viernes, 3 de septiembre de 2010

cine nacional: buenas noticias en tiempos de decadencia

I
Al cine nacional, como al fútbol nacional, me aburrí de defenderlo luego de pasarme toda la adolescencia ejerciendo una militante y panglossiana, una más o menos inexplicable defensa de su calidad y sus verdaderas posibilidades de crecimiento.
Que estábamos a punto; que reflejaban nuestra realidad; que era todo un mérito que criticaran al sistema; que eran producciones reivindicativas y de izquierda, que le decían verdades un público inscrito en el contexto de la sociedad saudita que entonces estaba de fiesta. Que por ahí venía el gran premio que iba a consolidar la sucesión de esfuerzos que estaban en inventario.
Los años dejaron tras de si altibajos importantes en producción y calidad que fueron sedimentando un sentimiento parecido a la decepción. Hablamos de la última parte del “boom” que había nacido en los años 70. Ejercicios intelectuales empalagosos, a veces incomprensibles; historias crudas con logros formales apenas parciales; situaciones de comedia estrepitosas; “denuncias” sociales cruzadas por toda suerte de lugares comunes y debilidades técnicas, pensadas para jurados de premios distantes, siempre pescados en su inocencia.
Decepción que fue conduciendo las cosas, no al desamor, sino al matizado entorno del desentendimiento. Se acabaron, dejada la ingenuidad de los años adolescentes, las posiciones incondicionales: seria avisado por la crítica el día que valiera la pena pagar por cuenta propia una película venezolana. Ya de adulto, en pleno uso soberano del sentido común, me distancié de cualquier aproximación “comprometida” al cine venezolano como causa.
Entre otras cosas porque ya era hora de que lo hecho en Venezuela aprendiera a defenderse sólo. Comenzaba a ponerse fastidiosa la factura local hecha deber y convertida en una causa. Ya no iría al cine a ver películas hechas acá “porque hay que apoyarlas”; “porque fue hecha con mucho cariño y poco presupuesto”, y, en resumidas cuentas, porque su mérito estriba exclusivamente en que eran de aquí.
II
Años, décadas enteras, fueron pasando en ese vaivén. Policiales interesantes, como Homicidio Culposo, El Atentado o Más allá del Silencio; comedias simpáticas, como Adiós Miami; denuncias de corrupción como El Escándalo.
Ya en los noventa, la oleada del denominado “nuevo” cine venezolano con sus promesas y sus realidades – directores emergentes esperanzadores, como Lamata, Oscar Lucién Atahualpa Lichy, Azpúrua, Leonardo Henríquez. Río Negro, Jericó y Disparen a Matar. Algunos premios internacionales alentadores en el ámbito hemisférico.
Dos causas concurrieron, al menos en mi caso, para que la creciente sensación de que la promesa no iba a materializarse jamás fuera tomando cuerpo: la lenta decadencia de Román Chalbaud como tótem entre los realizadores venezolanos, y la enorme, a ratos interminable, tardanza que tenían los estrenos en hacer aparición. Hubo momentos en los que la ausencia de producciones nacionales era sencillamente escandalosa: un estreno bianual entre tres o cuatro películas prescindibles. Todo en un lustro de cinco años.
Y luego de ver películas argentinas, brasileras y mexicanas tomando por asalto la barrera anglosajona, conquistando una sorprendente secuencia de premios universales y reventando la taquilla, algunas de ellas tomando de la mano la estatuilla de un Oscar, lo cosechado en Venezuela pasó a lucir inapelablemente modesto. En una entrevista concedida al realizador mexicano Irriñatu, éste le reconoció con toda tranquilidad a la reportera de turno que no podía opinar sobre lo hecho en el país porque nada conocía de la cinematografía local.
Una curiosa afirmación que, vista con cuidado, es especialmente afrentosa, aún cuando sea involuntaria: las realizaciones de los países latinoamericanos se cruzan con frecuencia las caras en una larga serie de festivales latinoamericanos y europeos. Al menos de vista, debían conocerse.
Bien que mal, viendo hacia atrás, tampoco se trata de que no existan relieves en el cine venezolano: el premio de Cannes de Fina Torres; los lauros obtenidos por Chalbaud en festivales españoles y franceses; el Coral de Lamata en La Habana y los galardones de Elia Schneider y su esposo Novoa a mediados de los noventa hablan de una cinematografía que tampoco merece ser juzgada como inexistente. Podemos agregar ahora el Biarritz de Mariana Rondón
A partir del desdeñoso juicio de Irriñatu, recuerdo haber convenido en una conversación informal y accidental con Luis Alberto Lamata en el diagnóstico: el cine nacional tiene un promedio de facturación relativamente aceptable en la región, con varias buenas películas y todavía ninguna sobresaliente.
III
Toda la vida me han parecido lamentables y pobrísimos los argumentos que desprecian a las películas venezolanas “porque dicen muchas groserías” o porque en sus secuencias desfilan putas o mujeres desnudas.
No se trata sólo porque groserías dicen todas, y todos las decimos todos los días, sino porque es esta una apreciación que parece ignorar por completo el mandato de una creación artística: hacer una semblanza honesta de la realidad “interviniendo” el entorno que nos circunda con una historia de personas con nombres y apellidos. Argumentos mojigatos medio incomprensibles, que parecen tocados por la dictadura de los doblajes mexicanos de la televisión. Quejarse de una película porque tenga groserías equivale a ofenderse con el cubismo porque no le rinde tributo fiel a las simetrías del rostro.
Podría reconocer que los temas del cine nacional son con frecuencia atormentados y sórdidos, obsesionados con la transgresión de la ley. Incluso antes de que el país entrara en la crisis actual. Es decir, en lo personal echo en falta el desarrollo de temas urbanos, de comedias compactas, de dramas inteligentes centradas en casos particulares. Que no siempre tengan que estarle rindiendo un tributo culpable a nuestro contexto y nuestros males sociales.
Todo lo cual no me impide afirmar que encuentro igualmente ridículo y pedante es aproximarse a las producciones nacionales con sorna porque no traen consigo los atractivos del cine de género. Frivolidades reflexivas adobadas con el perfumado espíritu de las series televisivas. Una audiencia que no quiere mirar a los lados ni asumir las realidades del país en el cual vive.
IV

Pues bien: he aquí que, como el fútbol, el cine venezolano comienza a dar señales alentadoras ahora, cuando dejé de prestarle atención militante. Una camada de nuevos realizadores, temas alternativos, una cantidad ya apreciable de entregas anuales y solvencia técnica. Apuestas a la comedia que caen de pie; experimentos sobradamente taquilleros y de calidad formal inobjetable, distribuidos en el mundo y reconocidos por el público, como el Secuestro Express de Jakubowicz.

Junto a Taita Boves y Habana Eva, el nuevo emblema se llama Hermano, de Marcel Rasquin. Ha logrado, no sólo obtener menciones unánimes en premios tan aquilatados como Moscú y Los Angeles, –parece que ahora va por el de Montreal- sino que lo que pocas, acaso ninguna, producción local había hecho suyo: domeñar los espíritus más cáusticos, tener a la crítica local en el bolsillo, obtener una secuencia de elogios que no deja de asombrar, y, por último, aproximarse a la tragedia social de nuestras barriadas sin malos ni buenos, sin las torrenciales chorradas emocionales demagógicas que se han vuelto tan lamentables y comunes en este tiempo.

Me lo dijo mi amigo Juan Carlos Páez con macerado optimismo: podría ser ésta la versión local de Ciudad de Dios. Comienza a dar la sensación de que algo muy grande podría ocurrir con este proyecto, punta de lanza de lo que parece un nuevo movimiento, en este contexto decadente.

1 comentario:

  1. Hay a quienes no nos gusta el cine nacional, que se ha hecho porque precisamente como tu dices..."los temas del cine nacional son con frecuencia atormentados y sórdidos, obsesionados con la transgresión de la ley. Incluso antes de que el país entrara en la crisis actual. Es decir, en lo personal echo en falta el desarrollo de temas urbanos, de comedias compactas, de dramas inteligentes centradas en casos particulares. Que no siempre tengan que estarle rindiendo un tributo culpable a nuestro contexto y nuestros males sociales"...
    Pero al no poder expresarlo de forma tan clara y explícita, nos apoyamos en lo más fácil, que es decir que sus contenidos son puras vulgaridades y siempre el mismo temita de las realidades sobre las vidas miserables y dificiles de los barrios.
    Saludos
    Yux

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