martes, 23 de octubre de 2012

Los envidiosos y el zodíaco


No existe el horóscopo que nos indique en qué lugar del espectro zodiacal es que se ubican los envidiosos. Con su ración de salvedades y matices, expresados en los “ascendentes”, cada capitulo planetario le propone a sus lectores una relatoría de sus fortalezas más exquisitas y sus debilidades más discretas. Tauro, Leo, Libra o Cáncer: emprendedores, solidarios, románticos y justicieros.
Y si se trata de defectos, serán expuestos sólo aquellos que el consumidor esté dispuesto a recibir de buen talante: tal signo es orgulloso, algo arrogante, terco a más no poder. No hay en el zodíaco –y mire que la especie abunda- compartimientos reservados para clasificar, por ejemplo, a “trepadores” o “hipócritas sin remedio”.
No es demasiado lo que se glosa sobre uno de los sentimientos humanos más escasos en poesía, más reñidos con el decoro, misérrimos, y, al mismo tiempo, más universales de todos los tiempos. Ese escozor impío, ese sangrado vital, esa roncha existencial que sobreviene a muchos mortales frente a lo que obtienen, disfrutan, disponen y conquistan los demás.
La tragedia de los envidiosos crónicos se expresa por partida doble. En primer lugar, la envida tiene una particularidad: es este un mal condenado a ser conjugado en tercera persona. En el drama emocional de la envidia siempre hay involucrado un actor adicional: un bípedo que, para su desgracia o fortuna, lo ignora por completo. El envidioso tiene una mala voluntad con la cual no sabe qué hacer, porque se la está administrando otro. Se trata de una carga que no puede retroalimentarse con su lugar de origen.
El segundo rasgo no deja de ser todo un enigma: la envidia es, además, como otras falencias humanas conspicuas, –la cursilería- un sentimiento impostor. Todo un actor de contrainteligencia. Se disfraza, trueca, cada dos por tres muta. Subsiste en las entrañas del enfermo sin anunciarse. Se expresa en público, buscando argumentos por mampuesto, pero obra en silencio. Se aloja en el alma de las gentes haciéndose pasar por otra cosa. Preocupación honrada, crítica constructiva o desinterés altruista.
El último tramo de sus vericuetos consiste en identificar su inevitabilidad: es este el más fatal de todos los fermentos del alma. Desde el más millonario e iletrado de los peloteros profesionales hasta el más perfumado y solícito artista plástico: como la vanidad, la envidia es un vacilo que no distingue procedencias. No ha nacido un solo ser humano mortal capaz de ponerse de pie sobre su propia pedantería para afirmar que es tan perfecto que nada le produce envidia. Ni siquiera si es necesario detenerse a analizar la saeta que incuba el virus en su estadio previo: la palabra “celos”.
No hablo de la civil “envidia cordial”, formula de trato que es capaz de hacerse presente entre la gente en virtud del perfil venial de su apariencia imperfecta. Hablo de un sentimiento sordo, irremediable y reitetrado, vinculado a las capacidades laborales, las aptitudes vitales, los éxitos personales, el desempeño social. Los espíritus limpios suelen evadirla con algo de astucia, propinándole ramalazos y dosis de lectura, poniendo las cosas en perspectiva, administrando reflexiones como analgésicos, cual si se tratara una gripe. Llegado a la cuarta década de la vida, cualquier espíritu curtido podrá dominar un brote envidioso generando anticuerpos naturales para expulsarla.
Quienes portan cicatrices en el alma hacen de esta una dolencia eterna: similar a la a diabetes, capaz apenas de controlarla, pero sin atinar con la cura.
 
 

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