lunes, 5 de noviembre de 2012

Manifiesto del machismo democrático


La historia del hombre, lo dijo alguien, es la historia de la lucha de clases. En el escenario nacional del hogar, la pugna de las tendencias que lo integran es la misma que, por siglos, ha dominado la pasión en la calle.

La defensa de intereses sectoriales; el acceso a las comodidades y los recursos; las prerrogativas y los derechos adquiridos. El derecho a expresarse. El respeto a la diferencia. La distribución de obligaciones.  Las “conquistas sagradas”, de carácter progresivo e imprescriptible. Burgueses y proletarios. Celtas y normandos. Romanos y cartagineses. Croatas y serbios. Nativos y colonos. Comunistas y capitalistas. Machos y hembras. Quedó dicho: la historia del hombre es la historia de la lucha de clases.

El machismo ortodoxo en su versión totalitaria, lo proclamamos, amén de su desprestigio, es una corriente que ha sido derrotada y completamente superada por la historia.  Caminan a conocer el fin de sus días los sistemas organizativos de inspiración comunal, mando centralizado y partido único. Le vamos dando al adiós definitivo a los liderazgos vitalicios: el “máximo líder”, padre responsable, que todo lo que hacía, incluyendo lo malo, era por nuestro propio bien, se preocupaba por la salud de su pueblo y administraba la justicia. La centralización de las decisiones, el presidencialismo de la casa.

Ahora el “amor eterno” es una realidad condicionada. La posibilidad de la secesión es una posibilidad latente. Cada cuatro o cinco años, las parejas legitiman el sistema con la convocatoria a nuevas elecciones.

Prescribió el tiempo en el cual el macho proveedor financiaba las actividades de su cónyuge, establecía vedas y condicionantes para que ésta trabajara y tutelara con apelaciones su vestimenta. Ha caducado el período histórico en el cual éste, como sujeto político, esperaba paciente el momento de ser servido para almorzar; no se sintiera si quiera compelido a mover un dedo para poner orden en el espacio geográfico del hogar y administrara a su real entender los premios y castigos de su mujer e hijos.         

El absolutismo masculino fracasó. La figura todopoderosa y estoica de los machistas históricos, como Jorge Negrete y Emiliano Zapata, si alguna vez inspiradoras y legítimas, descansan hoy en un mausoleo público, a la vista de todos, víctima de la diversidad y el libre juego de ideas. Adiós al “mi amor, prepárame un cafecito”; “no me esperes, llego tarde”. Adiós al “Machismo Real”.  La utopía machista ha muerto.
           

II

Alentados con los vientos de cambio vigentes en este tiempo federal y descentralizado, los machistas de esta hora asumimos el reto de postular el nacimiento de una nueva corriente de pensamiento: el machismo democrático. La Perestroika del discurso lividinal.

Alejados de forma categórica de toda forma de totalitarismo, los machistas modernos salimos a la calle a debatir nuestras tesis, defender nuestros postulados, obtener la voluntad del electorado y aceptar sin complejos los retos del sofisticado sistema de negociación y acuerdos que trae consigo el exigente parlamentarismo del hogar moderno. En las grandes democracias, como se sabe, los delegados en el parlamento han sido escogidos para discutir y disentir, pero es su sagrado deber trabajar para acordar.

Nuestro objetivo, dicho sea esto sin ambages, es el mismo: la toma y el ejercicio del poder en una sociedad de iguales. Creemos en la alternancia, la rendición de cuentas y los mandatos revocables. Comprendemos que el amor no puede estar totalmente estatizado: hay cuotas importantes del afecto que le pertenecen al sector privado. Han cambiado los métodos. El machismo democrático, o postmachsimo, distanciado, como ha quedado dicho, de la imposición y el unilateralismo, de la homofobia, la discriminación y otras taras del comportamiento social, coloca sus cartas sobre la mesa para disputarse la repartición de obligaciones en el ejercicio del gobierno frente a quien ha sido nuestro adversario histórico, hoy, sin embargo, y sin duda ninguna, complemento indispensable para mantener vigente el sistema democrático de una casa: el sindicato femenino.

Los excesos del pasado no nos impiden poner sobre la mesa nuestros postulados. Colocar condiciones, poner limitantes, exigir derechos y emitir opiniones legítimas con entera libertad.

Respetuosos indeclinables de las libertades públicas y las legítimas aspiraciones de otras corrientes, los neomachistas exigimos, ante todo, respeto. El neomachismo está integrado por un corpus de ideas de innegable raigambre histórica e indudable pertinencia social. Declaramos entonces que no nos da ninguna pena asumirnos como tales. Es cierto: nos encanta extraer comida fría de la nevera; nos aterran las crisis de llanto; nos atormentan las peluquerías y nos exaspera salir a comprar. Suspiramos por la Radio Rochela, recordamos con afecto a Iris Chacón, nos fascina ir al estadio, comer perros, beber cerveza y acostarnos tarde. ¿Las mujeres son feministas? Pues nosotros somos machistas. No hay, en esta postura, mácula, vergüenza, pecado capital o hecho punible que se nos pueda enrostrar.

Creemos es necesario obrar con respeto por la diferencia y estamos dispuestos a acordar ahí donde sea necesario. Tenemos nuestras opiniones, sobre el llanto como mecanismo de negociación y presión; sobre las habilidades al volante de nuestras socias; sobre el tiempo legítimo de duración de una compra; sobre la capacidad de mantener encriptado un secreto. Condenamos con sincera repugnancia la violencia doméstica, la patanería, la actitud recostada, las agresiones, la falta de decoro y la actitud irresponsable de otros tiempos. No imponemos leyes: tenemos opiniones.


El machismo moderno es, entonces, un nuevo y amplio cauce como concepto político. Irrumpe en el escenario nacional para hacer suyas las aspiraciones de muchos hombres incomprendidos, postrados ante el regresivo escenario de hoy, en el cual tenemos que soportar toda suerte de observaciones ofensivas sobre nuestra panza,  nuestros cortes de pelo y nuestros atuendos, siendo, al mismo tiempo, forzados por las convenciones vigentes a alabar pinturas de uñas con color discutible, cholitas sin demasiada fortuna y arreglos de peluquería de urgencia forzada.

Todos se enriquecen y nadie pierde en el pluralismo político. En el disenso está la diferencia. El potsmachismo está de regreso para hacer justicia y defender sus postulados por la vía democrática. No proclama la supremacía: invoca el debate

Consciente con los deberes orientadores para con su militancia, habiendo tomado nota del enorme vacío ideológico de estos años, al corriente de la importancia de sentar un precedente que oriente nuestro plan de acción y le otorgue un norte a los ciudadanos angustiados y confundidos, aturdidos por los baby showers; las instrucciones telefónicas; los regaños culinarios o las terapias y los spas, los machistas democráticos hacemos público nuestro cuerpo doctrinario. Un pliego de peticiones que, a diferencia de otros eventos del pasado, no es conflictivo: es de carácter conciliatorio.


En días laborales, después de las diez de la noche sólo se admitirán preguntas de selección simple. El tránsito al descanso de un hombre agotado luego de haber cumplido sus obligaciones del día no podrá bajo ninguna circunstancia ser interrumpido con inquietudes de carácter estructural, desarrollos argumentados o dilemas existenciales de compleja resolución. Inquirir, desde la sala,  “¿Llevaste el carro al mecánico?” puede quedar respondido con un leco que traiga envuelto el monosílabo “si”. Luego de cumplidos los horarios estipulados, por lo tanto, comentarios o preguntas como “no me gustó lo que me dijiste el miércoles de la semana pasada” o “¿qué vamos a hacer con este país?” quedan expresamente prohibidas.

Todo hombre tiene derecho a escoger en qué ayuda en la casa. El machismo de esta hora declara que ayudar en el hogar no forma parte de una consigna para engañar incautos, obtener publicidad o granjearse simpatías artificiales en el electorado: es parte de un compromiso de carácter indeclinable. Los hombres de esta hora, sin embargo, en aras del decoro y el honor,  invocando el derecho universal a no ser expuestos al ridículo, nos reservamos el derecho a escoger cual será el escenario y las condiciones de la fragua. Ningún hombre podrá ser forzado a exponerse a la humillación de tomar punto y dedal; planchas cuellos o forzar guisos si no están dadas las condiciones aptitudinales necesarias. Las exhibiciones de fuerza bruta desprovistas de pericia, los barridos voluntariosos y las puestas de mesa también deberán ser tomadas en cuenta el momento de sumar créditos emocionales.

Ningún hombre verá interrumpido su juego de pelota por motivo fútil. Ver un jugo de pelota, cualquiera sea el calibre de la pelota, es, para cualquier hombre, casado o soltero, una actividad sagrada. Ver escamoteado su desarrollo con preguntas como “¿te conté lo de mi Tía Jacinta?” acompañado de un “contigo no se puede hablar” constituyen un irrespeto y un agravio inaceptable. No hay nada más que agregar: durante un juego de pelota se conversará exclusivamente lo necesario. Se harán excepciones en los cortes comerciales.

Los domingos en la mañana se respetan. El domingo, Día del Señor, fue pensado para el descanso y la contemplación. Hagamos una paráfrasis de lo asentado por Jesús: el domingo se hizo para el hombre, no el hombre para el domingo. Todo el mundo es libre de madrugar un domingo para subir a El Avila persiguiendo a Lilian Tintori o salir a pasear al parque Zuata detrás de Valentina Quintero. Ese día, consumida la parábola de la jornada laboral, sin embargo, los hombres regularmente preferimos hacer aquello que nos ha sido imposible hacer durante el resto de la semana: descansar. Revisar la prensa sin apuros, leer a Lorenzo y Pepita, seguir con el libro de rigor y escrutar el techo en sana paz.  El deber de toda esposa responsable consiste en permitirnos reponer fluidos y cargar energías sin hacer mención a capítulos complejos o polémicos. Durante toda la mañana quedará expresamente prohibida mención alguna a diligencias atrasadas –obtención de licencias, gestiones de sacos de cemento en Los Valles del Tuy, visitas a fisioterapeutas o llamadas a mecánicos: todas, incluyendo la puesta en orden del apartamento, serán atendidas en horarios de oficina.  Sólo podrán despertarnos nuestros hijos: una vez cumplidos los ocho años la veda los incluye a ellos.

Las peleas con crisis de llanto no deberán sobrepasar una frecuencia bimensual. Cierta literatura vinculada al machismo clásico había dejado sentado en algunas de sus obras fundamentales que “no hay mujer que no resuelva un entuerto llorando”. Las corrientes revisionistas del machismo democrático han ido matizando con los años esta postura terminante y excesiva. En los confines ideológicos del Machismo Real el llanto era tenido como síntoma de una crisis terminal y símbolo de una derrota sin atenuantes: se lloraba, y con discreción, en los velorios. Con el tiempo lo hemos ido entendiendo: las mujeres, al llorar, no necesariamente están en crisis: resulta que a veces están “drenando”. El machismo democrático debe comprender la importancia que para ellas tiene la circulación de líquido emocional en sus tuberías sentimentales, todo con el objeto de prevenir males mayores de carácter ulterior. Nada más peligroso que producir sedimentos anímicos y coagulaciones inconvenientes de carácter retroactivo en las emociones femeninas   Cierto liberalismo extremo femenino, lo sabemos, acude al recurso del llanto con la misma frecuencia con la cual  estornuda. Sensaciones reprimidas y tormentas con gritos que truecan a los pocos minutos en una insólita serenidad de ojos hinchados y mocos en trance de sedimento: “¿Ponemos un rato las comiquitas?” puede ser perfectamente capaz de afirmar una mujer que diez minutos antes estaba inmersa en una tormenta dantesca. El machismo moderno ha sido compelido a ponerle, entonces, condiciones al drenaje. La frecuencia de las tormentas que acá queda asentada tiene, sin embargo, carácter negociable.

Comer en el cuarto es un hábito como cualquier otro. Almuerzos y cenas constituyen con mucha frecuencia actividades rutinarias, inherentes a la misma condición humana; trámites administrativos vinculados a la salud misma, por aquello de que quien no come se muere. Los momentos festivos y las ocasiones especiales, como ha quedado dicho, están reservados para circunstancias especiales. No toda ingesta calórica tiene que dar lugar a ceremonias con mantel y velas. No siempre será necesario "poner" la mesa. Comer no es, necesariamente, una ceremonia: una ceremonia es un entierro. Comer y ver televisión es una actividad que a todo hombre normal le produce una enorme felicidad: deberá ser respetada si se ejerce de manera ocasional y oportuna. Hábito este, además, que no es excluyente: toda mujer que así lo desee nos puede acompañar.  Nadie debe pasar por alto un detalle: por algo el mercadeo moderno envía las pizzas cortadas en trozos: separarlos es un derecho personal.  La conquista del cuarto a la hora de la comida de forma razonable y negociada será un punto de honor para el machismo democrático.

Todo hombre tiene derecho a comer cosas frías de la nevera sin ser estigmatizado. Nadie guarda en la nevera cosas que no sean comestibles. Tuercas, martillos y cables eléctricos están ubicados en los gabinetes altos de la cocina. Si las cosas están en la nevera es porque nadie se va a envenenar al comerlas. Si es viernes, si media el whisky, si se llega tarde, si el hambre aprieta y al sujeto del análisis, valga decir, al hombre en cuestión, no le importa, comer fiambres de cualquier calibre en proporciones moderadas –albóndigas, tortas de arroz, encurtidos, pedazos de queso o berenjeas silvestres que provienen del mediodía-  constituye un hábito que deberá ser respetado. Siempre y cuando no ensucie y se deje intacta suficiente comida para los demás.

Ningún hombre está moralmente obligado a ir a una piñata de alguien que no conozca. Decoración de interiores, colores apropiados, gelatinas, la comiquita de moda. Envolver pedazos de torta en papel aluminio “para que le mandes un poquito a tu mamá”. El asunto no se nos da igual. Podemos hacerlo: de poder, se puede, pero nunca será lo mismo. Los hombres asienten, colaboran, cargan, arriman, empujan, vigilan a los niños con miradas panorámicas, reportan y obedecen. Se beben las cervezas con los amigos y se comen aquellos entrañables perros calientes que, en los años de la soltería, eran ingeridos por las noches. Las piñatas para los hombres son como los cepillos de dientes: entre más personales más apropiadas. No hay escenario más desolador que asistir a una piñata ajena, sin referentes previos, perdido en un mar de tías desconocidas que pellizcan argumentos para conversar.

Comprar rápido: un gesto que siempre se agradece. No existe sobre la tierra una mujer que, en trance de escoger un vestido, no pida opinión a un tercero. El tercero, normalmente, será usted: procederá a continuación, a decidir exactamente lo opuesto a lo dictaminado. Las compras femeninas, sobre todo si son de ropa, pueden constituir un tortuoso ejercicio compuesto por prelaciones incomprensibles, reflexiones subordinadas, preguntas de socráticas que no tienen respuesta, secuencias de espejos, dudas existenciales de carácter cromático e inútiles regateos de precios. No hay espacio más hostil, más invasivo, más promiscuo, más parecido a una ergástula que un probador de Zara. Todo hombre responsable está en la obligación de tener una idea razonablemente clara de lo que quiere comprar, escogerlo y salir de aquel aparatoso entorno tan pronto como pueda. Las compras en el hogar, de la mano del hombre, deben ser como la información: veraz, precisa y oportuna.


Cumplidas las tareas asignadas, todo esposo responsable se merece un refuerzo positivo. Se la atribuya a la Pasionaria haber afirmado, en plena guerra civil, aquello de que “el cumplimiento del deber no se aplaude”. Los machistas democráticos jamás le hemos dado demasiado crédito a esa frase antipática, amargada y carente de sex appeal. Todo hombre que pase coleto, friegue, cargue, baje, suba y arregle trabaja para ser recompensado con una frase de reconocimiento, una palabra de estímulo, una expresión amorosa o un oportuna sobada de cogote.



 

martes, 23 de octubre de 2012

Los envidiosos y el zodíaco


No existe el horóscopo que nos indique en qué lugar del espectro zodiacal es que se ubican los envidiosos. Con su ración de salvedades y matices, expresados en los “ascendentes”, cada capitulo planetario le propone a sus lectores una relatoría de sus fortalezas más exquisitas y sus debilidades más discretas. Tauro, Leo, Libra o Cáncer: emprendedores, solidarios, románticos y justicieros.
Y si se trata de defectos, serán expuestos sólo aquellos que el consumidor esté dispuesto a recibir de buen talante: tal signo es orgulloso, algo arrogante, terco a más no poder. No hay en el zodíaco –y mire que la especie abunda- compartimientos reservados para clasificar, por ejemplo, a “trepadores” o “hipócritas sin remedio”.
No es demasiado lo que se glosa sobre uno de los sentimientos humanos más escasos en poesía, más reñidos con el decoro, misérrimos, y, al mismo tiempo, más universales de todos los tiempos. Ese escozor impío, ese sangrado vital, esa roncha existencial que sobreviene a muchos mortales frente a lo que obtienen, disfrutan, disponen y conquistan los demás.
La tragedia de los envidiosos crónicos se expresa por partida doble. En primer lugar, la envida tiene una particularidad: es este un mal condenado a ser conjugado en tercera persona. En el drama emocional de la envidia siempre hay involucrado un actor adicional: un bípedo que, para su desgracia o fortuna, lo ignora por completo. El envidioso tiene una mala voluntad con la cual no sabe qué hacer, porque se la está administrando otro. Se trata de una carga que no puede retroalimentarse con su lugar de origen.
El segundo rasgo no deja de ser todo un enigma: la envidia es, además, como otras falencias humanas conspicuas, –la cursilería- un sentimiento impostor. Todo un actor de contrainteligencia. Se disfraza, trueca, cada dos por tres muta. Subsiste en las entrañas del enfermo sin anunciarse. Se expresa en público, buscando argumentos por mampuesto, pero obra en silencio. Se aloja en el alma de las gentes haciéndose pasar por otra cosa. Preocupación honrada, crítica constructiva o desinterés altruista.
El último tramo de sus vericuetos consiste en identificar su inevitabilidad: es este el más fatal de todos los fermentos del alma. Desde el más millonario e iletrado de los peloteros profesionales hasta el más perfumado y solícito artista plástico: como la vanidad, la envidia es un vacilo que no distingue procedencias. No ha nacido un solo ser humano mortal capaz de ponerse de pie sobre su propia pedantería para afirmar que es tan perfecto que nada le produce envidia. Ni siquiera si es necesario detenerse a analizar la saeta que incuba el virus en su estadio previo: la palabra “celos”.
No hablo de la civil “envidia cordial”, formula de trato que es capaz de hacerse presente entre la gente en virtud del perfil venial de su apariencia imperfecta. Hablo de un sentimiento sordo, irremediable y reitetrado, vinculado a las capacidades laborales, las aptitudes vitales, los éxitos personales, el desempeño social. Los espíritus limpios suelen evadirla con algo de astucia, propinándole ramalazos y dosis de lectura, poniendo las cosas en perspectiva, administrando reflexiones como analgésicos, cual si se tratara una gripe. Llegado a la cuarta década de la vida, cualquier espíritu curtido podrá dominar un brote envidioso generando anticuerpos naturales para expulsarla.
Quienes portan cicatrices en el alma hacen de esta una dolencia eterna: similar a la a diabetes, capaz apenas de controlarla, pero sin atinar con la cura.
 
 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Más sobre “La civilización del espectáculo”

La crisis de la vanguardia, los retos de la masificación del conocimiento. El estado actual de la opinión pública; el matiz omnipresente y totalizador de la información. La renuencia al compromiso público que vienen asumiendo estamentos del universo intelectual. La huída global hacia los fundamentos de la política como palanca civilizadora y camino más fiable a la comprensión de la cultura. La expansión de una rutina de comportamiento que no parece dispuesta a tomarse molestias por nada.

Un estado general de la opinión que considera lícitas las transgresiones sin contenido, la puesta en escena de un festín televisivo, el escamoteo de la vida personal de los demás. En términos generales, una especie de convención implícita y forzada, vigente por completo el universo del consumo cultural de hoy, según la cual no vale la pena ocuparse de nada que no sea divertido.

En lo tocante a la política, la violenta invasión y consolidación autocrática del marketing electoral: ese virus totalitario que alejó a la mayoría de la dirigencia actual de la lectura y que los puso a leer encuestas para no tener que tomar decisiones. Expresado como pocos en prototipos universales como Peña Nieto, el actual presidente de México.

De todos los formatos editoriales disponibles para consumir cultura, el ensayo es, como ningún otro, el que se alimenta mejor de cierta dialéctica crítica para mantenerse saludable. Con mucha frecuencia el insumo del disenso es parte su alimento esencial. Digamos que puede constituir una ociosidad más o menos inconducente exigirle a un ensayista pedirle que opte por la beata condecoración de la unanimidad. Puede que no ocurra en todos los casos, pero queda claro que un buen ensayo puede conocer un derrotero muy afortunado si resulta saborizado con una fértil polémica.

En los fundamentos expuestos por Mario Vargas Llosa en su último libro, La Civilización del Espectáculo, vienen encriptadas, también con sus contradicciones y puntos ciegos, parte de las observaciones más acabadas y completas en torno a algunos de los más conspicuos malestares culturales de este tiempo histórico.

En esta, la era de la consolidación, expansión y metamorfosis del gobierno de la televisión sobre el mundo y del perfil de un tipo de ciudadanía global que sobre ella se asienta. El tiempo de la conquista de cotas inusitadas de bienestar, la divulgación del conocimiento y la ampliación de los derechos democráticos en amplias zonas del planeta. Un momento en el cual, probablemente, estamos, al mismo tiempo, a caballo, editando libros y leyendo en papel, y ya en automóvil, consolidando imperios enteros interconectados en Internet para hacer realidad la utopía de la imaginada sociedad virtual.

No afirmo que algunas de estas reflexiones no hayan quedado asentadas en otras ocasiones. Con todo, sin embargo, no tengo inconveniente en afirmar que tenía rato que no terminaba un libro portando una sensación tan consolidada de haber descargado un inquietud emocional que acá quedó lograr estar traducida en una acertada secuencia de palabras con entera fidelidad.

Contrariamente a lo que algunos pudieran pensar, no es este un volumen lanzado a la calle con el objeto de hacer ascos de todo lo existente, renegar de los adelantos tecnológicos, despreciar la cultura popular, regatear los avances de la civilización en esta era o afinar la puntería en contra de los aspectos de la cultura de la libertad.

Todo lo contrario. Los aspectos de la vida cotidiana que son pasados bajo un contundente y demoledor tamiz crítico – los vericuetos de la televisión comercial y el sexo como argumento para la venta; el albedrío intelectual y la autonomía artística; el desarrollo democrático y los dominios de la tecnología- no sólo habían sido recibidos con beneplácito cuando era menester hacerlo, sino defendidos y promovidos con denuedo, con sus riesgos incluidos y sus contradicciones, en el ardoroso combate contra los totalitarismos que se gesta en todos los círculos de pensamiento del mundo.

Las preocupaciones de Vargas Llosa son otras. Se trata de las consecuencias de la conquista de algunos de estos horizontes, largamente anhelados, los que demandan la toma de una postura que se constituye en un interesante llamado de atención.

El “todo aquí, todo ahora”, esa inapreciable conquista que pone en manos de la audiencia cualquier insumo informativo en tiempo real, le está abriendo campo al desarrollo de daños colaterales en torno a la aproximación a la comprensión de procesos. Vargas Llosa no sólo evalúa con cierta prevención el consumo de información fragmentado y sin filamentos presente en los buscadores de Internet, sino que enjuicia con severidad la estandarización de esta palanca como la única vía posible para recabar información, y, sobre todo, estructurar conocimientos.

Con muchísima frecuencia, sostiene el autor, algunos de los campos aplicados para abrirle caminos a la comprensión del entorno y dominar las fuerzas de la naturaleza –la filosofía, la sociología, las bellas artes, la literatura- parecen ser tomados en esta hora por una postura invertebrada y sin nortes, amiga de las fórmulas meramente descriptivas, pedante y cruzada de sofismas, contemplativa y divorciada de los verdaderos dilemas humanos. El capítulo dedicado a la escuela francesa de filosofía que tantos estragos produjo en los años 90, “La hora de los charlatanes”, es, sin duda, uno de los más completos del libro: podría acompañarlo con una firma pública.

Ese es el mundo de hoy: tecnófilo, abundante en conocimientos dispersos, aproximadamente ágrafo. Hoy somos más, comemos mejor y estamos mucho mejor informados que hace décadas, qué duda cabe. Por supuesto que siguen apareciendo productos y novedades, propuestas y posturas que nos maravillan por su autenticidad y mordiente.

Permanecemos sin embargo con demasiada frecuencia con el control remoto en la mano, presa de cierto onanismo espiritual, viendo desfilar las desgracias ajenas en los telediarios. Aún embistiendo contra la televisión, la banalización del sexo y la las novedades informáticas, -tres de los baluartes emotivos más sagrados de las masas-, Vargas Llosa queda de pie. No los cuestiona con el objeto de destruirlos: lo hace persuadido de que precisan de una sacudida. Nadie puede acusarlo de retrógrada, de oscurantista, de querer complotarse en contra la modernidad: ha sido uno de sus defensores más esclarecidos. La crisis de la vanguardia cultural en esta hora parece manifiesta y le opinión pública mundial, obligada a presenciar una ración cotidiana de desastres y horrores, parece hoy el festín de una gigantesca puesta en escena.

Podrá afirmarse que libro es lapidario; que se va de bruces, que rebosa una dosis inusual y excesiva de escepticismo. Con algo de razón, algunas voces han resentido su postura aristocrática y ligeramente desdeñosa. No se hace justicia con todos los blancos de sus invectivas. Podríamos enrostrarle, incluso, que el actual estado de cosas es, en parte, el resultado directo de la tutela de los mercados en nuestras vidas, defendida con tanta pasión en otras ocasiones: esa que, también, ha tomado los deportes para desmantelar alineaciones y revender fichas millonarias de jugadores cada pocos años con disparatada fruición.

Aparentemente zaherido por las alusiones personales que le hiciera –ninguna de las cuales, por cierto, parece concretar la existencia de algún agravio en particular-, Jorge Volpi le dedica una virulenta respuesta. Una brillante parrafada demasiado tocada, sin embargo, por el ánimo de dejar las cosas como están. En la cual quedan respondidos todos los temas posibles, menos el que el autor de marras plantea como nudo gordiano de sus preocupaciones: la decadencia de la alta cultura; la ruptura de las masas con los dilemas humanos de mayor hondura; la decadencia del compromiso público y la completa frivolización de muchos valores de intercambio cotidiano de la humanidad. Una evidencia que no necesita hacer ascos de la cultura popular ni de las preferencias de las masas para encontrar su asentamiento en la realidad.

Hace rato no veía con golpe tan nítido y esclarecido al mentón de las conciencias como el que se materializa en el aludido ensayo. Volpi se lo atribuye a su edad. Muy por el contrario, sostengo que la postura de Vargas Llosa es el resultado directo de una circunstancia fundamental para mantener viva la vitalidad intelectual: la inconformidad.

martes, 7 de agosto de 2012

Sobre el rostro de Bolívar

Me cuento entre quienes piensan que, en cualquier otra circunstancia, hubiera sido un interesante ejercicio usar las herramientas científicas y tecnológicas disponibles para desarrollar una aproximación lo más fidedigna posible al rostro de Simón Bolívar. La iconografía de algunos de los grandes venezolanos del siglo XIX está comprimida en aproximaciones de desigual calidad, y su fidelidad aparece condicionada y dispersa, sometida de forma irreversible a un compendio de circunstancias que rodearon la vida misma de algunas de estas personalidades, con frecuencia omitidas o desconocidas. La más importante de ellas, como sucedió con Antonio José de Sucre y Francisco de Miranda, la ausencia de tiempo y disposición, en virtud de las apremiantes circunstancias que rodearon sus vidas, para tomarse el trabajo de posar pacientemente ante los ojos de un retratista. Baste decir, a manera de ejemplo, que el rostro de Antonio José de Sucre que hemos conocido los venezolanos de este tiempo, y que toda la vida hemos dado por genuino, pertenece a óleos de Arturo Michelena que fueron hechos casi setenta años después de la muerte del Mariscal cumanés. Obras que incluyen la recreación de la muerte en Berruecos y el apacible rostro de mártir juvenil plasmado en los billetes purpurados de diez bolívares. No ocurre lo mismo, por ejemplo, con José Antonio Páez y Andrés Bello, a quienes la longevidad de sus vidas les hizo posible asistir a los primeros experimentos fundacionales de la fotografía. Sobre ellos hay daguerrotipos harto conocidos, tomados incluso de cuerpo entero. Sus rostros son esos; es una realidad incontrovertible sobre la cual no es posible tejer ninguna elucubración posterior. Los puntos ciegos que estoy describiendo, expresados en estas realidades contradictorias, presentan, desde una perspectiva técnica e histórica, en muy buena medida, obstáculos insalvables. Eso ha hecho posible que una cierta demagogia realenga de carácter secular trajine, para sus propios fines, con el objeto de distorsionar la percepción natural que sobre ellos podamos tener una vez que murieron. Un polvillo retórico que encierra objetivos de poder mucho más perversos de lo que a primera vista parece. Este vicio, como es natural, se afinca de manera muy especial en torno a Simón Bolívar. La discusión sobre su iconografía es bastante menos ociosa de lo inicialmente supuesto. A nadie debe sorprenderle que, si con su pensamiento político y su vida se ha ido ejecutando, en una década tras otra, monumentales y farsescos ensayos en una y otra dirección, colocándolo a deliberar frente a dilemas que no conoció y, en consecuencia, adjudicándole méritos que no tuvo, no se elaboren ejercicios, aparentemente inocentes, para retocarle el rostro y alinearlo en torno a cualquier subtexto discursivo de carácter ideológico. Todos apoyándose en la curiosidad natural de muchos venezolanos contemporáneos puedan tener en torno al ser humano más deificado de todo el subcontinente. De Bolívar hemos visto representaciones almibaradas y algo ridículas, que imitan el imaginario romano, como el busto existente en la Plaza Caracas. También tiene tiempo un debate sordo en torno al verdadero color de su piel: las versiones más estrafalarias, de un tiempo a esta parte, no sólo postulan que se trató de un sujeto mestizo o con raíces africanas, sino que además, como se ha afirmado recientemente, no nació en Caracas, sino en Capaya, muy cerca de Barlovento. Afirmaciones hechas desde las alturas del poder, comentadas muchas veces de forma casual, pero que traen consigo, sin embargo, una perversa maniobra de carácter populista, concebida para forzar circunstancias políticas del presente y falsear por completo la historia de Venezuela Poco importa, a estos efectos, la existencia de algunos materiales previos que pueden arrojar elementos concluyentes. El rostro de Bolívar pintado en Lima hacia 1828, con entradas, de perfil e inequívoco aspecto europeo, sobre el cual él mismo se encargó de dejar sentado testimonio de fidelidad al afirmar que ha sido elaborado “con la mayor exactitud y precisión”; o bien los acertados trazos que sobre la descripción de su rostro y su carácter doméstico dejara escrito Luis Perú Dellacroix en su célebre “Diario de Bucaramanga”. Asistimos, bajo sospecha, al desvelo de este Bolívar en trance de reencarnación, al que se nos quiere presentar ahora como la metáfora viva de una versión acabada y terminante de la historia nacional. Un Libertador que quiere ser presentado como una versión inequívoca: como si los átomos disueltos de la historia hubieran decidido realinearse para conseguir su explicación final en ciertas posturas del presente. El apellido de la República; la nueva estrella de la bandera. El cambio de postura del caballo del escudo. Toda la nomenclatura en torno a los mandos de las Fuerzas Armadas. El folletín, desmentido por los hechos una vez tras otra, en torno su fulano asesinato. Demasiados amagos, demasiada majadería simbólica. Una maniobra mal disimulada por tomarse una foto en torno a las fuentes originarias de la fundación de la nación. Suena demasiado a “la patria soy yo”. No es la primera vez que ocurre: al cadáver de Juan Vicente Gómez lo retuvieron todo lo necesario para que la fecha oficial de su muerte coincidiera con la de Bolívar. Nada especial ocurrió con su memoria luego de aquel 17 de diciembre de 1935.

domingo, 6 de mayo de 2012

Sobre "Caracas, ciudad de despedidas"

Una molestia inicial que no pude reprimir, y un sedimento amargo que encuentra su espacio, se aposenta y se extiende con lentitud. Esas fueron las dos sensaciones experimentadas -disuelta la primera, vigente la segunda-, cuando fui invitado de forma casual a ver el breve documental “Caracas, ciudad de despedidas”. El equívoco inicial, paso a reconocerlo, correspondió a una interpretación somera del contenido del material. Probable consecuencia de una especie de rebote auditivo que se trae al remolque situaciones previas: una de las tantas ocasiones en las cuales uno ha tenido que encarar un tema crónico; un malestar cultural que se ha transformado en una de las conversaciones más recurrentes en todos estos años. En las primeras de cambio confundí el testimonio de estos muchachos con algunas posturas inerciales vinculadas a la fractura social que como sociedad nos distingue y que, en mi caso, producen una irritación inercial que me es casi imposible de contener. Me refiero al discurso que patenta el asco social y que se desplaza a través del desarraigo; a una cierta actitud sifrina irremediable que no termina de aprender a aproximarse con dignidad a la comprensión de la pobreza. Esa fruición tercermundista con la cual algunos sectores pudientes latinoamericanos desprecian las claves culturales que le pertenecen para hacer suyas las de entornos más adelantados. Pero no. No es el caso. Sería una tontería imperdonable no verlo. El desarrollo del discurso del material en cuestión hace que cualquiera que lo desee termine aterrizando en una única conclusión posible. Una secuencia interminable de equivocaciones y estupideces cometidas como sociedad los tiene a ellos metidos –nos tiene metidos a todos- en el complicadísimo escollo político y social vigente en Venezuela en estos momentos. Son ellos parte constitutiva de una generación que es el resultado directo de una comedia de 25 años de equivocaciones. Y junto a esa generación está la mia, la que estudiaba 20 años atrás, respirando con ellos el efluvio del fracaso. Al ver a estos jovenes, me pude ver a mi, 20 años atrás, un estudiante crudo y con un optimismo inveterado, queriendo formar parte de algo, esperando con candidez que el país aplacara sus tormentos para comenzar a ser feliz. Es imposible no extraer conclusiones sin quedar preso de una profunda amargura. La tiranía del hampa, el colapso de los servicios, el ahogo a las universidades, el parcelamiento de la ciudad, el encanallamiento de la policía. La existencia de una estado sin instituciones, disfuncional y corrompido. Una realidad hostil e impredecible. Estos muchachos, como todos los venezolanos, pertenecen a una nación que ha dispuesto de abundantes recursos para levantar una sociedad coherente y digna, con un plan de vuelo al cual todos podamos atenernos y un acuerdo básico de convivencia. Pero están entrampados, como estamos todos, en un terrible caos de una endemoniada marcha, que cada día trae una variante nueva. Una crisis, por cierto, con elementos objetivos, fácilmente comprobables, que pueden ser aspirados al poner un pie en la calle, y que no quedará conjurada porque sus promotores, los gobernantes de hoy, terminen, como terminan siempre, atrincherándose en ecuaciones ideológicas de manual y posturas acomplejadas de clase. En Venezuela antes la gente llegaba: ahora la gente se va. Y si no logramos sacar al país del atolladero actual, la diáspora como fenómeno cultural se irá expandiendo a otros círculos sociales para volverse en un fenómeno que involucre a millones de personas. Así de sencillo. Las voces que escuchamos corresponden al testimonio de un fracaso histórico. La crisis venezolana, la decadencia de nuestra cotidianidad, no comenzó con Hugo Chávez, aunque es obvio que en sus manos se ha agravado terriblemente. Puede que, en virtud de su juventud, los entrevistados se hayan apalancado en algunas licencias imprudentes y no del todo elaboradas políticamente. Eso no nos impide afirmar que han expresado indiscutibles verdades. Y que, en última instancia, como ciudadanos de este país, ellos tienen derecho a decir las cosas como les de la gana sin ser por eso estigmatizados por nadie. Aunque formé parte inicial del coro de espectadores que se aproximó a esta circunstancia de forma por demás injusta, desde acá me animo a afirmarles que se queden tranquilos. No tienen nada de que avergonzarse. Ni son los únicos ni están solos. Hay millones de personas en este país que se sienten igual que ustedes. Una última reflexión, con ánimo de post scriptum: aquellos que, apareciendo en el documental, aún no se han ido, sólo me animaría a hacerles una proposición. Puede que no tenga sentido pedirles que hipotequen todo su futuro esperando por una nación impredecible y con un destino incierto, que ha dado comprobadas muestras de tener dificultades para salir de su actual estado de postración. Pero sí cobra un significado neto, con un valor agregado muy especial, que como personas en sociedad los distinguiría, que identifiquen las implicaciones y claves de la encrucijada actual. El costo de emigrar es bastante más alto de lo que parece. Lo que ustedes quieren es lo que todos aspiramos: tener una nación en la cual crecer y criar a nuestros sin pasarse los días enteros defendiéndose de la realidad. Estar en Venezuela en ESTE momento, en el tiempo histórico que engloba estos meses, puede tener un enorme y muy especial significado civil. Esperen las elecciones. Anímense a formar parte de la historia. No busquen refugio en artificios. Hay una oportunidad que nos está esperando. Las cosas no tienen por qué estar mal toda la vida. Las cosas pueden cambiar. A finales de este mismo año tendrán todos ya suficientes elementos de juicio sobre lo que soberanamente harán con sus vidas. Un derecho personal, inalienable e intransferible que no admite juicios de terceros. Parte del filamento ético del inseparable binomio con el que están tejidas la libertad y la responsabilidad

martes, 6 de marzo de 2012

Vargas Llosa y Woody Allen

Publicado en la revista Urbe Bikini el pasado mes de enero con ligeras modificaciones


La textura del jazz, el entorno de Nueva York, el encanto de lo inesperado, los dilemas de la seducción: es difícil resistirse a un film de Woody Allen.

Su larga cinematografía, salpicada de exquisitos referentes de la alta cultura. Todos los dilemas que bordean los límites de la existencia, tejida en torno al pánico y la neurosis, abordada con un encanto difícil de imitar, con ejemplos cotidianos que le sirven de divertido contrapunto.

Con sus altas, y sus bajas, que existen, ha sido el preciosista Allen un compañero vital, un masaje antiestress, la receta perfecta para un hipocondríaco, un placebo de un par de horas de duración, antídoto terapéutico indirecto para encontrarle algo de sentido al oficio de vivir.

Poco después de haber obtenido el nobel de Literatura, un severo Mario Vargas Llosa tronaba crítico en torno a un fenómeno creciente, especie de malestar cultural contemporáneo: la inundación de una especie de protocolo irrestricto del bienestar que soporta una anestesiada industria del entretenimiento que se paga a sí misma, principio y fin de todo el sujeto discursivo moderno.

Esta que parece postular que el mundo no está para cambiarlo, sino para vivirlo; que hace del compromiso colectivo un expediente delgado y condicionado, y que privilegia en todo momento sus decisiones a los mandatos de la tiranía del hedonismo. Vargas Llosa nombraba a varios autores, e inopinadamente terminó metiéndose con Allen.

El asunto, por supuesto, tuvo, para quien escribe, sus consecuencias personales: un icono admirado de mi lista de próceres estaba agrediendo a otro, y con eso se estaba trayendo un cúmulo de razonamientos conexos, no del todo procesados, al remolque.

Aún con la relativa decadencia de sus últimas entregas, siento que, como hipocondríaco consumado, tengo mucho que agradecerle a Woody Allen. No es un chiste: “Hannah y sus hermanas” ha hecho más por mí que cualquier psiquiatra con su tolete de récipes al remolque.

El golpe, al parecer sin retruque, como decía, me pareció gratuito. Fui, sin embargo, a ver Medianoche en Paris, su última entrega, y de forma súbita, luego de haberlas olvidado por completo, fui emboscado de nuevo por las reflexiones de Vargas Llosa.

Se enamora en Paris un personaje que interpreta a Allen, y le presenta al público la divertida secuencia de situaciones que habitualmente le caracterizan, y, por primera vez, pude confrontar a uno de mis ídolos con sus propias incompletitudes.

De pronto queda Allen desnudo, en esta, como en otras películas, imaginando que el mundo lo integran exclusivamente los Estados Unidos y Europa Occidental, invocando iconos culturales –Sarte, Hemingway, Picasso, Fitzgerald- como si se tratara de arreglos florales; para quien, con todo su progresismo antirrepublicano, el sur del planeta es una interrogante sin contenido, poblado por unos seres humanos en torno a los cuales no existe el menor interés.

Pensando un poco en otros creadores planetarios que sí se hacen las preguntas que intento describir, y comprobando, en última instancia, que el tratamiento de los temas vinculados al consumo de cultura, si es completo, comporta algunas molestias que rebasen esas aproximaciones tan insulares y lúdicas de la vida, tuve por primera vez con un repetido Allen en Paris, mi primera desavenencia de importancia.

Terminada la función decidí que no lo iba a negar: le daba la bienvenida a mi pleito imaginario con este Woody Allen innecesariamente vaporoso. Recordé que a los ídolos hay que confrontarlos; interpelarlos, colocarlos en torno a la humana condición que uno también transita y reclama para sí.

Porque ya me había ocurrido antes con el otro, el causante de la querella: Mario Vargas Llosa.

jueves, 26 de enero de 2012

Una historia del 23 de enero

A la memoria de Moisés Moleiro (1937-2002)


I


Una tumultuosa manifestación pidiendo libertades públicas y democracia, encabezada por Jóvito Villalba, tuvo lugar en la Plaza Bolívar de Caracas el 14 de febrero de 1936. Juan Vicente Gómez acababa de morir y una enorme expectativa se abría en aquella sociedad adormecida, recién despertando de un lado medioevo de tiranías.

Presenciando a distancia a la juventud exaltada, el viejo Moisés Moleiro Sánchez, entonces con 32 años, no estaba especialmente eufórico. Lo único que había descubierto entonces era que toda su juventud se había disuelto metida en una dictadura.

Había llegado a Caracas en 1928 para cursar estudios musicales; llegó a amenizar sesiones de cine mudo e incidentales de radio en vivo. En los años 40 comenzó a trabajar en sus primeras composiciones. Más adelante se ganaría la vida como profesor de piano.

Casi 20 años después, como funcionario administrativo del Ministerio de Relaciones Interiores, masticaba entre los dientes un odio sordo en contra del perezjimenismo. Ese nuevo capítulo de la larga hegemonía andina que toda la vida, desde que tuviera memoria, había aplastado la voluntad de la ciudadanía. Iniciada en 1900 con Cipriano Castro.

Algunas tardes, de regreso del trabajo, seguro de que nadie lo estaba viendo, mientras se quitaba el saco y los zapatos, al viejo Moleiro se le iban las lágrimas. Nada bien estaban las cosas. La Seguridad Nacional había allanado dos veces su casa buscando a su hijo mayor, también llamado Moisés. Como no lo encontraron, terminaron llevándose a su hermano Federico.

“¿A quién se le ocurre ponerse a hacer política en este país?”, se decía. Los gobiernos no se tumban tirando papelitos: en Venezuela los dictadores se mueren en su cama. Se lo dijo a moisesito millones de veces: lo único que iba a lograr con esa ociosidad era traerle una desgracia a su familia. Su hijo mayor, enconchado, perseguido por la policía. Federico, el segundo, preso por averiguaciones.

II

“Moisesito” era Moisés Rafael, su hijo mayor. A diferencia de sus hermanos, no tenía ninguna aptitud para la música. No tenía ni nueve años cuando su padre había resuelto no darle más clases. Se concentraría en su hija, Carmencita, en quién descubrió un diamante en bruto en materia de talento. Especie de “oveja sorda” en una familia de artistas, era un sujeto zarpado y atrabiliario, que se devoraba libros enteros y se formó en la calle por cuenta propia.

Ya había caído preso: dos años antes, en 1955, comenzando su militancia en la juventud de Acción Democrática, asistió con algunos de sus amigos al entierro de Andrés Eloy Blanco. Cuando Hely Colombani concluyó su discurso, y los restos del poeta ya estaban en la fosa, se le ocurrió gritar unas consignas en contra de la dictadura.

La era de “El General” estaba entonces en su apogeo: había progreso económico, mucho miedo y sobre Venezuela no se movía una hoja sin su permiso. No tenia muy claro Moisés Rafael el tamaño de la barbaridad que acababa de cometer en aquella ceremonia deprimida y asustadiza. No dio mucho más allá de veinte pasos para salir cuando lo interceptaron los omnipresentes espías de la Seguridad Nacional. Estaba preso, y con él sus amigos, por andar gritando cosas en contra de el gobierno.

Fueron recibidos en la sede de la Seguridad Nacional por una línea de espías que reventaron sus costillas a patadas, y luego colocados provisoriamente en formación. Miguel Silvio Sanz, el jefe de la Brigada Política de la Seguridad Nacional, mano derecha de Pedro Estrada, pasaría revista a los más comprometidos para ser interrogados o trasladados a otros calabozos.

Varias horas después, sin derecho a ir al baño ni a comer, Sanz preguntó en voz alta “¿quién es Moleiro acá?”. Unos minutos más tarde, pensando que lo iban a matar, estaba éste sentado frente al escritorio del policía. “Le debo un favor a un tío suyo y por eso, por esta vez, lo voy a dejar irse. Eso sí: tenga mucho cuidado con volver a pasar por aquí. Lo vamos a estar vigilando”. No sabía Moleiro que, tiempo atrás, un familiar que simpatizaba con el perezjimenismo le consiguió trabajo a Sanz cuando llegaba a Caracas procedente de Maracaibo. Este inusual gesto de largueza incluyó a José Luis Ruggeri y Rafael José Rodríguez, los dos amigos de San Bernardino enrolados en aquella tremendura.

El viejo Moleiro fue a buscar a su hijo, acompañado de los padres de los otros muchachos, esperando que aquel susto constituyera un expediente lo suficiente concluyente como para que todo el mundo quedara aleccionado. La conversación posterior incluyó algunas restricciones: todos a estudiar; está prohibido meterse en política y mucho menos andar juntándose con el indeseable Américo. “Ese muchacho vive todo el día con cuatro espías detrás”, le decía.

III

“Américo” era Américo Martín, ya por entonces unos de sus amigos más cercanos. Las tardías disposiciones del viejo Moleiro no tuvieron ningún efecto en su hijo. Hace rato que Américo había reclutado a Moisés Rafael en el Liceo Aplicación para la causa de la resistencia. Este a su vez entró a Acción Democrática de la mano de Rómulo Henríquez.

Ellos, junto a Héctor Pérez Marcano, Simón Sáez Mérida y otros jóvenes comprometidos de AD y el Partido Comunista, integraron una compacta y exigente logia, endurecida por el cemento de una fortísima amistad personal. Pasaron muchas horas juntos, en la legalidad y luego en la clandestinidad, llevando adelante encomiendas cada vez más arriesgadas, organizando círculos de lectura y devorando clásicos en busca de inspiración. Muy especialmente “Sacha Yegulev” de Leonid Andreyev. La proclama era santo y seña: “cuando el alma de un pueblo sufre, solo los puros de corazón van al sacrificio”.

Algunos profesores amigos que conocían sus andanzas se animaban a aconsejarles en voz baja que abandonaran aquel despropósito inconducente y se dedicaran a vivir la vida. En política era mejor no meterse. La vida era para viajar, hacer dinero, buscar la paz interior y la felicidad. Irse de Venezuela. Ver mundo, disfrutar de los pequeños placeres. La gente estaba asustada, pero también estaba contenta: a Caracas le estaba cambiando el rostro, había seguridad, trabajo y empleo. No debían engañarse: este era un pueblo de mierda y habría dictadura para rato.

Aunque no decían nada, estos consejos, bien intencionados después de todo, eran recibidos con mucho malestar. Una crepitante lava de ira, apenas contenida por los modales, subía al rostro de aquellos muchachos, y se desactivaba conforme la tertulia concluía. En Venezuela estaban torturando personas, arrodillando a familias enteras, poniendo a desfilar a los empleados públicos de forma obligada. Pero el único consejo disponible era que lo mejor era irse de Venezuela a vivir la vida.

Aquel disparatado y disciplinado grupo de carboneros, harto de escuchar consejitos sobre la importancia de la felicidad, tomo en 1957 dos draconianas decisiones: aquel que pidiera asilo político, se fuera de Venezuela o delatara a algún compañero en caso de caer preso, quedaba expulsado de la juventud de Acción Democrática.

A causa de sus actividades y sus posturas excesivas, en consecuencia, con “los flacos de Derecho”, en la UCV nadie quería juntarse.


IV

Capturado finalmente cuando regresaba a su casa por aquellos espías que decía el viejo Moleiro que siempre tenía atrás, Américo Martín fue hecho preso no mucho antes de la decisiva huelga estudiantil de 1957.

La conflictividad social estaba aumentando, el régimen comenzaba a sentirse acorralado y la represión se endurecía. Todos los días caían nuevos activistas. La bienvenida a Américo se la dieron “Torrecito”, “Suelaespuma”, Braulio Barreto, el indio Borges, Colmenares, entre otros temidos esbirros presididos por Sanz. Eran los integrantes del posteriormente célebre “gang de la muerte”. Si lograban alguna delación, la información era reportada al exquisito Pedro Estrada, “Don Pedro”, el hombre más poderoso de la Venezuela de los años 50.

“Cuando Moleiro caiga va a dejar las bolas en este mecate”, le dijo un iracundo Sanz al nuevo prisionero Martín. Sanz buscaba su rostro entre las decenas de capturados nuevos, viendo con quien saciar su furia, presionado por sus superiores, que tenían demasiada prisa por desactivar los complots en camino, sediento de venganza ante la deslealtad. Despreciando sus advertencias y su magnanimidad, Moleiro estaba a la fecha terriblemente comprometido y para Sanz el atrevimiento se pagaría caro. Lo estaba esperando con impaciencia.

Raciones de corriente en los dientes y las costillas, cigarrillos apagados en la piel, golpes en los testículos, cachiporras con fondo de hierro: Américo Martín tuvo que pasar, incluso, dos días parado, esposado y descalzo en el filo del ring de un automóvil. Nada de eso le impidió cumplir la encomienda: resistió como un valiente las torturas para no delatar a su amigo.

V

Al viejo Moleiro no le gustaba llorar en público. A esas alturas, sin embargo, el abatimiento era imposible de disimular. Estaba seguro de que a su hijo lo habían matado y que muy pronto se entrarían.

En los últimos días, cuando las “conchas” escaseaban, perseguidos por una desesperada policía política, los dirigentes estudiantiles se colaban debajo de los carros de los automóviles en las residencias privadas para poder dormir algunas horas en la madrugada. Temerosos de que los capturaran con la propaganda de agitación que portaban, se comían los papeles sobrantes.

El tumultuoso enero de 1958 insinuaba que los días en el poder del omnipotente “general” parecían contados. La mañana del 23, confirmada la huida del dictador por La Carlota, en la casa de la avenida Avila de San Bernardino había alegría, pero también una profunda ansiedad. Comenzaba la tarde y Moisés Rafael no aparecía.

Quedó interrumpida la angustia de manera súbita cuando se apareció entonces, recibido como un héroe por sus vecinos, ahogado de la emoción y la euforia, entonando desafinadamente el himno nacional, con una bandera en la mano, mal bañado y sin afeitarse, díscolo y gargantúa como siempre fue.

Les traía a todos, especialmente a su padre, una gran noticia: se acabó el miedo. Se acabaron los chácharos, las charreteras, los esbirros, los espías, la censura, la obligación de adular, los desfiles, la humillación. Les traía a todos la noticia de la libertad. El, con sus hermanos y su madre, se abrazaron y lloraron para celebrar el fin de la tiranía. Resultó que con papeles sí se tumban gobiernos.

Unos cuantos meses después, junto a sus compañeros, aquellos con los cuales nadie quería juntarse, eran recibidos con ovaciones a donde quiera que iban. Vivieron un 1958 enloquecidamente feliz. Ninguno de ellos pasaba de los 23 años. La de ellos es la historia de la Generación del 58. La única que pudo participar en la caída una dictadura sin terminar en el exilio.

El viejo Moleiro era un llanero nacido en 1904, acostumbrado a escuchar y relatar con fascinación historias de alzamientos y generales, machetes y duelos personales. Aunque era obvio que jamás había siquiera empuñado un machete, se ofendía majestuosamente si se le insinuaba que provenía de una pacífica familia de intelectuales que no sabía nada de guerras ni de revoluciones.

Pasó el resto de su vida muy orgulloso de su hijo, un insurrecto sin oído musical que le había dado una inconcebible lección de civismo y arrojo, y que, luego de haberlo obligado a votar por Rómulo Betancourt en 1959, se estaría reuniendo a conspirar en los años sesenta para discutir la necesidad de superar el orden democrático-burgués, entre otros términos extraños que él no comprendía bien.

jueves, 19 de enero de 2012

la frontera ideológica de la television

I

La caja diabólica que manipula conciencias, banaliza el horror, introyecta la estupidez, estimula el consumo y reconcilia a los pobres con su estado de postración.

Las reservas hacia la televisión no son exclusivas del universo de la izquierda ortodoxa. Todavía hoy, incluso en los círculos ilustrados conservadores, si un contertulio se encarga de dejar sentado, con toda la sutiliza del caso, que “no ve mucha televisión” queda adornado con el detalle.

Cualquiera puede perfumarse de buen gusto y clarividencia si logra establecer una correcta distancia de este epicentro que todavía hoy domina la voluntad emocional de los hogares. Es muy clara la brecha, el vacío anímico entre la televisión y la alta cultura.

Crecí bajo en un hogar que siempre le tuvo hondas reservas al mundo de la televisión, y probablemente por eso, al poco andar, me hice de niño un clandestino adicto a sus efectos. Salvo el salvoconducto de los deportes y los noticieros, y en algunas ocasiones los dibujos animados, en la sala de mi casa campeaba una rígida normativa en la cual quedaban vedadas, por ser consideraban subproductos que aletargaban el juicio y fomentaban el cretinismo, las telenovelas, los policiales y los maratónicos sabatinos.

Esfuerzos inútiles: toda la veda establecida para cercenar los efectos de la televisión por parte de mis padres, impuesta entre la burla socarrona y la rigidez autoritaria, no pudieron impedir que a la larga me convirtiera en un compulsivo consumidor de medianías audiovisuales.

II

Dos corrientes de pensamiento concurrieron, a mi manera de ver, en la satanización de la televisión como vehículo de comunicación y entretenimiento. Cierta escuela marxista y freudiana de principios del siglo XX, que depositó excesivas esperanzas en las posibilidades de la razón del hombre, expresada luego en autores como Herbert Marcuse, y alguna literatura profética de ciencia ficción, de altísima calidad, mortificada por el destino del mundo del futuro y el triunfo final de los totalitarismos, expresada en autores como George Orwell y Aldous Huxley. La conclusión parece asentada, estática en el imaginario de todos: la televisión sólo produce autómatas idiotizados susceptibles de ser manipulados por el consumo.

Ambas están ubicadas en los años 30, cuando ya existía el cine y la televisión era apenas un proyecto, aunque su influencia se extendió durante varias décadas. Ambas, especialmente la segunda, pudieron comprobar como, en los albores del mundo audiovisual, en principio a través del cine, el nazifascismo identificó con rapidez el vínculo entre la comunicación de masas y su poder para uniformar criterios y propalar fobias.

El “miedo al futuro”, la conjura entre la tecnología y la maldad humana, la incertidumbre ante lo que no podemos ver, el advenimiento de una profecía en la cual se impongan fuerzas que el hombre no podrá gobernar. Ha sido uno de los pánicos e la especie, una de las obsesiones más recurrentes de la literatura del siglo XX. En Venezuela, Carlos Raúl Hernández ha desarrollado ensayos brillantes sobre el tema.

Las cargas que podemos inventariar contra la televisión no son, por cierto, patrimonio exclusivo de sus dominios. Se las podemos adjudicar perfectamente a cualquier instrumento de entretenimiento masivo. En sus cofines por supuesto que se conciben empaques lamentables, se hurga sobre pasiones humanas elementales, se exagera con la vulgaridad y la estupidez; se abusa sobre la noción del espectáculo ante dramas humanos específicos e intrascendentes. Es este un universo pagado de sí mismo; gobernado por el estereotipo, poblado de gerentes y ejecutivos, que, con sus excepciones, no son muy aptos para las reflexiones de calado hondo.

La verdad, sin embargo, es que la postura desdeñosa hacia todos los productos de la cultura de masas, comenzando por la televisión, han impedido a muchos intelectuales percibir sus sutilezas y sacarle provecho a sus múltiples beneficios. Como lo han demostrado con solvencia autores como Umberto Eco, en estos espacios sigue siendo amplísima la materia prima para revelar dramas humanos auténticos, para formularse preguntas de carácter totalizador, para recrear al hombre en torno a su incompletitud, sus dramas domésticos y sus angustias existenciales. Especialmente ahora, cuando la televisión por cable y el encuentro con Internet están alterando con claridad la relación del espectáculo con la audiencia.


III

Existe una cláusula irrenunciable cuando toca fijar posición ante fenómenos tan complejos y extensos: la palabra depende. Una renuencia declarada a comprar discursos precocidos con recetas curativas estructuradas. Las preocupaciones sobre el impacto de la televisión que subsisten en ciertos espacios del universo intelectual y la izquierda clásica están anclados en la realidad comunicacional del siglo XX. Un estado de la historia, en muy buena medida, ya completamente superado.

El uso soberano de la palabra “depende”, no sólo nos salva de los juicios convertidos en salmos, sino que nos permite cavar para discriminar en la mayor de las obviedades: como en todo entorno pensado para el consumo de cultura, en la televisión hay espacios que son espantosos, y hay otros que son excelentes. Como sucede con los libros, las canciones, los folletines, los comics y los suplementos. Como sucede con Internet.

En todas las reflexiones sobre los daños de la televisión observo mucho celo normativo; muchos límites, mucho miedo a las disposiciones del albedrío personal. Me recuerdan la airada protesta de Manuel Caballero a Fidel Castro cuando éste, en plena Perestroika soviética, prohibiera en La Habana la divulgación de la revista “Novedades” de Moscú: la apertura informativa promovida por Gorbachov traía demasiados elementos perturbadores y subversivos; demasiados aditamentos que le alteraban a las autoridades locales el lienzo forzado del “realismo socialista” levantado a partir de la censura. Caballero acusaba a Castro de prohibir a los cubanos información fundamental que, en cualquier caso, este sí se leía para poder tomar la aventajada decisión de proscribirla.

Porque cualquier juicio crítico sobre la calidad de la televisión en el mundo no se puede sustraer de los contenidos que se emitieron en las naciones de lo que fue la cortina de hierro; de lo que sucede en Cuba o lo que emite Venezolana de Televisión. Una realidad unidimensional, una interpretación monocorde del entorno, una aproximación condicionada, y en consecuencia, extremadamente torpe, al entretenimiento como criterio, y, lo que es peor, como derecho.




IV

Defensa del ambiente, reciclaje, comprensión de la fauna, tolerancia sexual, viajes, etnias, historia de la cultura, ciencia, estilos de vida. Todos son hoy, también, discursos vigentes de la televisión global. En la valoración sobre la influencia de la televisión, como casi todos los elementos del consumo de cultura, se ha menospreciado con evidente falta de puntería sobre el poder de veto del otro extremo de la ecuación comunicacional: el receptor. Ese que perfectamente puede apagar el aparato, si el contenido le ofende o no le interesa, como también puede cerrar el libro, si aquí ocurriese lo mismo.

Ha sido la televisión, al mismo tiempo, un aparato que fomenta como ningún otro la información y el conocimiento: los seres humanos de este tiempo histórico están más y mejor informados, más al corriente de lo que se hace a uno y otro extremo del orbe, más conscientes de su presencia sobre la tierra, más pendientes sobre la evolución de la fauna y la defensa del planeta que nunca antes en la historia en la humanidad. Neozelandeses y filipinos; noruegos y sudafricanos, griegos y hondureños. Conectados a cada uno de los extremos de sus confines gracias a la expansión comunicacional que ha apalancado la televisión como uno de los vectores fundamentales de la globalización.

La metamorfosis que ha experimentado la televisión con la llegada del cable, y su encuentro con Internet el formato youtube, ha creado un hábitat demasiado extenso, demasiado ramificado, demasiado sofisticado y personal. Es un estado de la historia que está consumado y ofrece realidades culturales irreversibles. No tiene sentido negarlas. Se trata de cabalgarlas.

V

Muchas veces asistí de niño, estimulado por mis padres, a actos culturales en las cuales se relataban historias en la cual se ridiculizaba al extremo el papel de la televisión como elemento distorsionador del buen juicio y la moral ciudadana. Con el paso de los años leí periódicos, hice míos postulados ajenos, y digerí completos ensayos que enfundaban sus cañones en contra de la televisión como padre de todos los problemas de este mundo. Parecía como si todos estuviéramos aguardando por la llegada del día en la cual ésta desapareciera de nuestras vidas: que un nuevo estado de cosas la sacara de las salas de nuestros hogares o que un comité de sabios se sentara a explicarnos dónde estaría la verdad y la belleza de las cosas.

Mientras lo hacía, sin apenas reparar en mi contradicción, no me perdía los enlatados infantiles mexicanos, los seriados de entretenimiento vespertinos y las toneladas métricas de spots publicitarios, jingles y estrambóticos culebrones que también forman parte referencial de mi vida. Ocupan el mismo espacio que las películas de cantinflas, las guarachas de Celia Cruz, las historias de Conny Méndez y las canciones procaces de la infancia y la adolescencia.

Inmunizado ya, hecho del virus un anticuerpo, un día decidí que sería yo el facultado a prohibirme, prescribirme o recomendarme programación televisiva. Soy un empedernido e irremediable televidente. Necesito que sus secuencias intrascendentes sean el telón de fondo de la sala de mi casa y ya no me da ninguna pena asumirlo. La uso incluso para que me acompañe sin volumen, mientras escribo o leo. La adultez no es sólo un asunto cronológico: es una decisión personal. Incluso para establecer el alcance y los limites de los vicios. La televisión, además de una industria, es un formato para consumir cultura, y un instrumento con cláusulas y vedas necesarias, que tiene normas de uso y condicionantes específicos. Algunas de las posturas extremas con sesgo ideológico que hoy subsisten en contra de la televisión me lucen muecas sin contenido, esbozadas por personas empeñadas en forzar credenciales culturales que no son propias. ¿Banaliza la televisión hasta extremos inadmisibles el espectáculo de dramas diminuto? Cierto. También lo hace la que se proclama socialista. Sin disimulos y para sus propios fines.

El que probablemente sea el invento cultural más importante del siglo XX es, cómo no, tremendamente poderoso: por eso se le sataniza y se le teme. Por eso el poder político moderno ha comprendido que la batalla más importante de este momento se libra en sus cuadrantes. Como nunca antes, la política en el mundo toma cuerpo cuando se apropia con solvencia de la comunicación como criterio. Pues bien: dentro de sus cuadrantes, es que el televidente quien debe decidir si ver a CNN o Telesur.

Liberado de monsergas, desplazándome en sus aguas con el remo del zapping, sigo pescando historias y referencias en torno a la televisión. Dentro de las cuadrículas que componen su terreno de juego hay unas reglas; hay un debate, unos dilemas y unas historias; una discusión subyacente en torno al devenir humano que yo no me quiero perder.