jueves, 16 de junio de 2011

Retrato hablado de un pichirre contemporáneo

Un pichirre no es aquel que no gaste la plata. Entre la espesura de la cotidianidad, disuelto entre tantas otras variables informativas que ofrece el entorno, podemos distinguir la existencia de un pichirre cuando constatamos que le duele el dinero. No es lo mismo.

El pichirre, por el contrario, contraviniendo en secreto una opinión muy extendida que sobre él se ha tenido por siglos, puede ser, incluso, un tipo derrochador. Se sabe gastar sus reales como es debido. Lo que pasa es que las condiciones las pone él: cómo, cuándo y dónde. Quedó dicho: sus reales. El pichirre se gasta el dinero en sus términos.

Para hacerlo, normalmente todo pichirre promedio tiene un objetivo estratégico que supera con holgura las bagatelas del entorno de sus amigos y los compromisos sociales inevitables. Como no puede, o no quiere, revelar su secreto, normalmente se excusa con modalidades prefabricadas ante el peligro del dispendio. Hay una universal: “esta pelando”.

Los pichirres, por lo tanto, son personas bastante reservadas. No son, necesariamente, malas personas. Un pichirre hace concesiones, cede parcelas afectivas, se preocupa por los demás y le presta toda la atención requerida a sus afectos y amistades.

Persiste, sin embargo, en un rincón de su espíritu, una actitud atrincherada, una especie de coraza, un dominio inexpugnable, una especie de placenta emocional, en la cual no entra prácticamente nadie. Ahí, en ese oasis tibio, y sin la presencia de extraños con los cuales tener que compartir los reales que le pertenecen, se ubican sus secretos, pero sobre todo, sus planes estratégicos: esos en los cuales sí se va a gastar el dinero. Es cierto: el pichirre “está pelando”. Para salir, no hay plata. O no hay mucha. Pero la plata existe: los fines serán otros.

La literatura universal ha descrito con acierto los perfiles más antipáticos de la avaricia clásica: sujetos miserables y solitarios; que le pueden regatear bienes incluso a sus hijos, trabajan exclusivamente para su causa y no sienten obligaciones morales con nada ni nadie. A este respecto, Honoré de Balzac pudo hilar muy fino en Eugenia Grandet

Los tiempos han cambiado. El pichirre contemporáneo rara vez perderá el decoro y no será pillado en falta reprochable cuando toca salir peinado en la foto en materia de obligaciones morales o desembolso de recursos. Los pichirres de hoy cuidan su prestigio: jamás se negarán a pagar o a argumentar frente a los demás que no tienen dinero cuando tienen que consumir. Sobre todo si ya hubo acuerdo en torno al lugar en el cual se comerá o beberá.

Para que no haya equívocos, dilemas de esa naturaleza se resuelven colocando sobre la llegada de la cuenta una atención casi militar. El dictamen de una cuenta, hecho el quirúrgico desglose correspondiente de lo que se ha comido y bebido, jamás podrá ser interpretado de forma laxa por cualquier pichirre depurado. Aquí la amabilidad tropical desaparece: los números son los números. Lo que diga la cuenta tendrá las características de un mandamiento divino: es lo que diga la cuenta y ni un centavo más. Porque la sensatez del pichirre respecto al dinero y las eventualidades del futuro alcanza en estos casos niveles obsesivos. Jamás sucederá es que un pichirre coloque dinero de más. Ni por confusión.

Al pichirre le duelen los reales. Puede sacar a un amigo de apuros, cederlos, prestarlos, arrendarlos, pero invariablemente los cobra. Distinguimos la existencia de un pichirre clásico cuando no tiene el menor empacho en tener una pelea por dinero.

Se ha dicho que un pichirre puede quedar calibrado porque, llegado el momento del pago, no desenfunda el dinero a tiempo. “No saca temprano”. A decir verdad, es un denominador común que tiene una continuidad de varias décadas. Clásicos o modernos, persiste un rictus, una renuencia aprendida, un leve disgusto, un pasivo emocional, una lentitud que guarda relación con una dolencia, macerada por siglos en infinidad de eventos contables anteriores, que describen el comportamiento de todo pichirre a la hora de pagar.

El pichirre estira su humanidad y mete dolorosamente el brazo para hurgar algo de dinero en el bolsillo o la cartera. Su cuerpo girará ligeramente como un péndulo, de izquierda a derecha, en busca de los centavos que lo hagan honrar su compromiso. Si tiene suerte, el lapso será suficiente para que otros, que no tienen dolencias de ese tipo y sí saben sacar la tarjeta en el lapso aceptado, se decidan a invitarlo. El mascullará unas “gracias”, con discreto silencio, no demasiado interesado de que se note que el nudo planteado se ha decantado a su favor.

La observancia, digamos que clínica, a los mandatos de la cuenta trae algunas ventajas adicionales. Nadie tiene por qué ser victima de esos niveles desproporcionados de austeridad, que en todo caso son personales, piensa todo pichirre socialmente responsable. Está pensando en sus planes estratégicos –un crucero, un carro, un juego de corbatas o una lavadora. Ser pichirre con los demás a estas alturas no le queda bien. Se dispondrá, entonces, a inmolarse en pos de su propia causa: será pichirre consigo mismo. Es su vida ¿Quién se lo puede objetar?

La cuenta irá pasando de manos, van y vienen billetes de 20. Los insumos se cotejan con el mesonero, vuelan las preguntas sobre cheques conformables, tarjetas de débito y números de clave. En el rincón de la mesa, celoso custodio de su bajo perfil en estos trances, llegado el momento de aporte, tendrá en sus manos un argumento inobjetable: se ha consumido sólo dos cervezas en las cinco horas que duró la velada. Por él no se preocupen. Procederá a pagarlas y se retirará discretamente.