, y articulados a la perfección, la concordancia entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que se hace.

Todo lo cual, además, ha hecho de Vargas Llosa, a más del escritor sobresaliente que todo el mundo conoce, un brillante reportero. Entre sus muchos atributos, es éste un costado más bien poco comentado de su perfil público. Se filtra de manera a veces evidente en sus obras: para muchos, la Fiesta del Chivo, acaso su mejor novela, es, ante todo, un gran reportaje de investigación.

Y aunque podría hacerlo, no se aproxima a la realidad este escritor únicamente desde hoteles parisinos ni desde los nada arriesgado dominios de barriadas como Soho o Lavapies. Como sabemos, son éstos los espacios favoritos de ciertos sectores progresistas de caviar, algunos de ellos periodistas, irónicamente los críticos más fieros de las posturas del ahora Premio Nobel. Portador involuntario de una insaciable curiosidad, ha hecho Vargas Llosa lo necesario par trasladarse a la Franja de Gaza, a Bosnia a Sudáfrica, para enterarse de primera mano sobre lo que en estos parajes sucede y ofrecer unas impecables crónicas de dominios perturbados y llenos de tormento, en los cuales se jugaron y se juegan algunos de los dilemas de la humanidad en ésta hora.

En lo obtenido a partir de estas indagaciones, no ha tenido Vargas Llosa remilgos en elaborar contundentes alegatos en contra del proceder de algunos estados con los cuales tiene amistad, como sucede con Israel. Ha sido gracias al testimonio de una pluma que está libre de cualquier sospecha que buena parte de la opinión pública universal, acostumbrada a las reflexiones binarias y las simplezas, ha podido comprender en su total dimensión las atrocidades cometidas por el estado judío en Gaza y Cisjordania invocando la lucha contra el terrorismo. No ha sido obstáculo su declarada amistad con el sionismo ni su relación personal con algunos primeros ministros hebreos para colocarse en la delicada misión de decir la verdad y denunciar lo punible. Los reportajes de la Franja de Gaza, junto a los de la Guerra en Bosnia, han sido de los más completos y deslumbrantes que me he leído en toda mi vida.

Se le acusa a Vargas Llosa se “ser de derecha”. Pues desde donde se ubique, aunque sea a la derecha, ha sentenciado con una claridad superior a la de cualquiera no sólo a los Castro y a los Ortega, sino a Pieter Botha y al Augusto Pinochet. Al Pinochet que sí aplauden a escondidas ciertas frivolidades empresariales. No podemos decir lo mismo de algunas vocerías que están a su izquierda: retratistas que se derriten ante hombres fuertes incapaces de llamar a las cosas por su nombre para seguirle rindiendo tributo a los delirios de la adolescencia.

Muchas veces me ha irritado Vargas Llosa. También yo he sido uno de sus críticos. Con una frecuencia apreciable no estoy de acuerdo, o no estoy del todo de acuerdo, con lo que dice. Sus colofones no dejan de parecerme reiterativos, a veces me parece que su apasionamiento lo lleva a cometer torpezas graves. Su neoliberalismo parece irremediable y su convicción en la obra terapéutica de los mercados ha sido contestada una y otra vez por los efectos de la realidad.

Nada de esto me impide afirmar, sin embargo, que estamos en presencia, no sólo de un gran novelista, sino de uno de los intelectuales más completos de la contemporaneidad.

Un comportamiento público que constituye una semblanza a la comprensión de la libertad. Como el mismo lo diría: de los desafíos de escoger en la vida la cultura de la libertad.

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