Hace unos
años, luego de completar la encomienda de redactar con urgencia una nota para
llenar uno de los espacios correspondientes al cuerpo de política de El
Nacional, tuve la nada feliz ocurrencia de preguntarle a mi jefe de entonces,
mi amigo Antonio Fernández Nays, sobre qué opinaba de ella. “Puedes mejorarla”,
dijo de forma precisa e incuestionable.
“Puedes
mejorarla”. Nunca se lo dije, pero pasé varios días pensando en las
implicaciones y el contenido implícito de aquella respuesta perfecta. Era
difícil conseguir una fórmula diplomática más acertada: no estoy colocándole
juicios de valor ni adjetivos ofensivos a la nota; ni haciendo uso de la
siempre invocada, pero nunca aceptada, palanca de la sinceridad, afirmando con
todas sus letras que, en efecto, la nota no me gustó mucho. Simplemente te cedo
el espacio interpretativo para colocar la baza exacta de su calidad, y a
continuación te exhorto a que sientes las bases de un efectivo desarrollo de
sus potencialidades. Puedes mejorarla. Eres bueno, pero la nota no.
Es casi
imposible ser absolutamente honesto con una mujer que te pida opinión sobre un
peinado, el uso de una linaza o el debut de unas mechas sin exponerse a pasar
un desagradable mal rato. Disgusto este que, a la postre, va a incluir una
severa autocrítica, en clave de reprimenda, por andar ofendiendo la autoestima
de los demás. ¿Cómo se la va a ocurrir a uno, que no es precisamente la versión
contemporánea de Espartaco Santoni, andar haciéndole sugerencias que cuestionen
los gustos de una mujer?
Después de
las tormentas, la lección debe quedar aprendida: toda mujer tiene una licencia
universal para decirle a usted que anda como un mamarracho, que no le gustan
sus zapatos, a recomendarle un enjuague o a prescribirle dónde debe cortarse el
pelo, pero eso no le da derecho a aventurar comentarios oblicuos que puedan dar
lugar a interpretaciones colaterales destinadas a colocar en entredicho sus
gustos estéticos. Todas las mujeres son divinas y se visten a la perfección; lo
demás no es problema suyo. No diga que no lo sabía: al mundo lo organizaron
así.
No hago
estas consideraciones con el objeto de hacerme pasar por provocador. Todo lo
contrario: lo habitual es que, en materia de atuendos, visitas a la peluquería,
compra de perfumes o combinación de colores, las mujeres acierten con absoluta
solvencia. En ese, como en otros muchos dominios de la intuición, la ventaja
que le llevan al género masculino es abismal. De hecho, la mayoría de los
hombres que se visten con elegancia lo hacen porque, sin ser necesariamente
homosexuales, están dotados de ese instinto misterioso para desglosar telas y
colores. Esa aproximación existencial con la estética que define a muchas
mujeres. El lado femenino que tenemos todos, se supone, que yo apenas ahora
estoy descubriendo, y que, tomando prestada una frase que le leí una vez a Jorge Sayegh, podría caracterizar
afirmando que es lesbiano.
No es muy
frecuente ver mujeres mal vestidas: si una lo dice de la otra en realidad es
porque no la soporta. El mundo de la
moda es lo suficientemente omnipresente y poderoso; casi todas las mujeres de
este planeta están dotadas de un sexto sentido similar al de Jean Baptiste
Grenoullie, el prodigio de El Perfume, para sacarle el jugo a sus posibilidades
estéticas, maximizando ventajas y reduciendo debilidades.
Pero seamos
honestos: en el ámbito que corresponde al planeta tierra uno ha visto de todo.
Uñas de colores intrincados y dibujitos, pollinas sin fortuna, tacones
desproporcionados, trajes embutidos y chillones, cholas que imitan mal a las
alpargatas; perfumes que huelen a materos. ¿Tiene usted alguna opinión? No. No insista. No puede. Las perfectas son
ellas. No hay poder humano que pueda con la vanidad de una mujer. Haga silencio
y disimule mientras unas y otras se lanzan flores y, de cuando en cuando, le recomiendan otra vez una buena
barbería.
Pero claro
que, si usted quiere probar, acá se me ocurre dejarle esa sugerencia: la
respuesta de Antonio. ¿Te gusta mi peinado?: Puedes mejorarlo. Inténtelo y por
ahí nos cuenta.