sábado, 8 de mayo de 2010

waraos, dos

Diminuta, descalza, el pelo desgreñado, y una particular mirada extraviada, entre trágica y risueña. Parece un personaje de Juan Rulfo. La señora Rosa, que necesita traductor, manifiesta con toda normalidad que “no sabe” qué edad tiene. Fuma un tabaco envuelto en guina –contentivo de mentol y currucay- para invocar y domeñar al espíritu de la selva: ese que, de tanto en tanto, se ensaña con los waraos, sobre todo con los niños. Es una técnica que aprendió de su padre. De cuerpo entero, presentada así, con la mayor naturalidad, la señora Rosa es la médico de la comunidad Yabinoko.

Niñas de trece años ya están suelen estar en trance de dar a luz por primera vez en cualquier comunidad warao. Habitualmente quedan en estado en sus encuentros sociales y fiestas: los más populares, los que tienen lugar en la semana que va del 24 de diciembre al primero de enero. Cada pareja warao puede tener entre doce y trece hijos. No son capaces de explicar cómo es posible pensar en tener tantas bocas qué mantener en circunstancias tan esquivas, pero al caso es lo mismo: de esos doce, a adultos llegarán cuatro. La mortalidad infantil en esta zona, muy superior a la media nacional, es tan frecuente que en estas comunidades los bebés tendrán nombre luego de cumplir el año. Nadie se toma la molestia de hacerlo antes. Sobre ellos se ceban diarreas, malnutrición, cólera y toda suerte de infecciones. Es “el espíritu de la selva” del cual hablaba Rosa.
“Catire” –que de rubio no tiene nada- , es guía de un campamento turístico cercano a la comunidad de Boca de Tigre. A él, como a casi todos sus compañeros, se le han muerto tres hijos. Vivos tiene otros cuatro. No luce especialmente perturbado o marcado con la circunstancia. “Se lloran mucho y les hacemos una ceremonia de despedida. Pero llega un momento en que te acostumbras al dolor”. Las alarmas médicas, nos relata, tienen en esta etnia dos anillos: en primera instancia los atiende la curandera de la comunidad, valga decir, alguien parecido a la señora Rosa. Si el enfermo no mejora y las alarmas se disparan, asisten a la medicatura más cercana.

Los hábitos occidentales han ido abriendo en estas comunidades una lenta y progresiva incisión. Los códigos de conducta de marca “étnica”, que a la distancia consideramos fascinantes, pueden ser rápidamente trocados si con ellos se obtiene confort. En estas comunidades se caza y se pesca, pero, si el dinero sobra, se prefiere ir al abasto. Las misiones evangélicas han penetrado con asombrosa rapidez. Se compran motores, se buscan antenas para la televisión por cable y se sueña con casas de zinc y cemento. No les importa ninguna consideración sobre los rigores del clima. Muchos de ellos, sobre todos los hombres, visten franelas con motivos electorales o misiones sociales del gobierno. Argenis Zambrano, miembro del Frente Francisco de Miranda en la zona, cuenta que, hoy en día, el dirigente de un consejo comunal o un activista político que tenga influencia sobre lo que suceda en un poblado grande –y que, por tanto, sea un garante de recursos y comida- tiene más influencia entre su gente que un cacique convencional.
Nunca supe si fueron los micrófonos o los pertrechos radiales; si estaban impresionados con la presencia de Valentina o si era puro y redomado interés, pero lo cierto es que, tras una y otra sonrisa impregnada de candidez, bordada entre una exposición y la otra en un castellano torpe, pensé en la limpieza de alma que aún acompaña a la gente que vive lejos de las grandes ciudades. El hombre, recordé, es el lobo del hombre. Porque si la ingenuidad no era de ellos entonces el ingenuo era yo.

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