martes, 6 de marzo de 2012

Vargas Llosa y Woody Allen

Publicado en la revista Urbe Bikini el pasado mes de enero con ligeras modificaciones


La textura del jazz, el entorno de Nueva York, el encanto de lo inesperado, los dilemas de la seducción: es difícil resistirse a un film de Woody Allen.

Su larga cinematografía, salpicada de exquisitos referentes de la alta cultura. Todos los dilemas que bordean los límites de la existencia, tejida en torno al pánico y la neurosis, abordada con un encanto difícil de imitar, con ejemplos cotidianos que le sirven de divertido contrapunto.

Con sus altas, y sus bajas, que existen, ha sido el preciosista Allen un compañero vital, un masaje antiestress, la receta perfecta para un hipocondríaco, un placebo de un par de horas de duración, antídoto terapéutico indirecto para encontrarle algo de sentido al oficio de vivir.

Poco después de haber obtenido el nobel de Literatura, un severo Mario Vargas Llosa tronaba crítico en torno a un fenómeno creciente, especie de malestar cultural contemporáneo: la inundación de una especie de protocolo irrestricto del bienestar que soporta una anestesiada industria del entretenimiento que se paga a sí misma, principio y fin de todo el sujeto discursivo moderno.

Esta que parece postular que el mundo no está para cambiarlo, sino para vivirlo; que hace del compromiso colectivo un expediente delgado y condicionado, y que privilegia en todo momento sus decisiones a los mandatos de la tiranía del hedonismo. Vargas Llosa nombraba a varios autores, e inopinadamente terminó metiéndose con Allen.

El asunto, por supuesto, tuvo, para quien escribe, sus consecuencias personales: un icono admirado de mi lista de próceres estaba agrediendo a otro, y con eso se estaba trayendo un cúmulo de razonamientos conexos, no del todo procesados, al remolque.

Aún con la relativa decadencia de sus últimas entregas, siento que, como hipocondríaco consumado, tengo mucho que agradecerle a Woody Allen. No es un chiste: “Hannah y sus hermanas” ha hecho más por mí que cualquier psiquiatra con su tolete de récipes al remolque.

El golpe, al parecer sin retruque, como decía, me pareció gratuito. Fui, sin embargo, a ver Medianoche en Paris, su última entrega, y de forma súbita, luego de haberlas olvidado por completo, fui emboscado de nuevo por las reflexiones de Vargas Llosa.

Se enamora en Paris un personaje que interpreta a Allen, y le presenta al público la divertida secuencia de situaciones que habitualmente le caracterizan, y, por primera vez, pude confrontar a uno de mis ídolos con sus propias incompletitudes.

De pronto queda Allen desnudo, en esta, como en otras películas, imaginando que el mundo lo integran exclusivamente los Estados Unidos y Europa Occidental, invocando iconos culturales –Sarte, Hemingway, Picasso, Fitzgerald- como si se tratara de arreglos florales; para quien, con todo su progresismo antirrepublicano, el sur del planeta es una interrogante sin contenido, poblado por unos seres humanos en torno a los cuales no existe el menor interés.

Pensando un poco en otros creadores planetarios que sí se hacen las preguntas que intento describir, y comprobando, en última instancia, que el tratamiento de los temas vinculados al consumo de cultura, si es completo, comporta algunas molestias que rebasen esas aproximaciones tan insulares y lúdicas de la vida, tuve por primera vez con un repetido Allen en Paris, mi primera desavenencia de importancia.

Terminada la función decidí que no lo iba a negar: le daba la bienvenida a mi pleito imaginario con este Woody Allen innecesariamente vaporoso. Recordé que a los ídolos hay que confrontarlos; interpelarlos, colocarlos en torno a la humana condición que uno también transita y reclama para sí.

Porque ya me había ocurrido antes con el otro, el causante de la querella: Mario Vargas Llosa.

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