miércoles, 19 de octubre de 2011

la televisión "honesta"

(publicado en la columna Placebo, de Urbe Bikini, Octubre de 2011)

Lupita Ferrer, Cecilia Villarreal, Raúl Amundaray, Elluz Peraza, Martín Lantigua, Eduardo Serrano, Gilberto Correa: los personajes de la televisión de antaño lucían imposibles. Formales, distantes, amables, asépticos, perfectos. Despachando autógrafos con noble desprendimiento; saludando desconocidos con una media sonrisa.

No existía para un niño de fines de los años setenta una emboscada más sensacional que toparse con un artista de la televisión. Una figura sonreída, la elipsis exacta de lo ideal, desplazándose entre la audiencia con una fingida humildad y una calculada sensación de dominio. Vista de cerca, además, portadora del hechizo del color: las pantallas eran aún en blanco y negro. Distinguidas e imperturbables, siempre especiales, con una elegancia a prueba de balas.

Como nicho natural de toda idea del espectáculo, la televisión era el universo de la perfección. No en balde, el dominio del reinado de nociones como “escena” y “ensayo”. Justo ahí donde encuentra su asiento, sin incordiar, la palabra impostura. La televisión, y el teatro también, son el universo en el cual tiene su residencia la palabra ilusión. La dimensión de la percepción donde no había espacio para las groserías, las impudicias, las miserias humanas o la ausencia de estética. Todos sus integrantes, “estrellas”: acostumbrados a ser mimados por la audiencia

En mi caso, la edad de la inocencia, como en todo transcurso vital, comenzó en el cine, sobre los 13 años, remontado el umbral de la censura B. Yo no puedo negar la pequeña sensación de escándalo que a mi produjo, en las primeras de cambio, aquellos policiales nacionales en los cuales Alicia Plaza enseñaba sus senos o Jean Carlos Simancas imprecaba a su esposa y sus hijos con el típico hablar grueso de un funcionario cualquiera. Similar al celofán que queda roto cuando dejamos atrás a nuestros circunspectos profesores de la primaria, todo el tiempo amonestando nuestro vocabulario soez, para abordar a los informales y desmañados del bachillerato: con frecuencia más groseros que los mismos alumnos.

No podía ser de otra manera. Queda claro que el polifuncional oficio del actor es cualquier cosa menos vaporoso. Tan sofisticado y sórdido como la vida misma. La ruptura del himen y el comienzo de las impurezas conocen su génesis desde el famoso “mucha mierda” que unos se desean a otros antes de saltar a la escena: es el santo y seña que los entendidos en el oficio usan de amuleto antes de enfrentarse al dictámen del público.

La llegada de la década anterior se trajo al remolque todo un siglo. Uno de los matices fundamentales de los espectáculos masivos y la audiencia ha sido, más bien, poco comentado. Los famosos “realitys” consolidaron una tendencia que se ha transformado, de manera irreversible, en el derrotero de la televisión actual. La pantalla ha dejado atrás el señorío y la calidez reinantes hasta los años setenta para sostener con el espectador una relación igualitaria, transparente, más bien mal educada: muy similar a la calle. Mucho más honesta con el público.

Groserías, sexo, mofas al poder político, confesiones, estridencias e indiscreciones domésticas de todo calibre. El día en el que Alicia Machado hizo el amor con un participante de El Gran Hermano ante toda la audiencia española llegó a su punto de condensación el cariz de la pantalla de hoy.

Esta es una tendencia que ya tenía años de vigencia en el mundo desarrollado: lo cierto es que, al multiplicarse las señales de cable y consolidarse las postales fractales de youtube, con sus infidencias por tomas, la televisión “verdadera”, brutalmente honesta, parece haber llegado para quedarse. La han conquistado, probablemente para fortuna de todos, los malos modales.

lunes, 10 de octubre de 2011

Los discursos de El Zorro

Alonso Moleiro


El seriado de El Zorro grabado en los estudios Disney, eternamente transmitido en la televisión vespertina, debe ser la producción más antigua que tiene disponible la pantalla local. Cuando sus primeros capítulos comenzaron a emitirse, en 1957, en Venezuela todavía gobernaba Marcos Pérez Jiménez. Toda la televisión era, de hecho, un suceso bastante reciente. No había llegado el hombre al espacio; Kennedy apenas acariciaba la idea de ser candidato; John Lennon y Paul McCartney eran dos adolescentes que se estaban conociendo.

Algunos actores que luego se hicieron celebridades, como Richard Anderson (el Oscar Goldman, de “El Hombre Nuclear”); Johnattan Harris (el pérfido doctor Zachary Smith de “Perdidos en el Espacio”), y César Romero, el postrero “Guasón” de Batman, daban entonces sus primeros pasos en la industria.

Pasan y pasan los años y ahí están sus secuencias, convertidas en un loop, sobreviviendo a todas las tardes y los avatares posibles. Ya pasó de padres a hijos, de tíos a sobrinos, y pronto lo hará de abuelos a nietos. Hace mucho que, en materia de longevidad, dejó atrás a otros seriados contemporáneos, como El Llanero Solitario o Rin Tin Tin, hoy casi disueltos en la memoria de los más adultos, e incluso a los posteriores, los que prometían actualidad y futuro: Tierra de Gigantes, Viaje al Fondo del Mar, Viaje a las Estrellas, Kojak, Starsky and Hutch, TJ Hooker o Miami Vice.

Como no deja de ser transmitido en la tele, El Zorro no trae consigo pasivos generacionales al momento de ser invocado. A nadie “se le cae la cédula” por aludirlo. Este vetusto proyecto sigue siendo hoy completamente pertinente en una conversación casual. El acompañante perfecto en la víspera de la cena, cuando el día se hace tibio y el tráfico encuentra su punto de condensación. Casi siete décadas en la cuales millones de seres humanos, vivos y muertos, han evadido sus tormentos y apuros cotidianos colocando la atención en aquel entrañable seriado de aventuras y nudos argumentales en los cuales el bien, como corresponde, siempre triunfa.

Una cálida textura lograda con el insuperable doblaje en las escuelas mexicanas, vigente por igual en Belice y Paraguay, en Puerto Rico y Chile y una resolución sensiblemente mejorada con la colorización de 1992.

Aquellos remotos dominios a caballo y carreta de la California española de mediados del siglo XIX son recreados para contarnos las andanzas de un superhéroe también encapotado, como otros colegas suyos del universo mediático, pero portador de un historial al cabo más sensata y verosímil. El Zorro no vuela, no dispara rayos, no habla bajo el agua y no puede colocar en reversa el giro de la tierra en un arranque de cólera. Todo lo cual le permite morder una parte del público adult: estamos en presencia de un intrépido que parece tener claro que la inmortalidad no existe.

No se trata únicamente de que sea esta una serie de una longevidad insólita y poco comentada. En los estudios Disney, la cadena ABC logró, además, que ninguna otra versión anterior ni posterior de El Zorro tuviera la carga simbólica y la legitimidad que el proyecto en cuestión, que parece haberse ganado para siempre una suerte de “denominación de origen”. No hay otro Zorro que no sea éste, auténticamente hispanófilo y mexicano, el del rasgado del arpa para armonizar las caídas. Ni Alain Delón, ni muchísimo menos Antonio Banderas.

Un joven apuesto y sonreído, condenado a caerle bien a cualquiera, Guy Williams, caracteriza al “patiquin” Diego de la Vega. Gene Sheldon, actor y además mimo de profesión, interpreta a Bernardo, su mayordomo y ayudante, un aporte específico de esta popular versión, el sordomudo que le sirve de contrapunto a todas las coartadas de El Zorro, palanca perfecta para hacer relativamente creíbles los ardides del superhéroe. Tampoco hay reemplazo posible para el más entrañable de todos los villanos, Henri Calvin, el icónico Sargento García, quien, además, en vida, fue un cantante lírico que pudo interpretar varias tonadas incidentales para la serie.

II

Se ha acusado siempre a los seriados americanos de ser portadores de penetrantes metadiscursos con complejos significantes ideológicos en casi todas sus series de entretenimiento, encubiertos detrás de una aparente proposición recreativa y sin intenciones ulteriores.

Toda la vida hemos escuchado cierta cantaleta de protesta desde las telarañas de algunas cavernas de la izquierda clásica: relatos atractivos y personajes a través de los cuales El Pentágono monta laboratorios para propalar sus valores, fomentar odios y drenas sus miedos. Ridiculizar a sus adversarios y fundamentar, con ejemplos cotidianos, las bondades de su estilo de vida.

El Capitán America, Superman, Tarzán, Mickey y el Llanero Solitario. Aunque la discursiva de la poderosísima industria del entretenimiento estadounidense es bastante menos inocente de lo que pretende, pienso que el postulado anterior es una verdad a medias. Un análisis que corresponde, sobre todo, a los confines históricos de la Guerra Fría. Algunas de las posturas que traen consigo sus historias (el enorme componente racista de Tarzán; el epicentro patriotero del Capitán América) han ido caducando conforme ésta y otras sociedades ha ido mudando pieles y orientando sus intereses a otros objetivos. Los creativos de la cultura de masas de este momento no son, ni en un millón de años, los mismos de la mitad del siglo XX.

Estados Unidos, como todo occidente, ha surcado el siglo XX sometido a traumáticos procesos de aprendizaje, especialmente a partir de los años 60. Para empezar, habría que dejar sentado que uno de los objetivos fundamentales para la mofa de los creativos de Hollywood ya no se ubican en el extrarradio, ni en sus minorías nacionales: residen en la propia sociedad Wasp. Homero Simpson o Al Bundy, el de Casado y con Hijos.

III

En su tránsito por las pantallas y el cine, sobreponiendose por cuenta propia a todos los cambios políticos posibles, sin embargo, la proposición de fondo de El Zorro, anclada en la discusiva de la mitad de la década anterior, ha podido transcurrir sin ser objeto de grandes señalamientos. Casi podríamos decir que ha transitado décadas enteras relatando una historia con un margen importante de impunidad.

Comencemos por el entorno: la vida de Diego de la Vega y Don Alejandro, su padre, transcurre en la California española y su periferia. Un espacio geográfico que comprende, en el caso de la serie, además de la actual baja California mexicana, los extremos de las poblaciones de Monterrey y Los Angeles, pero que, en un sentido más general, todo el ámbito hispánico que perteneció a México y que hoy está en los Estados Unidos. Los estados de Nevada, Colorado, Arizona, Nuevo México y Texas.

Ahí vive Don Diego, un aparentemente inofensivo propietario respetado por su posición económica y su abolengo, y habita El Zorro, su otro yo, un intrépido espadachín que se divierte citándose con el riesgo. En su peregrinaje, enderezando entuertos, El Zorro es la vía libre para hacer justicia en un entorno en el cual la justicia no existe. Pero no es la justicia americana: es la justicia española.

Estamos en un momento en el cual estos dominios pertenecen a España. Asiento de un poder político corrompido e hipócrita, que oprime y humilla a sus ciudadanos, en el cual queda la escena servida para que un misterioso sujeto enmascarado se convierta la expresión cabal del sentimiento popular. El Zorro es un subversivo, el enemigo público número uno de aquel sistema de la opresión. Monasterios, García, Del Paso, Reyes, Méndez: las deleznables autoridades de la historia de El Zorro tiene nombres en castellano. Se trata, además, de villanos especialmente torpes e improvisados.

Sin hablar de política, sin gastar pólvora excesiva con elaboraciones sobre el contexto, sin hacer demasiadas alusiones a conflictos del extrarradio, sin nombrar una sola vez a los Estados Unidos, El Zorro sirve de pórtico para justificar por mampuesto el brutal despojo que los Estados Unidos hicieron a México del territorio en cuestión en algún momento del siglo XIX.

Estas tierras estarán mejor, pensarán algunas conciencias para poder dormir en paz, en manos americanas. En las decentes, honestas y eternamente justicieras manos estadonidenses.