martes, 15 de marzo de 2011

Irnos del país o quedarnos en Venezuela

(texto públicado el domingo 13 de marzo en el diario Tal Cual con ligeras modificaciones)

I

De forma accidental, y no sin algo de sorpresa, he podido constatar como, en algunos reductos específicos en los cuales uno se desplaza por accidente, quienes toman la decisión de irse del país son todavía juzgados como un atajo de tránsfugas, oportunistas que dejan sin el menor cargo de conciencia el rancho ardiendo para ejercer la felicidad sin mortificaciones de ninguna especie.

Digo que “todavía”, y agrego que “no sin algo de sorpresa”, porque, en mi caso, la discusión sobre la decisión personal de emigrar del país -que es todo síntoma generacional- tiene ya una duración que sobrepasa los quince años.

Tiempo suficiente para irlo depurando y haberlo zanjado completamente, conforme se arriba definitivamente a la adultez en el juicio, conforme comienzan a irse, graneadas, personas muy queridas, conforme el deterioro nacional se torna omnipresente, y, finalmente, conforme se termina de probar el suculento plato de esa abstracción que denominan “el extranjero”: aquella “posteridad contemporánea” aludida con mordacidad por Ibsen Martínez. La deliciosa conjura que adereza la cotidianidad con impensados matices cuando nos toca salir de viaje.

Puedo confesar sin problemas que hace poco más de una década tenía una apreciación parecida, así de terminante y atrabiliaria, sobre quienes anunciaban su salida de Venezuela.

Una intolerancia que tenía una carga ideológica, interpretada erróneamente como la renuncia a un deber moral superior: todo el mundo corría a buscar a sus antepasados ucranianos y a proclamar, con el objeto de obtener el respectivo pasaporte, el eterno apego a sus entrañables –y desconocidos- bisabuelos en Catanzaro para poder salvarse de este desastre que hace rato perdió el charm.

El juicio se fue matizando y alcanzó su dimensión definitiva no mucho después. En las grandes ciudades del extranjero aprendí que la emigración es un fenómeno universal y masivo; que los inmigrantes del mundo moderno son, probablemente sin que lo sepan, mutaciones ambulantes de los entornos culturales que les preceden. Que ése es el hechizo de la palabra cosmópolis: uno de los grandes logros del progresismo en los tiempos que corren. ¿Qué sería de Barcelona o París, por ejemplo, sin sus barriadas árabes?

Que si hay un haber cuantificable en la vida es aprender a dejar atrás los llamados adoloridos del nacionalismo estrecho, condenados a ser parroquiales, y, peor aún, conservadores y mojigatos, para vivir, en toda su dimensión, eso que Anthony Giddens denominó “la fidelidad múltiple”: esa maravillosa colección de querencias y afectos en entornos culturales complementarios, que perfectamente, también, pueden tener su epicentro en el lugar que registre nuestra partida de nacimiento.

Pero sobre todo, que el ejercicio y la defensa de la libertad personal va a superar su prueba más exigente cuando el test se lo hacemos a los demás. Exigirle a los otros respeto al albedrío personal es muy sencillo: mucho más cuesta arriba es aprender a respetar los ajenos. Ahí el vocablo libertad muta a uno mucho más exigente, el de la tolerancia.

Y en última instancia: que el que se va es porque le da la gana. Quien toma ese tipo de decisiones no rebana tantos razonamientos precocidos: suele hacerlo bajo la influencia de una sensación terminante, que baja violento y neto, como cualquier portal de internet.
Poco o nada le dirán las consideraciones hechas por terceros.

II

Bien. Zanjado el dilema de las siempre respetables opciones individuales, pienso que puede tener sentido destinar unas reflexiones a un subregistro muy específico de personas que, antes que ciudadanos, sólo se sienten usuarios: aquellos que, con un hastío que tiene un escalón detrás del asco, viven pontificando que, nomás les sea posible, partirán como un cohete de “esta mierda de país”, del cual, irremediablemente poco o nada extrañarán después de la fuga. Razonamiento que irá acompañado de una eterna muletilla: “aquí no hay calidad de vida” –como si el único imperativo de estar vivo consistiera en andar subiendo escaleras en Sears.

Yo me atrevería a proponerle a estas personas una aproximación un poco menos recreativa de los dilemas cotidianos y las decisiones de vida. Sostengo que la consecución de la felicidad, objetivo final que, como mortales, todos compartimos, precisa de una aproximación algo menos desentendida, algo menos amiga de las fórmulas indoloras que esa que, en ocasiones, queda patente en trances tan delicados.

La felicidad es un objetivo que cobra sentido doble si nos decidimos a encararla como adultos: forzados a enfrentar circunstancias que no nos son del todo agradables y atendiendo obligaciones que sobrepasan nuestro fuero individual. La verdadera felicidad siempre tiene un costo.

Sabemos que estas consideraciones no están formuladas en un momento normal. Venezuela está ante una coyuntura especialmente dramática: disponemos de poco más de año y medio para que este país termine de recobrar la pertinencia o para que su sentido acabado como entidad jurídica entre en un gravísimo suspenso que puede durar, incluso, décadas. Con él se iría todo el entorno que ha comprendido nuestras vidas: nuestro pasado laboral, nuestros sitios de recreación, nuestras amistades, los espacios en los cuales crecimos en familia.

Son menos de dos años: es un plazo razonable y específico para comprometernos a formar parte de la solución. Para informarnos, para organizarnos, para participar y defender lo que nos pertenece. Para asumir algún tipo de responsabilidad que sobrepase los mandatos de nuestro confort. No hablo desde un ámbito salvacionista: circunscribo lo que dicho a la universal perspectiva ciudadana. Si algo le terminó de hacer la cama a Fidel Castro fue el apurado tránsito de todos sus mandos profesionales en el puerto de Camarioca en 1962. A lo mejor todavía había tiempo.

No estoy formulando una proclama patriotera, ni le pido a nadie que inicie sesiones de llanto cada vez que escuche el Alma Llanera. Parece que no hay manera de meterle la nariz a este tema sin que alguien termine acordándose de Carlos Baute. La inexplicable psicología del venezolano de clase media, siempre hechizada con cualquier fruslería del extrarradio, se maravillaría si este razonamiento lo hiciera Rosa Montero ante una hipotética España en llamas. Formulado desde Venezuela el argumento es despachado como si le perteneciera a Lila Morillo.

¿Queremos admirar el mundo, conocer nuevas culturas, maravillarnos con las delicias del entorno próximo o remoto? ¿Queremos vivir en otro país? Excelente. Aquí mismo, en nuestras narices, tenemos una emergencia: vamos a intentar primero ver cómo podemos conjurar esta amenaza, porque el juego está cerquita, para seguir aspirando a ejercer la felicidad con un pasaporte en la mano.

He dicho que todo el mundo es libre de pensar y decir lo que quiera en este tipo de temas. Eso es exactamente es lo que yo acabo de hacer.

sábado, 5 de marzo de 2011

Homenaje al mesonero

Rápido, preciso, discreto, formal, se cuadra frente a la mesa, como siempre, listo para recibir órdenes: el mesonero, ese sí, es el pueblo uniformado.

Areperas, matrimonios, cócteles, restaurantes y fiestas de quince años lo encontrarán con una sobria camisa blanca e infaltable pantalón negro, zapatos bien lustrados; un saco, cuando la ocasión lo solicita, y un versallesco corbatín, un lazo en el cuello que habla por su persona, que pretende ser de gala, un certificado de elegancia que nadie ha pedido, pero que él necesita, como el vals, como los sombreros y los frac, como los mayordomos, como las campanas para la servidumbre, como el orden de los tenedores y la llegada de las comidas, como casi todas las pamplinas que comprenden la etiqueta, un uso que pertenece a otro momento, traído de otra parte para honrar un acuerdo previo que es necesario mantener vigente, casi siempre de discutible significado, un ejercicio de obediencia pactado que hemos de denominar, para entendernos, las convenciones.

En el trabajo de un mesonero concurren buena parte de las destrezas del ejercicio cívico de todos los días. En su irreductible cortesía y decencia, el mesonero es a veces un actor, el conductor de una ceremonia de imperiosa teatralidad, especializado en darle un cumplimiento cabal a los mandatos de la urbanidad: poner a catar vinos a los transeúntes para hacerlos sentir conocedores y relatar los detalles de un menú que él no ha cocinado.

Los mesoneros deben estar investidos de un talento diplomático muy especial, una capacidad para negociar en situaciones desventajosas, para mostrar un desacuerdo sonreído, para sugerir sin incordiar, para dejar sentado cual plato es el que se debe probar y cual es el que se debe evitar sin tener que sin demasiado explícito, sin llegar
a los extremos de soltar ante desconocidos en tono de confidencia, como sí podría hacerlo cualquiera, porque así es que lo entenderían bien, "señora, aquí entre nos, no pruebe esa ensalada que es una redomada mierda".

Es, ante todo, un buen político. El mesonero es la exposición hecha persona de lo que debe ser un "factor de intermediación social": ahí está, recibiendo demandas, cada dos por tres la gente tiene un nuevo pedido, qué pasó con mi sopa; no me llene usted la cerveza, yo no soy mocho; las polentas se sirven por el lado izquierdo, ¿o es que no lo sabía?, ¿de cual mercado es la cebolla de éste bistec? estos espárragos están incorrectos, yo los raviolis me los como sin queso, y él, canalizando exigencias, calmando a la concurrencia, con el sombrero en una mano, el conejo en la otra, las luces auscultándolo, la cortina detrás, se disculpa ante el publico, ya sale la sopa, señora, cálmense, el asunto de los espárragos es francamente lamentable; las cebollas son de quinta crespo, por acá tengo el queso, si quiere se lo sirve, sino se lo sirvo yo, estamos para servirle, acá tengo un aperitivo, mientras esperan, mil perdones a todos.

La capacidad para gestar acuerdos negociados, llevada al extremo, queda apalancada cuando se ve precisado a acudir al centro de operaciones, a la cocina, a usar la única facultad que tiene para descargar la presión apurando a sus compañeros: "Epa, que hubo: ¿qué pasó con la sopa de la mesa quince?"

A distancia, esos tipos parecen miembros del sindicato de un misterioso circo armenio, haciendo malabares como artistas, cargando cuatro platos a la vez, sirviendo tragos, como quien desenfunda con velocidad una pistola, poniendo a chillar esas máquinas de café, desplazándose con precisión y silencio, oyendo conversaciones que no le interesan y que aumentan de volumen y se diluyen conforme se acerca o se aleja de la mesa, anotando pedidos en una misteriosa clave taquigráfica, haciendo ejercicios aritméticos con pasmosa velocidad.

Los mesoneros son los eternos actores de reparto de los momentos especiales de nuestras vidas. Tienen que dar la cara por un plato que no cocinaron y por un local que no les pertenece.

Lo de ellos es repartir albóndigas y canapés de grupo en grupo, de mesa en mesa, de todos lados saldrán solicitudes compulsivas. Nadie sabe sus nombres. Serán llamados, en el mas neutro de los casos, "amigo"; "campeón", le dirán los mayores; "panita", las nuevas generaciones; uno que otro, si lleva tiempo visitando el lugar, pronunciará su nombre para impresionar a sus acompañantes: "mira Luis Alberto, quiero que me apartes el privado de la otra vez y te traes el servicio de whisky", y el sonreirá adusto, premiado por la confianza que tiene la molestia de tomarse gente tan importante.

La fiesta está que arde, todo el mundo baila a paso frenético. El mesonero, disfrazado de elegancia en un espacio ajeno, se gana la comida viendo a los otros divertirse a distancia. Hay que repartir el whisky, hay que freír esos tequeños antes de que se haga tarde.

Siempre habrá que lidiar con las miserias de la gente. Todo el mundo quiere presumir de valiente ante un mesonero. Su trabajo es una buena noticia en tanto no se sienta. Nadie aplaude, nadie felicita, ningún auditorio se pondrá de acuerdo para ovacionar la trajinada labor de un camarero, salvo cuando se le cae la vajilla.

Y ahí están, pues, atados de manos por la necesidad, soportando en silencio a todo tipo de gente: borrachos, malhumorados y acomplejados; galanes destemplados, que quieren presumir de graciosos a sus costillas; señoras que castigan su dignidad en nombre de "las normas y el buen servicio"; badulaques que presumen de arrebatados e inflexibles porque saben que jamás podrá defenderse como quisiera.

Se acaba la fiesta, cerraron el local, es hora de recoger los manteles. A distancia, se oyen las últimas risas ahogadas de la noche. Se acabo la prestancia y la distinción: el mesonero se quita sus atuendos formales y vuelve al mundo de civil. Nadie sabe, nadie pregunta, a nadie le importa, para dónde va, dónde vive, cual autobús toma, cómo llegará a su casa este ilustre ciudadano, todo honradez y paciencia, incapaz de organizar una huelga, condenado a que, en las discusiones de trabajo, la razón siempre la tengan otros, especializado en servir a los demás para ganarse la vida.

Llegará a su casa, besará a su mujer, pasará revista a sus muchachos, dormidos, afortunadamente, y caerá rendido para soñar otra vez con esa extraña confabulación de gente elegante y fastidiosa, esa turba insoportable que le pide, una y otra vez, algo que le angustia mucho, una encomienda perdida tiempo atrás, cuya existencia apenas sospecha pero de la cual no trae memoria.

Homanaje al mesonero

Rápido, preciso, discreto, formal, se cuadra frente a la mesa, como siempre, listo para recibir órdenes: el mesonero, ese sí, es el pueblo uniformado.

Areperas, matrimonios, cócteles, restaurantes y fiestas de quince años lo encontrarán con una sobria camisa blanca e infaltable pantalón negro, zapatos bien lustrados; un saco, cuando la ocasión lo solicita, y un versallesco corbatín, un lazo en el cuello que habla por su persona, que pretende ser de gala, un certificado de elegancia que nadie ha pedido, pero que él necesita, como el vals, como los sombreros y los frac, como los mayordomos, como las campanas para la servidumbre, como el orden de los tenedores y la llegada de las comidas, como casi todas las pamplinas que comprenden la etiqueta, un uso que pertenece a otro momento, traído de otra parte para honrar un acuerdo previo que es necesario mantener vigente, casi siempre de discutible significado, un ejercicio de obediencia pactado que hemos de denominar, para entendernos, las convenciones.

En el trabajo de un mesonero concurren buena parte de las destrezas del ejercicio cívico de todos los días. En su irreductible cortesía y decencia, el mesonero es a veces un actor, el conductor de una ceremonia de imperiosa teatralidad, especializado en darle un cumplimiento cabal a los mandatos de la urbanidad: poner a catar vinos a los transeúntes para hacerlos sentir conocedores y relatar los detalles de un menú que él no ha cocinado.

Los mesoneros deben estar investidos de un talento diplomático muy especial, una capacidad para negociar en situaciones desventajosas, para mostrar un desacuerdo sonreído, para sugerir sin incordiar, para dejar sentado cual plato es el que se debe probar y cual es el que se debe evitar sin tener que sin demasiado explícito, sin llegar a los extremos de soltar ante desconocidos en tono de confidencia, como sí podría hacerlo cualquiera, porque así es que lo entenderían bien, "señora, aquí entre nos, no pruebe esa ensalada que es una redomada mierda".

Es, ante todo, un buen político. El mesonero es la exposición hecha persona de lo que debe ser un "factor de intermediación social": ahí está, recibiendo demandas, cada dos por tres la gente tiene un nuevo pedido, qué pasó con mi sopa; no me llene usted la cerveza, yo no soy mocho; las polentas se sirven por el lado izquierdo, ¿o es que no lo sabía?, ¿de cual mercado es la cebolla de éste bistec? estos espárragos están incorrectos, yo los raviolis me los como sin queso, y él, canalizando exigencias, calmando a la concurrencia, con el sombrero en una mano, el conejo en la otra, las luces auscultándolo, la cortina detrás, se disculpa ante el publico, ya sale la sopa, señora, cálmense, el asunto de los espárragos es francamente lamentable; las cebollas son de quinta crespo, por acá tengo el queso, si quiere se lo sirve, sino se lo sirvo yo, estamos para servirle, acá tengo un aperitivo, mientras esperan, mil perdones a todos.

La capacidad para gestar acuerdos negociados, llevada al extremo, queda apalancada cuando se ve precisado a acudir al centro de operaciones, a la cocina, a usar la única facultad que tiene para descargar la presión apurando a sus compañeros: "Epa, que hubo, nojoda: ¿qué carajo pasó con la sopa de la mesa quince?"

A distancia, esos tipos parecen miembros del sindicato de un misterioso circo armenio, haciendo malabares como artistas, cargando cuatro platos a la vez, sirviendo tragos, como quien desenfunda con velocidad una pistola, poniendo a chillar esas máquinas de café, desplazándose con precisión y silencio, oyendo conversaciones que no le interesan y que aumentan de volumen y se diluyen conforme se acerca o se aleja de la mesa, anotando pedidos en una misteriosa clave taquigráfica, haciendo ejercicios aritméticos con pasmosa velocidad.

Los mesoneros son los eternos actores de reparto de los momentos especiales de nuestras vidas. Tienen que dar la cara por un plato que no cocinaron y por un local que no les pertenece.

Lo de ellos es repartir albóndigas y canapés de grupo en grupo, de mesa en mesa, de todos lados saldrán solicitudes compulsivas. Nadie sabe sus nombres. Serán llamados, en el mas neutro de los casos, "amigo"; "campeón", le dirán los mayores; "panita", las nuevas generaciones. Uno que otro, si lleva tiempo visitando el lugar, pronunciará su nombre para impresionar a sus acompañantes: "mira Luis Alberto, quiero que me apartes el privado de la otra vez y te traes el servicio de whisky", y el sonreirá adusto, premiado por la confianza que tiene la molestia de tomarse gente tan importante.

La fiesta está que arde, todo el mundo baila a paso frenético. El mesonero, disfrazado de elegancia en un espacio ajeno, se gana la comida viendo a los otros divertirse a distancia. Hay que repartir el whisky, hay que freír esos tequeños antes de que se haga tarde.

Siempre habrá que lidiar con las miserias de la gente en este mundo miserable. Todo el mundo quiere presumir de valiente ante un mesonero. Su trabajo es una buena noticia en tanto no se sienta. Nadie aplaude, nadie felicita, ningún auditorio se pondrá de acuerdo para ovacionar la trajinada labor de un camarero, salvo cuando se le cae la vajilla.

Y ahí están, pues, atados de manos por la necesidad, soportando en silencio a todo tipo de gente: borrachos, malhumorados y acomplejados; galanes destemplados, que quieren presumir de graciosos a sus costillas; señoras que castigan su dignidad en nombre de "las normas y el buen servicio"; badulaques que presumen de arrebatados e inflexibles porque saben que están discutiendo con una persona que necesita su trabajo y jamás podrá defenderse como quisiera.

Se acaba la fiesta, cerraron el local, es hora de recoger los manteles. A distancia, se oyen las últimas risas ahogadas de la noche. Se acabo la prestancia y la distinción: el mesonero se quita sus atuendos formales y vuelve al mundo de civil. Nadie sabe, nadie pregunta, a nadie le importa, para dónde va, dónde vive, cual autobús toma, cómo llegará a su casa este ilustre ciudadano, todo honradez y paciencia, perteneciente a un gremio que jamás ha organizado una huelga, condenado a que, en las discusiones de trabajo, la razón siempre la tengan otros, especializado en servir a los demás para ganarse la vida.

Llegará a su casa, besará a su mujer, pasará revista a sus muchachos, dormidos, afortunadamente, y caerá rendido para soñar otra vez con esa extraña confabulación de gente elegante y fastidiosa, esa turba insoportable que le pide, una y otra vez, algo que le angustia mucho, una encomienda perdida tiempo atrás, cuya existencia apenas sospecha pero de la cual no trae memoria.