martes, 20 de julio de 2010

perder perder

“El fin de una concesión” ¿Cuántos ciudadanos de a pie habían tenido presente que la señal de una televisora formaba parte de una cortesía estatal? Como tal argumento jamás había sido esgrimido, a nadie se le había ocurrido pensar que este pacto elemental entre la sociedad y el estado, vigente en todos lados, era el que hacía posible la existencia de la televisión privada de entretenimiento.

El comienzo de la crisis de Radio Caracas Televisión, en 2007, dio lugar a la segunda etapa del proceso que transita Hugo Chávez para apropiarse del país. Un capítulo bastante más ambicioso y más complejo, que algunos hasta hace poco no creían posible. Ese día, los legos supimos de qué se trataban las concesiones: resultó que a las televisoras, como a otras piezas silvestre de la sociedad, el estado les cede espacios para existir y puede revocarlos si le da la gana. Todo el mundo pensaba que aquello formaba parte de un estado natural de las cosas. Pero de poder, el estado podía. Así lo hizo.

Si luego de tomar Pdvsa, depurar al ejército y, a través del Legislativo, profundizar su control sobre los poderes públicos, el Presidente y sus seguidores pudieron por etapas ir adueñándose del estado, desde entonces desatarían un proceso –irregular y trunco, hay que decirlo- para intentar apropiarse del alma de la sociedad civil. El control de la vida cotidiana, los valores, el espíritu, las prioridades y los gustos del ciudadano promedio.

Irregular y trunco, decíamos. En el camino andado hay bajas importantes –el canal 2, algunas estaciones de radio, con CNB a la cabeza- y se han lastimado sensiblemente otras, como el Ateneo de Caracas, pero la derrota de Referéndum de la Reforma Constitucional, junto a la tenaz resistencia de diversos núcleos de la vida nacional y la presión exterior, le han complicado los objetivos al gobierno.

No es tan sencillo, a fin de cuentas, decretar la sustitución de un país por otro. Pocos son los sectores constituidos y funcionales de la nación que puedan esgrimir el socialismo bolivariano como emblema –si bien son muchos los seguidores del Presidente. La oposición, sus conglomerados políticos, sociales y culturales, siguen detentando en Venezuela el “status quo” social. La opinión pública nacional, probadamente antichavista, sigue casi toda de pie. Sobre sus cimientos nacen todos los días, a pesar de los pasares, nuevas iniciativas, junto a las que ya existen: ferias de libros y mercados de diseño; trabajo académico sostenido; festivales gastronómicos; béisbol rentado; muestras de cine extranjero y festivales de cine nacional; exposiciones en galerías, extensiones y estudios de cuarto nivel y un largo etcétera. En esta materia al gobierno le queda mucho trabajo.

Bien. El país, mal que bien, todavía existe. “El país” por supuesto que incluye a todas las corrientes que forman parte del chavismo y defienden sus valores de buena gana: los frentes de Misiones Sociales; la editorial el Perro y la Rana; el colectivo Tiuna el Fuerte y los grupos culturales presentes en el Foro Social Mundial de Caracas.

Pero el país se empobrece. Si el estado venezolano, si el gobierno bolivariano, interpretando lo que cree un clamor popular, decide, en nombre de la inclusión de las mayorías, no reconocer a la sociedad que existía antes de su llegada, o intentar desplazarla por ser éste burguesa, por no reconocer en Hugo Chávez a un jefe, el resultado es sólo puede ser uno. El país se empobrece.

Es en este rasgo que ilustra la decadencia venezolana de estos años. No se trata sólo de que nos ahoguemos en un conflicto político que no conoce fin. El gobierno está decidido a desconfigurar el rostro de la sociedad que se encontró a su llegada al poder para levantar otra, a su imagen y semejanza. Por mucho que haya funcionado o venga precedida de prestigio. Si no la descuida, si no la abandona a su suerte, desprecia sus orientaciones.

Este proceso tiene lugar cuando en otros parajes cercanos la dirección es exactamente la opuesta. El florecimiento cultural que tiene lugar hoy, por ejemplo, en la sociedad colombiana, guarda relación con este rasgo. Aun a pesar de la violencia, hay un acuerdo mínimo en torno a una existencia institucional que, de derecha a izquierda, hace impensable que el estado le niegue recursos a la Alcaldía de Bogotá si ésta fuera de la oposición, o al Festival del Malpensante por ese éste burgués y decadente.

Pdvsa –e Intevep-; el Ivic, la Biblioteca Nacional, el Metro de Caracas, Sidor y Venalum; Planta Centro; Edelca; los Museos de Bellas Artes y Arte Contemporáneo; la Cinemateca Nacional, la Feria Internacional del Libro de Caracas, el Teatro Teresa Carreño. Monte Avila Editores y la Biblioteca Ayacucho. Aunque quizás en relativa decadencia en los años 90, estas instituciones estatales tenían una amplia penetración y alguna vez observaron un excelente desempeño. Sobre ellas descansaba un fundado orgullo ciudadano: hasta el elemento más inconforme con la marcha de la democracia representativa era capaz de colocar un pie en torno a ese círculo emocional en el cual desembocaban las convenciones de la venezolanidad.

Hoy, mezquina ante los logros ajenos de otras épocas, renuente a imaginar cualquier solución de continuidad, obsesionada con la ruptura, con la creación de un espacio nacional propio, con la fidelidad personal e ideológica, con la revancha social convertida en proyecto, la gerencia pública del momento desactiva, descontinúa, reconvierte y desprecia. No lo hace sin querer: es a conciencia. Actúa con estrechez e innobleza. Coloca por delante líneas de mando y colores específicos. Impone la obediencia debida y amenaza. Está en revolución. Ni siquiera parece importarle especialmente que hace rato que estas instituciones no sean ni remotamente lo que fueron alguna vez. El gobierno y sus ejecutores parecen solazarse al desplazar al estamento previamente existente, captando nuevos adeptos, consiguiendo trabajo o fomentando soluciones sentimentales inútiles. Todo esto, por cierto, mientras observa una confesada escasez de cuadros capacitados para llevar adelante labores de estado.

Las Universidad Simón Bolívar, Central, Metrpolitana, Católica y de los Andes y el Iesa, sobreviven, además de agredidas de forma selectiva, ahogadas entre toda clase de estrecheces económicas y mezquindades. Siguen siendo espacios con islas de excelencia, pero comienzan a perder el aliento. El gobierno apenas las tolera.
Salvo excepciones aisladas, las televisoras, asustadas con lo sucedido a RCTV, extreman su celo para respirar sin gastar más de lo necesario y sin molestar al gobierno. La pelea que tiene enzarzada Globovisión con Miraflores lo único que ha hecho es acarrearle más dificultades: no puede expandir su señal, ni comparar equipos nuevos, y por lo tanto no puede crecer. Mucho del material que exhiben los canales locales es importado; la producción nacional de la televisión, que la había dado la vuelta al mundo, hoy conoce una sensible merma. Por primera vez en la historia, hoy se está produciendo una sola telenovela venezolana.

Casi todo el tejido de grupos teatrales existe, pero sobrevive por cuenta propia: los subsidios forman parte del pasado remoto. Peregrinan por la ciudad sin sede. El Festival Internacional de Teatro, un modelo hemisférico de promoción cultural en la calle, símbolo del encuentro de clases y la democracia, ha tenido que quedar suspendido indefinidamente: el gobierno decidió negarle, no sólo los recursos, sino la atención.

Las editoriales tienen enormes dificultades para acceder a divisas, importar títulos o sacar al exterior obras de autores venezolanos gracias a los disparates del control de cambios. La Cámara Venezolana del Libro ni siquiera obtiene repuestas de cortesía a sus peticiones por parte del Ministerio de la Cultura. El Festival de Cine de Mérida tiene rato andando por cuenta propia. Las muestras de cine internacional que se exhiben en Caracas son iniciativa de las embajadas de estos países junto a un encomiable aporte de particulares.

El Sistema de Orquestas de Venezuela sobrevive porque está conducido por un habilidoso y sibilino José Antonio Abreu: un florentino gerente público que ha sobrevivido a todos los avatares de la política y que ha logrado una ovación universal gracias a su trabajo sostenido y metódico que ya nadie está en condiciones de regatear. El gobierno sabe que puede usar políticamente esta herramienta, obligada para eso a ser apolítica, y, aunque algunos voceros aislados le critican su escaso compromiso revolucionario, se les otorga dinero y se les permite existir sin problemas.

El contrato está roto o en suspenso. Para existir en paz es necesario ser amigo del gobierno. Al “el estado burgués” hay que demolerlo. Los colegios profesionales, los sindicatos autónomos, los núcleos de promoción cultural. Se limitan a coexistir, entre toda suerte de estrecheces y asedios, y malviven, esperando tiempos mejores. Por supuesto que el tejido existe, que las alcaldías y gobernaciones de la oposición otorgan oxígeno, que los bancos y la empresa privada contribuyen con su aporte; que muchas empresas internacionales que hacen vida acá le siguen tendiendo la mano.

Al gobierno, entre tanto, le ocurre lo que en casi todos los frentes le suele ocurrir: tala y quema anunciando la llegada de la justicia, pero no da con una fórmula sustitutiva estable ni ha consolidado sistemas de valores demasiado sólidos. De pronto parece que se nos olvida que, en manos del chavismo, el Teresa Carreño, Monte Avila Editores o Sidor podrían ser, con mucho, mejores de lo que son ahora. Un aluvión emocional que sigue siendo una promesa. Esa es la realidad del chavismo.
Sus proyectos – conceptualmente válidos en la misma medida en que éstos sean capaces de reconocer al país que se consiguieron al llegar al poder- fomentan una suerte de estado emocional que políticamente es muy efectivo. Aunque el saldo siga constituyendo un enorme veremos. Tves, los fundos zamoranos, El Correo del Orinoco, el programa Fábrica Adentro; la Universidad Bolivariana, Venirauto, Radio Nacional de Venezuela, la Misión Ciencia, Petrocasa, las Librerías del Sur: proyectos que constituyen entredichos, sin dolientes, desconectados todavía, casi todos, del apreciable grupo de compatriotas que ve en Hugo Chávez un emblema. Ejemplos ambulantes de cuan difícil es que retoñe una idea a fuerza de voluntarismo y consignas.

En este ambiente bicéfalo, resistencia versus imposición, parecido por ahora a un perder-perder, discurre la cotidianidad de los venezolanos. Esperando tiempos mejores.

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