miércoles, 12 de septiembre de 2012

Más sobre “La civilización del espectáculo”

La crisis de la vanguardia, los retos de la masificación del conocimiento. El estado actual de la opinión pública; el matiz omnipresente y totalizador de la información. La renuencia al compromiso público que vienen asumiendo estamentos del universo intelectual. La huída global hacia los fundamentos de la política como palanca civilizadora y camino más fiable a la comprensión de la cultura. La expansión de una rutina de comportamiento que no parece dispuesta a tomarse molestias por nada.

Un estado general de la opinión que considera lícitas las transgresiones sin contenido, la puesta en escena de un festín televisivo, el escamoteo de la vida personal de los demás. En términos generales, una especie de convención implícita y forzada, vigente por completo el universo del consumo cultural de hoy, según la cual no vale la pena ocuparse de nada que no sea divertido.

En lo tocante a la política, la violenta invasión y consolidación autocrática del marketing electoral: ese virus totalitario que alejó a la mayoría de la dirigencia actual de la lectura y que los puso a leer encuestas para no tener que tomar decisiones. Expresado como pocos en prototipos universales como Peña Nieto, el actual presidente de México.

De todos los formatos editoriales disponibles para consumir cultura, el ensayo es, como ningún otro, el que se alimenta mejor de cierta dialéctica crítica para mantenerse saludable. Con mucha frecuencia el insumo del disenso es parte su alimento esencial. Digamos que puede constituir una ociosidad más o menos inconducente exigirle a un ensayista pedirle que opte por la beata condecoración de la unanimidad. Puede que no ocurra en todos los casos, pero queda claro que un buen ensayo puede conocer un derrotero muy afortunado si resulta saborizado con una fértil polémica.

En los fundamentos expuestos por Mario Vargas Llosa en su último libro, La Civilización del Espectáculo, vienen encriptadas, también con sus contradicciones y puntos ciegos, parte de las observaciones más acabadas y completas en torno a algunos de los más conspicuos malestares culturales de este tiempo histórico.

En esta, la era de la consolidación, expansión y metamorfosis del gobierno de la televisión sobre el mundo y del perfil de un tipo de ciudadanía global que sobre ella se asienta. El tiempo de la conquista de cotas inusitadas de bienestar, la divulgación del conocimiento y la ampliación de los derechos democráticos en amplias zonas del planeta. Un momento en el cual, probablemente, estamos, al mismo tiempo, a caballo, editando libros y leyendo en papel, y ya en automóvil, consolidando imperios enteros interconectados en Internet para hacer realidad la utopía de la imaginada sociedad virtual.

No afirmo que algunas de estas reflexiones no hayan quedado asentadas en otras ocasiones. Con todo, sin embargo, no tengo inconveniente en afirmar que tenía rato que no terminaba un libro portando una sensación tan consolidada de haber descargado un inquietud emocional que acá quedó lograr estar traducida en una acertada secuencia de palabras con entera fidelidad.

Contrariamente a lo que algunos pudieran pensar, no es este un volumen lanzado a la calle con el objeto de hacer ascos de todo lo existente, renegar de los adelantos tecnológicos, despreciar la cultura popular, regatear los avances de la civilización en esta era o afinar la puntería en contra de los aspectos de la cultura de la libertad.

Todo lo contrario. Los aspectos de la vida cotidiana que son pasados bajo un contundente y demoledor tamiz crítico – los vericuetos de la televisión comercial y el sexo como argumento para la venta; el albedrío intelectual y la autonomía artística; el desarrollo democrático y los dominios de la tecnología- no sólo habían sido recibidos con beneplácito cuando era menester hacerlo, sino defendidos y promovidos con denuedo, con sus riesgos incluidos y sus contradicciones, en el ardoroso combate contra los totalitarismos que se gesta en todos los círculos de pensamiento del mundo.

Las preocupaciones de Vargas Llosa son otras. Se trata de las consecuencias de la conquista de algunos de estos horizontes, largamente anhelados, los que demandan la toma de una postura que se constituye en un interesante llamado de atención.

El “todo aquí, todo ahora”, esa inapreciable conquista que pone en manos de la audiencia cualquier insumo informativo en tiempo real, le está abriendo campo al desarrollo de daños colaterales en torno a la aproximación a la comprensión de procesos. Vargas Llosa no sólo evalúa con cierta prevención el consumo de información fragmentado y sin filamentos presente en los buscadores de Internet, sino que enjuicia con severidad la estandarización de esta palanca como la única vía posible para recabar información, y, sobre todo, estructurar conocimientos.

Con muchísima frecuencia, sostiene el autor, algunos de los campos aplicados para abrirle caminos a la comprensión del entorno y dominar las fuerzas de la naturaleza –la filosofía, la sociología, las bellas artes, la literatura- parecen ser tomados en esta hora por una postura invertebrada y sin nortes, amiga de las fórmulas meramente descriptivas, pedante y cruzada de sofismas, contemplativa y divorciada de los verdaderos dilemas humanos. El capítulo dedicado a la escuela francesa de filosofía que tantos estragos produjo en los años 90, “La hora de los charlatanes”, es, sin duda, uno de los más completos del libro: podría acompañarlo con una firma pública.

Ese es el mundo de hoy: tecnófilo, abundante en conocimientos dispersos, aproximadamente ágrafo. Hoy somos más, comemos mejor y estamos mucho mejor informados que hace décadas, qué duda cabe. Por supuesto que siguen apareciendo productos y novedades, propuestas y posturas que nos maravillan por su autenticidad y mordiente.

Permanecemos sin embargo con demasiada frecuencia con el control remoto en la mano, presa de cierto onanismo espiritual, viendo desfilar las desgracias ajenas en los telediarios. Aún embistiendo contra la televisión, la banalización del sexo y la las novedades informáticas, -tres de los baluartes emotivos más sagrados de las masas-, Vargas Llosa queda de pie. No los cuestiona con el objeto de destruirlos: lo hace persuadido de que precisan de una sacudida. Nadie puede acusarlo de retrógrada, de oscurantista, de querer complotarse en contra la modernidad: ha sido uno de sus defensores más esclarecidos. La crisis de la vanguardia cultural en esta hora parece manifiesta y le opinión pública mundial, obligada a presenciar una ración cotidiana de desastres y horrores, parece hoy el festín de una gigantesca puesta en escena.

Podrá afirmarse que libro es lapidario; que se va de bruces, que rebosa una dosis inusual y excesiva de escepticismo. Con algo de razón, algunas voces han resentido su postura aristocrática y ligeramente desdeñosa. No se hace justicia con todos los blancos de sus invectivas. Podríamos enrostrarle, incluso, que el actual estado de cosas es, en parte, el resultado directo de la tutela de los mercados en nuestras vidas, defendida con tanta pasión en otras ocasiones: esa que, también, ha tomado los deportes para desmantelar alineaciones y revender fichas millonarias de jugadores cada pocos años con disparatada fruición.

Aparentemente zaherido por las alusiones personales que le hiciera –ninguna de las cuales, por cierto, parece concretar la existencia de algún agravio en particular-, Jorge Volpi le dedica una virulenta respuesta. Una brillante parrafada demasiado tocada, sin embargo, por el ánimo de dejar las cosas como están. En la cual quedan respondidos todos los temas posibles, menos el que el autor de marras plantea como nudo gordiano de sus preocupaciones: la decadencia de la alta cultura; la ruptura de las masas con los dilemas humanos de mayor hondura; la decadencia del compromiso público y la completa frivolización de muchos valores de intercambio cotidiano de la humanidad. Una evidencia que no necesita hacer ascos de la cultura popular ni de las preferencias de las masas para encontrar su asentamiento en la realidad.

Hace rato no veía con golpe tan nítido y esclarecido al mentón de las conciencias como el que se materializa en el aludido ensayo. Volpi se lo atribuye a su edad. Muy por el contrario, sostengo que la postura de Vargas Llosa es el resultado directo de una circunstancia fundamental para mantener viva la vitalidad intelectual: la inconformidad.