sábado, 7 de mayo de 2011

política para culturosos

(ensayito publicado en el portal prodavinci.com)


I

Ha sido la política, desde que comencé a hacer periodismo, - y antes, y después- la fuente que la mayoría de los licenciados en edad de merecer deseaba evitar. No siempre un egresado universitario que busca trabajo está en condiciones de tomar decisiones sobre aquello que no quiere hacer, pero lo cierto es que, entre mis compañeros de generación, el hecho público nacional siempre fue visto como un aburrido reducto de pugnas y zancadillas, en el cual se cuecen toda suerte de chismes intrascendentes, y donde, proclamando las consignas más elevadas, se urdían las más sórdidas conspiraciones y actos de corrupción más deleznables.

No era aquel un rechazo siempre expreso, pero era obvio que para aquella generación, mi generación, que asistía al comienzo del ocaso de su primer ensayo democrático, y que galvanizó su conciencia universal en la eclectitud de la posmodernidad, la sola palabra política era un estigma. Una sospecha, salvo prueba en contrario, de interés con fines inconfesables.

Tales apreciaciones, por supuesto, se extendían hacia los políticos: personajes opacos y sin formación, promotores de discursos aprendidos de memoria, a los cuales nada se les podía creer, responsables únicos, con sus triquiñuelas y maniobras, de los males de la ciudadanía. Sujetos, además, chapuceros e incultos, capaces de cambiar de discurso como se cambia de sombrero, irremediables perseguidores de votos y prebendas.

Puede que antes de 1990 las cosas fueran distintas, pero lo cierto es que, con sus excepciones, los profesionales recién egresados que ingresaban a los periódicos procuraban desempeñarse en cualquier otra área del universo informativo que estuviera disponible. Había, a estos efectos, muchas opciones. Farándula y cultura de masas; economía, negocios y estrategia; deportes; sociedad e información genérica. Con todas era posible perfumarse de buen gusto social y credibilidad profesional. Todo, menos “la ladilla” de enrolarse en la cobertura de la doméstica política local. En mi entorno cercano, el desplazamiento discurría hacia la cultura como un desiderátum natural.

II

De forma ambigua, algo acomplejado por las circunstancias, participé en el asco a la política como un sarampión generacional. La política era una pava; no había pecado más condenable que pretender “politizar” un tema. Politizar un tema era conspirar contra su estética, adulterarlo, colocarle a sus cuadrantes imperativos indeseables.
De eso se ocupaba la gente fastidiosa y con sospechosas intenciones ulteriores. El campo político era estéril, sin ningún brillo “pop”, perfecto para personas sin swing y sin estilo.

Los debates universitarios, los ciclos de cine, los encuentros estudiantiles, los conciertos musicales. Lo “cool” era desplazarse alternativo, desentendido, escéptico, vinculado a los mass media, yendo al cine, intercalando fiestas, citando poesía. No hubo en aquellos años cascarones vacíos de acabado más completo que los centros de estudiantes: los reductos de la política icónicos en la educación superior, alguna vez, como se sabe, hervidero del compromiso militante y las ideas en ebullición.

En mi caso, tal pretensión se extendió durante los primeros años de vida laboral: Letra G, el dominical de El Globo; Radio Capital, y Letras, el periódico universitario. Todavía hacia 1997 abrigaba la esperanza de poder hacer periodismo sin tener que toparme con el dilema de enfrentarme a la política como fuente.

III

La situación descrita por supuesto que no fue obra de la casualidad, ni es un artificio producto de un esnobismo generacional. Desde los años setenta se fue produciendo en occidente, conforme se apagaba el utopismo de la década anterior, un lento desplazamiento en torno a los intereses de las élites y una nueva metabolización de los valores de la vanguardia. Una modificación en la percepción de los objetivos del poder y un progresiva decadencia de las ideas y los partidos con visiones totalizantes de la sociedad.

Fue este un proceso que conoció una brusca precipitación con la caída del Muro de Berlín y el fin del comunismo. La llegada de la posmodernidad se encadenó con la expansión de las comunicaciones y la digitalización de las sociedades. La palabra política perdió significado y peso especifico. Nacían nuevos oficios; la información, como la comunicación, no ha hecho sino expandirse, la comprensión de la realidad adquirió otras herramientas. Hay nuevas maneras de influir en el tejido social, de potenciar talentos y de hacer realidades las aspiraciones personales. Piénsese por un momento que carreras universitarias como Trabajo Social, Sociología, Diseño Gráfico, Telecomunicaciones, Administración Empresarial o Comunicación Social, por sólo nombrar algunas, eran muy escasas, cuando no inexistentes, aún bien entrado el siglo XX.

La contemporaneidad redimensionó por completo, como nunca antes, la relación de los hombres con el entorno. En un momento como éste, Yoanni Sánchez, sin ser exactamente un político profesional, desde un blog que la hecho universal y una cuenta personal por Twiter, hace tanto, o más, por su causa, que cualquier formación partidista cubana del exilio.

Ahí está Facebook, y está Tuiter: este ámbito virtual revolucionario, subversivo y con propiedades efervescentes, en el cual se polemiza y se conversa, y donde una idea libertaria puede mutar en entornos fértiles para hacer realidad milagros como el de Egipto.

Se fortalecieron los grupos de presión: espacios para desarrollar el compromiso colectivo y la responsabilidad ciudadana sin perder la autonomía y la libertad de conciencia: el “single issue”, del que hablaba Anthony Giddens, hace posible que cualquier persona desarrolle sus inquietudes cívicas y se organice para hacer posible sus aspiraciones en torno a temas específicos, sin tener que ocupar cargos públicos y sin ejercer el poder. Organizaciones como GreenPeace, Amnistía Internacional, Sos Racismo, o, en Venezuela, Cofavic y Provea.

Se potenciaron nuevos espacios para asumir posiciones en el entorno con un motor de navegación propio. El célebre “fin de los grandes discursos” que trajo la ultima parte del siglo XX, vigente aún en el mundo en el mundo de hoy, abolió por completo la figura del compromiso. La “ética indolora de los nuevos tiempos democráticos”, invocada por Gilles Lipovetsky: el ciudadano relativamente desentendido, comprometido apenas en un listado de criterios mínimos, centrado ante todo en sí mismo, que rige en los tiempos de hoy.

En la vida moderna, las corporaciones y su espíritu organizacional, sobre todo en los años noventa, colonizaron las maneras de organizarse en sociedad, le disputaron a la esfera pública su influencia en la ciudadanía y modificaron viejos paradigmas: ya no hay direcciones nacionales ni secretariados, sino “misión, visión y valores”.

Dejó de ser necesario, como lo fue alguna vez, estudiar derecho e inscribirse en un partido para lograr pertinencia social o apalancar aspiraciones personales.


IV

No se trata de un denominador común, pero el asco a la política como concepto y como oficio encuentra en el terreno de la cultura un interesante y paradójico matiz. Ha sido este un comportamiento verificable, en mi caso, en el tipo de reporteros que ingresaban a la fuente, casi todos renuentes a su comprensión y con un respingo de desdén ante el tema, pero claro que la desavenencia tiene raíces extensas, larguísima tradición y expresiones muy concretas.

Porque lo cierto es que se expresa en sus periodistas, los periodistas de cultura, pero ellos, como sucede con todos, lo único que hacen es ser espejos refractarios del espacio noticioso que éste comprende. El mundo cultural – y el científico, y el artístico, y el deportivo, pero sobre todo el cultural- suele apalancar buena parte de sus necesidades trabando con el universo político -pero sobre todo con el poder político- una relación que, aunque necesitada, ha estado terriblemente problematizada en virtud de la tutela que éste criterio ha ejercido sobre el desarrollo de aquel en los autoritarismos y dictaduras. Incluso de el subsidio condicionado que se ofrecen en algunas democracias.

Pintores, escultores, curadores, directores teatrales y actores, poetas, bailarines, decoradores, cineastas y críticos de cine. Una afirmación en coro, pretendidamente inocente: “yo no soy político”. A mí con esa gente no me junten.

Jamás ha dejado de ser una constante dejar sentado un deseo, tácito o expreso, de lejanía: que no les contaminen el trance, que no les “politicen” el contexto, que no estorben sus procesos creativos cambiándoles el tema, que no enanicen sus encuentros con la creación y el devenir humano con la palabra política: con sus vericuetos, sus problemas, sus indeseables consecuencias al remolque. Esas diatribas despeinadas y ausentes de modales, todas portadoras de dilemas sin solución, de cargas indeseables que vienen a traer terceros: el anticlimax de un individuo que está buscando un legítimo encuentro con las musas. “No politicen la cultura!” han afirmado en el pasado gestores del ramo que no saben nada ni de una cosa ni de la otra.

El acto creativo, se argumentará, precisa del albedrío individual. Es una fuga, una decisión legitima: evadirse para encontrar en el encuentro con el arte la liberación personal que potencia la magia de la creación. Desprenderse. Habitar, por cuenta propia, terrenos fértiles en universos paralelos. Eso que se le atribuye a T.S Elliot refiriéndose a sí mismo: “soy parte de esa humanidad que no soporta demasiada realidad”.

V

Lo cierto es que, a pesar de los desdenes vaporosos y las posturas de moda, no hay plataforma de acceso más fiable al universo de la cultura que un criterio depurado sobre el significado de la política. Si entendemos por cultura la apropiación del hombre sobre los elementos de la naturaleza; la prolongación de sus anhelos y la interpretación del entorno a partir de sus propias necesidades.

La renuencia al servicio militar, la ecología hecha una causa, las posturas de vegetarianos y veganos, fenómenos como el nacionalismo y la xenofobia, el visado forzado a los países del tercer mundo, el costo de la seguridad social, el fenómeno retro, las ligas en defensa de los derechos humanos, el integrismo musulmán, todo el debate de la globalización, la sobrepoblación de ciudades, el precio de la comida.

Eso es cultura, y es política, de acuerdo a como la entiende Savater: el hombre interactuando con sus semejantes, procurando hacer realidad sus aspiraciones, creándose problemas para vivir mejor, cuestionando y reinventando las instituciones que ha diseñado para perpetuar sus ideas.

La cultura y la política encuentra un nudo inextrincable en una palabra clave: el contexto, un filamento que está incrustado en ambas nociones. Cualquier ciudadano que salga de su casa y rompa su fuero domestico entra en contacto con la idea de civismo: el criterio donde se encuentran, se funden y se hacen fuertes la política y la cultura.

Un ejercicio cultural tan rutinario y doméstico como viajar, por ejemplo, tiene, hasta para el más desprevenido de los turistas desinteresados en la política, un tropel de información sobre el entorno. Casi todos sus contenidos, aunque él no lo sepa, serán políticos: qué idioma se habla en el país visitado; cuales son sus ciudades; quién su presidente; cuál su religión y cuáles sus problemas y cuáles sus costumbres.

La ecuación se puede replicar a todas las actividades del devenir humano: pintura, arquitectura y bellas artes; literatura; gastronomía y moda; música popular e incluso académica. Los artistas están facultados a secuestrarse, si lo desean, en torno a su universo personal y sus prioridades individuales; la vida de los partidos políticos, sus pugnas y zancadillas puede que no nos interese del todo, pero lo cierto es que, con una enorme frecuencia, es el problemático entorno, sus nudos y sus acuciantes interrogantes, los dilemas del hombre organizado en sociedad, el que envía el combustible necesario para darle vida a las corrientes artísticas.

Ese es el vector que ha inspirado a las reflexiones sobre la soledad en los nodos urbanos en La Nausea y El Lobo Estepario; a la obra de Orwell; a lienzos como Guernica; a la Generación del 98; al Himno a Alegría de Beethoven; a los mejores largometrajes del nuevo cine alemán.



VI


La palabra política y su significado lato ha perdido un notable peso específico en la vida de todos, pero buena parte de sus valores intrínsecos y de sus contenidos se han expandido como una granada fragmentaria dentro del tejido social gracias a la masificación de las comunicaciones de masas del mundo de hoy. Sus esquirlas han inundado la cotidianidad de todos, y le confieren, como nunca, un valor añadido al mundo de la cultura y las ideas.

Ha llegado la hora de que ajustemos el foco: a la palabra política le debemos el mismo respeto que a la palabra cultura. Sin ella no será posible el reinado y el progreso de los seres humanos sobre la tierra.

La aplastante mayoría de las aprehensiones a la palabra política tienen lugar cuando le atribuimos a la política los excesos y extravíos del poder político. Son concepciones asociadas, que pisan un terreno que le es afín, pero claro que no es lo mismo. La política esencial siempre tendrá un vínculo con el poder, pero la política es una propiedad disuelta en las calles.

El ejercicio del poder, la conformación de gobiernos, la creación de partidos, la política hecha una técnica, tal como la concibió Maquiavelo: ese es punto en el cual las reflexiones deslumbrantes de la teoría y los sueños más hermosos le ceden el escenario a las maniobras y las zancadillas. La política como una palanca para ejercer el dominio sobre los hombres. Tiene el asunto, ciertamente, un costado grotesco. Constituye una especie de fatalidad a la que habrá que atenerse mientras queramos organizarnos en sociedades y el ser humano continúe evidenciando sus imperfecciones. Habrá que tomar prestada aquella frase de Borges: “me molesta que haya gobiernos, aunque en éstos días parece necesario”

La sordideces de los gobiernos y sus cargos, la vanidad ante el disfrute sensual del poder, la codicia y la corrupción, no son, por lo demás, privativas exclusivas de los gobiernos o falencias atribuibles sólo a la función pública: son fácilmente apreciables en todos los ámbitos de la vida, incluyendo los ámbitos privados, esos que cierta propaganda sibilina nos vende como eternamente responsables y sacrosantos. Los gobiernos suelen ser electos y tienen que rendir cuentas sobre lo que hacen: en las empresas la democracia no existe Manda el dueño; sus intereses son muy específicos, su capacidad para presionar muy amplia y su vocación autocrítica muy discutible.
Las taras descritas incluyen también el ámbito cultural y el doméstico. Trapisondas, maniobras, adulancias y dobleces; intereses particulares convertidos en imposición. En pos de un cargo, en pos de un sueldo, en pos de un papel. En pos de un enemigo. Los males universales de la humanidad.

Sin políticos y sin partidos no hay racionalidad social posible. Sin política, la cultura, sus exquisiteces y sus melindres comenzarían a resquebrajarse. Un mundo sin política es un mundo sin aspiraciones, y un mundo sin aspiraciones es un mundo sin conflictos. Las sociedades sin conflictos viven en dictaduras.