Toda la
vida me han hecho gracia las maromas retóricas que ejecutan mis tías cuando
ilustran el devenir vital de alguna amiga en común: “no niña, si esa es una
mujer joven: no debe pasar de los 84 años”.
El tiempo
pasa, para ellas y para todos, y lo que entendemos por “juventud” comienza a
experimentar, primero, una curiosa -y hasta divertida- metamorfosis, y luego,
supone uno, una inaceptable imposición de las circunstancias. Somos los mismos;
nuestro empaque cerebral está en el mismo sitio, por mucho que la llegada de
las canas y las arrugas del rostro nos lo desmientan.
En la
juventud extrema, la idea que reina sobre la adultez como condición, puede
verlo uno ahora, es una auténtica caricatura. Sobre los 19 años, el dictamen no
ofrecía duda ninguna: alguien que pisara los cuarenta años estaba condenado a
ser irremediablemente un viejo. No había posibilidad de prueba en contrario.
Hoy, consumado el arribo, aunque jamás en la vida podría postular la ridiculez
de que todo lo “juvenil” me compete, me siento todavía, sin embargo, una
persona joven.
“Joven”,
aunque haya bandas de rock nacional que ya me quedan lejos y proliferen lugares
nocturnos que no conozco. Aunque los productores de mi programa de radio, que
apenas pasan los 20 años, no supieron jamás de la existencia de un sitio de
moda en Caracas hasta antier nomás, como Al Trotte, ni de un grupo como Daiquirí
Y aunque la
capacidad física no sea la misma; las canas hagan su debut, el cuero cabelludo comience
mostrar fisuras similares a la sierra del Imataca y el desagradable vocablo
“urólogo” ande merodeando cada diciembre, el terreno de los cuarenta se
presenta como un fértil campo en el cual la humanidad le puede dar la
bienvenida a la palabra libertad. Después de todo, se me antoja que es en las
actuales circunstancias es que podemos hacer el más acabado uso de eso que
denominan el libre albedrío. Es rondando los cuarenta años que un individuo
comienza a disfrutar de aquello que aspiraba a los 20. Aquello que, por entonces,
creía que tenía y que en realidad no tenía.
Sobre los
cuarenta años le damos la bienvenida a las máculas personales con entera serenidad.
Aprendemos a aceptarlas y a vivir con ellas. Todo lo que nos metemos a la boca
es sopesado alguna vez con los horarios, pero el disfrute de los placeres
escogidos es ya definitivamente libérrimo. De hecho, la expresión “placer
culposo” entra en los cuarenta en una severa crisis.
El peso del
entorno se aligera; los chismes se vuelven intrascendentes; hasta flojera
produce sentir envidia de los demás. Los
amigos se mantienen, pero se depende mucho menos de ellos. Discutir y pelear se
convierte en un evento mucho más infrecuente: con la gente se pelea en caso de
fuerza mayor. El matrimonio se va transformando en una sociedad vital: yo mismo
no puedo creer que hoy soy capaz de afirmar que no concibo mi vida si no es
casado. El hogar es un auténtico centro de operaciones. Pernoctas playeras en
carpas, veladas con minitecas, “gaitazos” en el Poliedro, concursos de baile;
viejos conocidos, alguna vez amigos, que se volvieron insoportables, fiestas de
disfraces. Uno no se cala lo que no le gusta. El perfil trazado sobre la
identidad personal se transforma en un diagrama indeleble. Si alguna vez lo hicimos,
jamás lo volveríamos a hacer.
La vida no
la “tenemos por delante”, es cierto. Yo no puedo afirmar, como Luis Miguel en
la balada aquella, que “me sobra juventud”. Soy un joven con apellido: se llama
todavía. Dejaré de serlo en algún
momento para quedar empanizado en la madurez. Ya no importa.
Es que ese
es el detalle: la vida, las promesas básicas del trayecto vital, esas que nos
figuramos en la juventud inicial, ya están aquí. Muchas de ellas, si nos
portamos bien, han llegado para quedarse. No hay cosa más imprudente que tener 19 años.