Alonso
Moleiro
Evitar
pronunciarse sobre los temas de fondo, cultivar una relación aproximadamente
neutra con todas las fuentes, mimetizarse en el fragor de la calle, ganarse la
confianza los jerarcas del poder para poder aproximarse a sus dominios, hacer
de la equidistancia una norma de vida.
Tomar nota de las posturas apasionadas y de los personajes díscolos, con
la pasión de un retratista, con el objeto de obtener los insumos para poder
materializar los más completos perfiles y las más ambiciosas crónicas.
Es un modus
operandi muy extendido, y absolutamente legítimo, en algunos los grandes
reporteros del mundo entero. Disolverse como una granda fragmentaria silenciosa
entre los rugidos de las multitudes; cavar, lo más hondo que lo permitan las circunstancias,
para obtener una muestra condensada y fidedigna de la comprensión de los
procesos.
Digo que es
“absolutamente legítimo”, porque no deja de ser esta una opción personal. Varios
de los estamentos más populares y estructurantes del ejercicio del periodismo
están comprometidos con la pasión por describir. Adulterar los contenidos de un
reportaje con adjetivos descolocados y aproximaciones con sesgo constituye uno
de los caminos más conspicuos para degollar una nota. En muchas sociedades y
contextos puede ser procedente convertirse en una especie de llave maestra;
cultivar relaciones con universos antagónicos, y priorizar, a continuación, la
depuración de la técnica y el desarrollo adecuado de la pluma para completar
las mejores entregas.
El baremo
que intento describir comenzar a modificarse cuando el ejercicio del periodismo
comienza a ingresar en los dominios del estrepitoso y contradictorio universo
de la opinión pública. El periodismo y la opinión pública son dos criterios
pertenecientes al mismo ámbito, habitualmente percibidos como las piezas de una
misma estructura, pero inequívocamente separados por los elementos de juicio: los
vericuetos de la interpretación y el impacto de los contenidos.
Nadie debe
engañarse: ni el alma más deseosa de ausencia, ni espíritu más ubicuo,
enfundado en la pluma más talentosa, podrá evitar que las implicaciones sus
trabajos levanten las ronchas correspondientes. Si el periodista de marras no
quiere hacerlo, presumiblemente porque “no le corresponde hacer juicios de
valor”, pues peor para él: otros se tomarán la molestia de hacerlo en su nombre.
Una batería de programas de radio y televisión, un ejército de analistas y un
muy calificado team de funcionarios perjudicados vestirán al muñeco con todos
los calificativos que, hasta entonces, estaba procurando evadir.
La opinión
pública, el otro gran torrente del universo de la información –ese que cierto
periodismo literario suele soslayar- se encargará de empaquetar, clasificar y
etiquetar el más virtuoso de los ejercicios literarios en los antipáticos
dominios de la polémica y la política.
Es una
verdad que cobra una relevancia muy especial en un país como el nuestro. Hace
unos meses, prevalido de la ventaja natural que le otorgaba ser extranjero, Jon
Lee Anderson, uno de los reporteros más completo del mundo, publicó una muy
comentada crónica sobre la vida que llevaban, apiñados, varios centenares de
personas en la tristemente célebre “Torre de David”, acá en Caraca. Anderson
concretó una nota magistral en la cual describe la vida cotidiana de personas
de índole diversa: vecinos y refugiados; colectivos urbanos simpatizantes del
gobierno y elementos vinculados al mundo del delito. Un caleidoscopio muy
ajustado que le podría servir a cualquiera sobre la verdadera naturaleza del
país que tenemos, nuestros desajustes sociales, e incluso los valores e
intenciones de parte de nuestro estamento gobernante
El trabajo
que terminó apareciendo en el New Yorker fue el resultado de una paciente
secuencia de visitas y conversaciones con venezolanos ubicados en todos los
estratos y posiciones posibles, y de un adecuado lobby para intentar granjearse
la confianza de algunos elementos del alto gobierno y el chavismo radical. Bastó
que saliera a la luz para que un coro de voces indignadas dolientes del
gobierno, que siempre lo trataron con cierta indiferencia, lo vilipendiaran con
todos los epítetos posibles. Anderson, seguramente acostumbrado a estos lances,
salió del brete con bastante solvencia. Tenía perfectamente claro sobre el
costo de mandar sus reflexiones a la guerra.
El sistema
de códigos que comprende el ejercicio de la información está integrado por
palabras, todas las cuales portan contenidos con implicaciones que traen
consigo consecuencias. Cuando eso sucede, ingresan al universo de la opinión
pública, y, en consecuencia, a la política. Nadie debe asustarse por esta
circunstancia.
Hace varios
años, Plinio Aplueyo Mendoza intentaba explicarse las causas de la lenidad y la
actitud deslumbrada con la cual su compatriota y amigo, Gabriel García Márquez,
solía aproximarse a la figura de Fidel Castro. De acuerdo al periodista
colombiano, en lo tocante a su relación con Castro, en García Márquez no
operaba en ningún caso el intelectual ni el periodista, sino el escritor. El
novelista latinoamericano más completo de su época pasaba parte de su tiempo
contemplando con fruición renacentista a aquella encantadora y enigmática,
sobre la cual se tejían toda suerte de leyendas, para quien, al parecer, no
existían imposibles. Todo un prodigio carismático, el hechizo barbado, la
concreción de la justicia, la metáfora viva de lo real maravilloso. La puesta
en escena de la paradoja latinoamericana; un personaje que parecía haber
saltado a este mundo desde las páginas de sus novelas.
Nunca supe
si García Márquez llegó a esgrimir, a manera de excusa, aquello de que “no soy
quien para emitir opiniones”. Lo que sí está claro es que se le olvidó comenzar
por el principio: que su amigo Castro hace rato es un impresentable dictador
que proscribe libros en su país, que jamás supo delegar decisiones elementales
en cuestiones de estado, que no le interesa la opinión ajena, sobre todo si es
discrepante, y que tiene a su país metido en un doloroso proceso de decadencia
y agonía.