jueves, 26 de enero de 2012

Una historia del 23 de enero

A la memoria de Moisés Moleiro (1937-2002)


I


Una tumultuosa manifestación pidiendo libertades públicas y democracia, encabezada por Jóvito Villalba, tuvo lugar en la Plaza Bolívar de Caracas el 14 de febrero de 1936. Juan Vicente Gómez acababa de morir y una enorme expectativa se abría en aquella sociedad adormecida, recién despertando de un lado medioevo de tiranías.

Presenciando a distancia a la juventud exaltada, el viejo Moisés Moleiro Sánchez, entonces con 32 años, no estaba especialmente eufórico. Lo único que había descubierto entonces era que toda su juventud se había disuelto metida en una dictadura.

Había llegado a Caracas en 1928 para cursar estudios musicales; llegó a amenizar sesiones de cine mudo e incidentales de radio en vivo. En los años 40 comenzó a trabajar en sus primeras composiciones. Más adelante se ganaría la vida como profesor de piano.

Casi 20 años después, como funcionario administrativo del Ministerio de Relaciones Interiores, masticaba entre los dientes un odio sordo en contra del perezjimenismo. Ese nuevo capítulo de la larga hegemonía andina que toda la vida, desde que tuviera memoria, había aplastado la voluntad de la ciudadanía. Iniciada en 1900 con Cipriano Castro.

Algunas tardes, de regreso del trabajo, seguro de que nadie lo estaba viendo, mientras se quitaba el saco y los zapatos, al viejo Moleiro se le iban las lágrimas. Nada bien estaban las cosas. La Seguridad Nacional había allanado dos veces su casa buscando a su hijo mayor, también llamado Moisés. Como no lo encontraron, terminaron llevándose a su hermano Federico.

“¿A quién se le ocurre ponerse a hacer política en este país?”, se decía. Los gobiernos no se tumban tirando papelitos: en Venezuela los dictadores se mueren en su cama. Se lo dijo a moisesito millones de veces: lo único que iba a lograr con esa ociosidad era traerle una desgracia a su familia. Su hijo mayor, enconchado, perseguido por la policía. Federico, el segundo, preso por averiguaciones.

II

“Moisesito” era Moisés Rafael, su hijo mayor. A diferencia de sus hermanos, no tenía ninguna aptitud para la música. No tenía ni nueve años cuando su padre había resuelto no darle más clases. Se concentraría en su hija, Carmencita, en quién descubrió un diamante en bruto en materia de talento. Especie de “oveja sorda” en una familia de artistas, era un sujeto zarpado y atrabiliario, que se devoraba libros enteros y se formó en la calle por cuenta propia.

Ya había caído preso: dos años antes, en 1955, comenzando su militancia en la juventud de Acción Democrática, asistió con algunos de sus amigos al entierro de Andrés Eloy Blanco. Cuando Hely Colombani concluyó su discurso, y los restos del poeta ya estaban en la fosa, se le ocurrió gritar unas consignas en contra de la dictadura.

La era de “El General” estaba entonces en su apogeo: había progreso económico, mucho miedo y sobre Venezuela no se movía una hoja sin su permiso. No tenia muy claro Moisés Rafael el tamaño de la barbaridad que acababa de cometer en aquella ceremonia deprimida y asustadiza. No dio mucho más allá de veinte pasos para salir cuando lo interceptaron los omnipresentes espías de la Seguridad Nacional. Estaba preso, y con él sus amigos, por andar gritando cosas en contra de el gobierno.

Fueron recibidos en la sede de la Seguridad Nacional por una línea de espías que reventaron sus costillas a patadas, y luego colocados provisoriamente en formación. Miguel Silvio Sanz, el jefe de la Brigada Política de la Seguridad Nacional, mano derecha de Pedro Estrada, pasaría revista a los más comprometidos para ser interrogados o trasladados a otros calabozos.

Varias horas después, sin derecho a ir al baño ni a comer, Sanz preguntó en voz alta “¿quién es Moleiro acá?”. Unos minutos más tarde, pensando que lo iban a matar, estaba éste sentado frente al escritorio del policía. “Le debo un favor a un tío suyo y por eso, por esta vez, lo voy a dejar irse. Eso sí: tenga mucho cuidado con volver a pasar por aquí. Lo vamos a estar vigilando”. No sabía Moleiro que, tiempo atrás, un familiar que simpatizaba con el perezjimenismo le consiguió trabajo a Sanz cuando llegaba a Caracas procedente de Maracaibo. Este inusual gesto de largueza incluyó a José Luis Ruggeri y Rafael José Rodríguez, los dos amigos de San Bernardino enrolados en aquella tremendura.

El viejo Moleiro fue a buscar a su hijo, acompañado de los padres de los otros muchachos, esperando que aquel susto constituyera un expediente lo suficiente concluyente como para que todo el mundo quedara aleccionado. La conversación posterior incluyó algunas restricciones: todos a estudiar; está prohibido meterse en política y mucho menos andar juntándose con el indeseable Américo. “Ese muchacho vive todo el día con cuatro espías detrás”, le decía.

III

“Américo” era Américo Martín, ya por entonces unos de sus amigos más cercanos. Las tardías disposiciones del viejo Moleiro no tuvieron ningún efecto en su hijo. Hace rato que Américo había reclutado a Moisés Rafael en el Liceo Aplicación para la causa de la resistencia. Este a su vez entró a Acción Democrática de la mano de Rómulo Henríquez.

Ellos, junto a Héctor Pérez Marcano, Simón Sáez Mérida y otros jóvenes comprometidos de AD y el Partido Comunista, integraron una compacta y exigente logia, endurecida por el cemento de una fortísima amistad personal. Pasaron muchas horas juntos, en la legalidad y luego en la clandestinidad, llevando adelante encomiendas cada vez más arriesgadas, organizando círculos de lectura y devorando clásicos en busca de inspiración. Muy especialmente “Sacha Yegulev” de Leonid Andreyev. La proclama era santo y seña: “cuando el alma de un pueblo sufre, solo los puros de corazón van al sacrificio”.

Algunos profesores amigos que conocían sus andanzas se animaban a aconsejarles en voz baja que abandonaran aquel despropósito inconducente y se dedicaran a vivir la vida. En política era mejor no meterse. La vida era para viajar, hacer dinero, buscar la paz interior y la felicidad. Irse de Venezuela. Ver mundo, disfrutar de los pequeños placeres. La gente estaba asustada, pero también estaba contenta: a Caracas le estaba cambiando el rostro, había seguridad, trabajo y empleo. No debían engañarse: este era un pueblo de mierda y habría dictadura para rato.

Aunque no decían nada, estos consejos, bien intencionados después de todo, eran recibidos con mucho malestar. Una crepitante lava de ira, apenas contenida por los modales, subía al rostro de aquellos muchachos, y se desactivaba conforme la tertulia concluía. En Venezuela estaban torturando personas, arrodillando a familias enteras, poniendo a desfilar a los empleados públicos de forma obligada. Pero el único consejo disponible era que lo mejor era irse de Venezuela a vivir la vida.

Aquel disparatado y disciplinado grupo de carboneros, harto de escuchar consejitos sobre la importancia de la felicidad, tomo en 1957 dos draconianas decisiones: aquel que pidiera asilo político, se fuera de Venezuela o delatara a algún compañero en caso de caer preso, quedaba expulsado de la juventud de Acción Democrática.

A causa de sus actividades y sus posturas excesivas, en consecuencia, con “los flacos de Derecho”, en la UCV nadie quería juntarse.


IV

Capturado finalmente cuando regresaba a su casa por aquellos espías que decía el viejo Moleiro que siempre tenía atrás, Américo Martín fue hecho preso no mucho antes de la decisiva huelga estudiantil de 1957.

La conflictividad social estaba aumentando, el régimen comenzaba a sentirse acorralado y la represión se endurecía. Todos los días caían nuevos activistas. La bienvenida a Américo se la dieron “Torrecito”, “Suelaespuma”, Braulio Barreto, el indio Borges, Colmenares, entre otros temidos esbirros presididos por Sanz. Eran los integrantes del posteriormente célebre “gang de la muerte”. Si lograban alguna delación, la información era reportada al exquisito Pedro Estrada, “Don Pedro”, el hombre más poderoso de la Venezuela de los años 50.

“Cuando Moleiro caiga va a dejar las bolas en este mecate”, le dijo un iracundo Sanz al nuevo prisionero Martín. Sanz buscaba su rostro entre las decenas de capturados nuevos, viendo con quien saciar su furia, presionado por sus superiores, que tenían demasiada prisa por desactivar los complots en camino, sediento de venganza ante la deslealtad. Despreciando sus advertencias y su magnanimidad, Moleiro estaba a la fecha terriblemente comprometido y para Sanz el atrevimiento se pagaría caro. Lo estaba esperando con impaciencia.

Raciones de corriente en los dientes y las costillas, cigarrillos apagados en la piel, golpes en los testículos, cachiporras con fondo de hierro: Américo Martín tuvo que pasar, incluso, dos días parado, esposado y descalzo en el filo del ring de un automóvil. Nada de eso le impidió cumplir la encomienda: resistió como un valiente las torturas para no delatar a su amigo.

V

Al viejo Moleiro no le gustaba llorar en público. A esas alturas, sin embargo, el abatimiento era imposible de disimular. Estaba seguro de que a su hijo lo habían matado y que muy pronto se entrarían.

En los últimos días, cuando las “conchas” escaseaban, perseguidos por una desesperada policía política, los dirigentes estudiantiles se colaban debajo de los carros de los automóviles en las residencias privadas para poder dormir algunas horas en la madrugada. Temerosos de que los capturaran con la propaganda de agitación que portaban, se comían los papeles sobrantes.

El tumultuoso enero de 1958 insinuaba que los días en el poder del omnipotente “general” parecían contados. La mañana del 23, confirmada la huida del dictador por La Carlota, en la casa de la avenida Avila de San Bernardino había alegría, pero también una profunda ansiedad. Comenzaba la tarde y Moisés Rafael no aparecía.

Quedó interrumpida la angustia de manera súbita cuando se apareció entonces, recibido como un héroe por sus vecinos, ahogado de la emoción y la euforia, entonando desafinadamente el himno nacional, con una bandera en la mano, mal bañado y sin afeitarse, díscolo y gargantúa como siempre fue.

Les traía a todos, especialmente a su padre, una gran noticia: se acabó el miedo. Se acabaron los chácharos, las charreteras, los esbirros, los espías, la censura, la obligación de adular, los desfiles, la humillación. Les traía a todos la noticia de la libertad. El, con sus hermanos y su madre, se abrazaron y lloraron para celebrar el fin de la tiranía. Resultó que con papeles sí se tumban gobiernos.

Unos cuantos meses después, junto a sus compañeros, aquellos con los cuales nadie quería juntarse, eran recibidos con ovaciones a donde quiera que iban. Vivieron un 1958 enloquecidamente feliz. Ninguno de ellos pasaba de los 23 años. La de ellos es la historia de la Generación del 58. La única que pudo participar en la caída una dictadura sin terminar en el exilio.

El viejo Moleiro era un llanero nacido en 1904, acostumbrado a escuchar y relatar con fascinación historias de alzamientos y generales, machetes y duelos personales. Aunque era obvio que jamás había siquiera empuñado un machete, se ofendía majestuosamente si se le insinuaba que provenía de una pacífica familia de intelectuales que no sabía nada de guerras ni de revoluciones.

Pasó el resto de su vida muy orgulloso de su hijo, un insurrecto sin oído musical que le había dado una inconcebible lección de civismo y arrojo, y que, luego de haberlo obligado a votar por Rómulo Betancourt en 1959, se estaría reuniendo a conspirar en los años sesenta para discutir la necesidad de superar el orden democrático-burgués, entre otros términos extraños que él no comprendía bien.

jueves, 19 de enero de 2012

la frontera ideológica de la television

I

La caja diabólica que manipula conciencias, banaliza el horror, introyecta la estupidez, estimula el consumo y reconcilia a los pobres con su estado de postración.

Las reservas hacia la televisión no son exclusivas del universo de la izquierda ortodoxa. Todavía hoy, incluso en los círculos ilustrados conservadores, si un contertulio se encarga de dejar sentado, con toda la sutiliza del caso, que “no ve mucha televisión” queda adornado con el detalle.

Cualquiera puede perfumarse de buen gusto y clarividencia si logra establecer una correcta distancia de este epicentro que todavía hoy domina la voluntad emocional de los hogares. Es muy clara la brecha, el vacío anímico entre la televisión y la alta cultura.

Crecí bajo en un hogar que siempre le tuvo hondas reservas al mundo de la televisión, y probablemente por eso, al poco andar, me hice de niño un clandestino adicto a sus efectos. Salvo el salvoconducto de los deportes y los noticieros, y en algunas ocasiones los dibujos animados, en la sala de mi casa campeaba una rígida normativa en la cual quedaban vedadas, por ser consideraban subproductos que aletargaban el juicio y fomentaban el cretinismo, las telenovelas, los policiales y los maratónicos sabatinos.

Esfuerzos inútiles: toda la veda establecida para cercenar los efectos de la televisión por parte de mis padres, impuesta entre la burla socarrona y la rigidez autoritaria, no pudieron impedir que a la larga me convirtiera en un compulsivo consumidor de medianías audiovisuales.

II

Dos corrientes de pensamiento concurrieron, a mi manera de ver, en la satanización de la televisión como vehículo de comunicación y entretenimiento. Cierta escuela marxista y freudiana de principios del siglo XX, que depositó excesivas esperanzas en las posibilidades de la razón del hombre, expresada luego en autores como Herbert Marcuse, y alguna literatura profética de ciencia ficción, de altísima calidad, mortificada por el destino del mundo del futuro y el triunfo final de los totalitarismos, expresada en autores como George Orwell y Aldous Huxley. La conclusión parece asentada, estática en el imaginario de todos: la televisión sólo produce autómatas idiotizados susceptibles de ser manipulados por el consumo.

Ambas están ubicadas en los años 30, cuando ya existía el cine y la televisión era apenas un proyecto, aunque su influencia se extendió durante varias décadas. Ambas, especialmente la segunda, pudieron comprobar como, en los albores del mundo audiovisual, en principio a través del cine, el nazifascismo identificó con rapidez el vínculo entre la comunicación de masas y su poder para uniformar criterios y propalar fobias.

El “miedo al futuro”, la conjura entre la tecnología y la maldad humana, la incertidumbre ante lo que no podemos ver, el advenimiento de una profecía en la cual se impongan fuerzas que el hombre no podrá gobernar. Ha sido uno de los pánicos e la especie, una de las obsesiones más recurrentes de la literatura del siglo XX. En Venezuela, Carlos Raúl Hernández ha desarrollado ensayos brillantes sobre el tema.

Las cargas que podemos inventariar contra la televisión no son, por cierto, patrimonio exclusivo de sus dominios. Se las podemos adjudicar perfectamente a cualquier instrumento de entretenimiento masivo. En sus cofines por supuesto que se conciben empaques lamentables, se hurga sobre pasiones humanas elementales, se exagera con la vulgaridad y la estupidez; se abusa sobre la noción del espectáculo ante dramas humanos específicos e intrascendentes. Es este un universo pagado de sí mismo; gobernado por el estereotipo, poblado de gerentes y ejecutivos, que, con sus excepciones, no son muy aptos para las reflexiones de calado hondo.

La verdad, sin embargo, es que la postura desdeñosa hacia todos los productos de la cultura de masas, comenzando por la televisión, han impedido a muchos intelectuales percibir sus sutilezas y sacarle provecho a sus múltiples beneficios. Como lo han demostrado con solvencia autores como Umberto Eco, en estos espacios sigue siendo amplísima la materia prima para revelar dramas humanos auténticos, para formularse preguntas de carácter totalizador, para recrear al hombre en torno a su incompletitud, sus dramas domésticos y sus angustias existenciales. Especialmente ahora, cuando la televisión por cable y el encuentro con Internet están alterando con claridad la relación del espectáculo con la audiencia.


III

Existe una cláusula irrenunciable cuando toca fijar posición ante fenómenos tan complejos y extensos: la palabra depende. Una renuencia declarada a comprar discursos precocidos con recetas curativas estructuradas. Las preocupaciones sobre el impacto de la televisión que subsisten en ciertos espacios del universo intelectual y la izquierda clásica están anclados en la realidad comunicacional del siglo XX. Un estado de la historia, en muy buena medida, ya completamente superado.

El uso soberano de la palabra “depende”, no sólo nos salva de los juicios convertidos en salmos, sino que nos permite cavar para discriminar en la mayor de las obviedades: como en todo entorno pensado para el consumo de cultura, en la televisión hay espacios que son espantosos, y hay otros que son excelentes. Como sucede con los libros, las canciones, los folletines, los comics y los suplementos. Como sucede con Internet.

En todas las reflexiones sobre los daños de la televisión observo mucho celo normativo; muchos límites, mucho miedo a las disposiciones del albedrío personal. Me recuerdan la airada protesta de Manuel Caballero a Fidel Castro cuando éste, en plena Perestroika soviética, prohibiera en La Habana la divulgación de la revista “Novedades” de Moscú: la apertura informativa promovida por Gorbachov traía demasiados elementos perturbadores y subversivos; demasiados aditamentos que le alteraban a las autoridades locales el lienzo forzado del “realismo socialista” levantado a partir de la censura. Caballero acusaba a Castro de prohibir a los cubanos información fundamental que, en cualquier caso, este sí se leía para poder tomar la aventajada decisión de proscribirla.

Porque cualquier juicio crítico sobre la calidad de la televisión en el mundo no se puede sustraer de los contenidos que se emitieron en las naciones de lo que fue la cortina de hierro; de lo que sucede en Cuba o lo que emite Venezolana de Televisión. Una realidad unidimensional, una interpretación monocorde del entorno, una aproximación condicionada, y en consecuencia, extremadamente torpe, al entretenimiento como criterio, y, lo que es peor, como derecho.




IV

Defensa del ambiente, reciclaje, comprensión de la fauna, tolerancia sexual, viajes, etnias, historia de la cultura, ciencia, estilos de vida. Todos son hoy, también, discursos vigentes de la televisión global. En la valoración sobre la influencia de la televisión, como casi todos los elementos del consumo de cultura, se ha menospreciado con evidente falta de puntería sobre el poder de veto del otro extremo de la ecuación comunicacional: el receptor. Ese que perfectamente puede apagar el aparato, si el contenido le ofende o no le interesa, como también puede cerrar el libro, si aquí ocurriese lo mismo.

Ha sido la televisión, al mismo tiempo, un aparato que fomenta como ningún otro la información y el conocimiento: los seres humanos de este tiempo histórico están más y mejor informados, más al corriente de lo que se hace a uno y otro extremo del orbe, más conscientes de su presencia sobre la tierra, más pendientes sobre la evolución de la fauna y la defensa del planeta que nunca antes en la historia en la humanidad. Neozelandeses y filipinos; noruegos y sudafricanos, griegos y hondureños. Conectados a cada uno de los extremos de sus confines gracias a la expansión comunicacional que ha apalancado la televisión como uno de los vectores fundamentales de la globalización.

La metamorfosis que ha experimentado la televisión con la llegada del cable, y su encuentro con Internet el formato youtube, ha creado un hábitat demasiado extenso, demasiado ramificado, demasiado sofisticado y personal. Es un estado de la historia que está consumado y ofrece realidades culturales irreversibles. No tiene sentido negarlas. Se trata de cabalgarlas.

V

Muchas veces asistí de niño, estimulado por mis padres, a actos culturales en las cuales se relataban historias en la cual se ridiculizaba al extremo el papel de la televisión como elemento distorsionador del buen juicio y la moral ciudadana. Con el paso de los años leí periódicos, hice míos postulados ajenos, y digerí completos ensayos que enfundaban sus cañones en contra de la televisión como padre de todos los problemas de este mundo. Parecía como si todos estuviéramos aguardando por la llegada del día en la cual ésta desapareciera de nuestras vidas: que un nuevo estado de cosas la sacara de las salas de nuestros hogares o que un comité de sabios se sentara a explicarnos dónde estaría la verdad y la belleza de las cosas.

Mientras lo hacía, sin apenas reparar en mi contradicción, no me perdía los enlatados infantiles mexicanos, los seriados de entretenimiento vespertinos y las toneladas métricas de spots publicitarios, jingles y estrambóticos culebrones que también forman parte referencial de mi vida. Ocupan el mismo espacio que las películas de cantinflas, las guarachas de Celia Cruz, las historias de Conny Méndez y las canciones procaces de la infancia y la adolescencia.

Inmunizado ya, hecho del virus un anticuerpo, un día decidí que sería yo el facultado a prohibirme, prescribirme o recomendarme programación televisiva. Soy un empedernido e irremediable televidente. Necesito que sus secuencias intrascendentes sean el telón de fondo de la sala de mi casa y ya no me da ninguna pena asumirlo. La uso incluso para que me acompañe sin volumen, mientras escribo o leo. La adultez no es sólo un asunto cronológico: es una decisión personal. Incluso para establecer el alcance y los limites de los vicios. La televisión, además de una industria, es un formato para consumir cultura, y un instrumento con cláusulas y vedas necesarias, que tiene normas de uso y condicionantes específicos. Algunas de las posturas extremas con sesgo ideológico que hoy subsisten en contra de la televisión me lucen muecas sin contenido, esbozadas por personas empeñadas en forzar credenciales culturales que no son propias. ¿Banaliza la televisión hasta extremos inadmisibles el espectáculo de dramas diminuto? Cierto. También lo hace la que se proclama socialista. Sin disimulos y para sus propios fines.

El que probablemente sea el invento cultural más importante del siglo XX es, cómo no, tremendamente poderoso: por eso se le sataniza y se le teme. Por eso el poder político moderno ha comprendido que la batalla más importante de este momento se libra en sus cuadrantes. Como nunca antes, la política en el mundo toma cuerpo cuando se apropia con solvencia de la comunicación como criterio. Pues bien: dentro de sus cuadrantes, es que el televidente quien debe decidir si ver a CNN o Telesur.

Liberado de monsergas, desplazándome en sus aguas con el remo del zapping, sigo pescando historias y referencias en torno a la televisión. Dentro de las cuadrículas que componen su terreno de juego hay unas reglas; hay un debate, unos dilemas y unas historias; una discusión subyacente en torno al devenir humano que yo no me quiero perder.