Dejé atrás
la adolescencia, me puse a jugar con cierta literatura inconveniente, y, sin
nada más interesante que hacer, arribé a una flamante conclusión: que, al no
tener, hasta entonces, garantizada por nadie la inmortalidad, en una de esas yo
me podía morir.
Descubrir
la muerte me produjo, como es natural, un estado supremo de turbación. “De todo
esto yo soy el único que parte”, había dicho Vallejo. La finitud de mi
existencia me lucía entonces, y todavía hoy, no sólo un escenario apocalíptico,
sino absolutamente inconcebible, completamente inútil e injusto, desde todo
punto de vista contraproducente y espantosamente ausente de contenido. Una
contrariedad inaceptable y un desperdicio absoluto de recursos y posibilidades.
Implicaba la más afrentosa y desagradable, pero al mismo tiempo la más
inexorable de todas las eventualidades: que el mundo seguirá su curso, que cada
ser humano seguirá honrando el pacto cotidiano de sus rutinas y que nadie se
tomará mayores molestias en torno a mi memoria una vez que yo me evapore de la
faz de la tierra.
La
diferencia estribaba en que, a diferencia de lo que sucedía antes, protegido
como me sentía por el salvoconducto emocional de la niñez, la muerte entonces
comenzaba a lucirme mucho más factible de concretarse. Se trataba de que el sol
despuntara y se pusiera; que las personas cruzaran el rayado de las calles; los
autobuses recogieran y soltaran pasajeros; los presidentes tomaran decisiones y
dictaran decretos; los sindicatos levantaran y desmontaran huelgas; los
mundiales de futbol comenzaran y concluyeran; los noticieros ofrecieran sus
novedades; que nuevas las telenovelas llegaras a sus capítulos finales, y que
mis amigos, cada sábado, se reunieran a beber cerveza. El mundo continuara su
marcha y yo ya no lo podría vivirlo.
Negado a
buscar muletas o palancas de autoayuda, cometí el peor de todos los errores posibles:
concurrí a consumir exponentes de la literatura que hayan cruzado trances
similares respecto a la eventualidad de morir. Se suponía que con ello
intentaba buscar inspiración, recrear mi tristeza y paliar la sensación de
orfandad que entonces se apoderaba de mí. Lo único que les debo a todos es
terminar metido en fosas de tormentos relativamente similares a la que alguna
vez ellos cursaron, pero sin sus obras y su celebridad. Preguntas sin respuesta
sobre el sentido de la vida, navegación voluntaria en relatos opacos y
pesimistas, poesía para sujetos en trance de morir, visitas compulsivas al
espejo, pellizcos autoinflingidos; revisión obsesiva de lunares, búsquedas, sin
norte ni objetivos específicos, de morados y hematomas; comezones y ruidos a
medianoche. Preguntas a mis amigos, y a algunos doctores, que quisieron hacerse
pasar por casuales, en torno a mis niveles de flacura o de palidez.
Conjuguemos el mantra de la paz
Los
umbrales de la vida suelen traer consigo noticias. A los quince años las
muchachas entran a la edad de merecer. A los treinta, muchos hombres y mujeres
comprenden que la infidelidad forma parte de la vida y ejercen el sexo sin
culpas. A los cuarenta, algunas parejas de divorcian. A los sesenta, ciertos
adultos prolongados se ponen a perseguir, a veces con éxito, todo tipo de
muchachitas. A los veinte, en mi caso, sin anuncios formales, sin tenerlo
previsto, sin saber qué tan honda iba a ser la magnitud del vocablo, sin tener
a la mano un protocolo de procedimientos para afrontar la crisis, la
providencia escogió cual sería su fórmula para atormentarme de manera selectiva
y oportuna: me volví hipocondríaco.
Quiere
decir esto que, sin habérmelo propuesto, contraté una especie de dispositivo
digital de falsas alarmas; un tinglado de mariachis para arruinar mis momentos
felices; una suerte de escuadrón terrorista de carácter interno que decidió
declararme la guerra.
20 años
ininterrumpidos caminando en el laberinto de espejismos de enfermedades en
calidad de proposición. Veinte años sintiendo malestares, imaginando
desenlaces, interpretando prescripciones y conviviendo con sospechas. Veinte años
evadiendo mareos, pulsaciones y espasmos. Veinte años pidiéndole a los demás
silencio para ver si escuchan los mismos ruidos que escucho yo. Veinte años fabricando malestares estomacales
y dolores de cabeza. Veinte años
conversando con médicos, desactivando complots, aprendiendo términos nuevos. Veinte años leyendo remedios, visitando
farmacias, soñando disparates y viendo radiografías. 20 años leyendo revistas,
escuchando historias ajenas, buscando el significado de la palabra
“Hematocrito”. No cometeré la pedantería
de postular, con tono de poeta en trance lírico, que han sido Veinte años de dolor. El asunto es menos
encumbrado: quizás se trate de veinte años de dolores. Peor: veinte años de
dolorcitos.
El
hipocondríaco es un sujeto que no conoce la paz. Su existencia está cruzada de
hipótesis. Pero, a diferencia de otras dolencias de la psique, habitualmente de
carácter resignado y autodestructivo, la paz es en todo momento un horizonte a
remontar: trabaja activamente para poder conquistarla. Perseguir la paz, como
el chivo que va tras el señuelo de la zanahoria, se convierte en un modus
operandi. Cuando ya el médico le explicó la causa de su perturbación, y le
parece que la tiene en sus manos, la paz, ese bien inestimable de tres letras,
tan esquivo y mezquino, toma oxígeno para alejarse de nuevo. Sus átomos se
desintegran y se materializan de nuevo como promesa 20 palmos más adelante en
calidad de espejismo. Su vida se vuelve un loop: no tiene paz, pero quiere la
paz y persigue la paz ya que no lo deja vivir en paz.
Los
hipocondríacos necesitan que todas las variables de su existencia estén
cubiertas bajo el manto de un orden militar para poder desarrollar a cabalidad,
sin temor a ser traicionado por los hados, su derecho a ser feliz.
Su perturbación
existencial se expresa en dolencias de carácter figurado. Está condenado, en
consecuencia, a coexistir con una secuencia de síntomas que siempre serán
suficientemente elocuentes como para ser obviados, pero que, al mismo tiempo,
rara vez serán del todo concluyentes como explicárselos de forma coherente a
los demás.
La responsabilidad social del hipocondríaco
La variable
de hipocondríacos de la cual formo parte está representada por sujetos en
apariencia bastante coherentes. Personas incapaces de automedicarse,
conocedoras, en el trazo grueso, de términos médicos elementales, disciplinadas
con los imperativos de salud. Pacientes concienzudos, que tienen muy presente
la importancia de no molestar; escrupulosos seguidores de las recomendaciones
clínicas. Tipos que se pueden apropiarse de vocablos prestados, como
“hemodinamia” o “síntomas indeterminados”, y que, además, resultan ser bastante
perspicaces para darse cuenta de la ausencia de foco en terceros cuando éstos
evidencian alguna inquietud. No rehúyen el tema: muy por el contrario, escuchan
y orientan a los demás con serenidad y dominio.
Mi debut en
estas lides constituyó toda una entrada por la puerta grande en la recreación
del disparate: a principios de los años 90 reparé en que jamás en mi vida había
usado condones. A falta de mejores opciones, los demonios de mi inconsciente se
conjuraron para presentarme la hipótesis de tener sida, la única enfermedad
realmente incurable de aquellos años, el rey de todos los reyes en materia de
sufrimiento, la más temida de todas las eventualidades: el pasaporte para
transitar un camino abreviado a una muerte humillante y segura.
Si la
enfermedad era contagiosa, y, de acuerdo a lo que decían en todos lados, se
estaba expandiendo; si quedaba claro, desde hacía rato, que no era éste un mal
exclusivo de homosexuales o drogadictos; si hasta con un beso, decían, el
bacilo podía incubarse, ¿Cómo era que yo no podía tener Sida? De poder, por
supuesto que podía. ¿Quién me había dicho a mí que tenía comprado el salvoconducto
de la impunidad? ¿Cómo podía ser posible
que hasta entonces no me hubiera planteado ni remotamente las implicaciones de
su riesgo? ¿Cómo podía obrar de forma tan desprevenida e irresponsable?
No existía
internet; no había “preguntas a mi médico”; no estaban disponibles los mensajes
de texto para importunar galenos ocupados. Mis padres no tenían tiempo para
discutir eventualidades remotas. Mis amigos y mi hermano se reían. Tocaba
informarse por ahí, como quien no quiere
la cosa, intentando construir con torpeza conversaciones informales para arañar
información; fabricando argumentos para leer afiches del servicio social y guías de orientación médica en las farmacias
para drenar la ansiedad. Sintonizar los pocos canales de televisión entonces
disponibles para saber cuales eran los síntomas del Sida.
El tablero de alarma de los síntomas
Los temores
sobre la posibilidad de tener Sida en un año como 1991, como cabe suponer, se
diluyeron de forma relativamente breve. Lo que sí llegó para quedarse a partir
de entonces, en cambio, fue el eje, la baza, el punto de condensación que hizo
posible la navegación de todos los martirios posteriores: la exploración, hasta
sus últimas consecuencias, de las implicaciones del vocablo “síntomas”.
No se me
había ocurrido hasta entonces la más elemental de todas las evidencias: que las
enfermedades humanas tienen expresiones específicas, que la ciencia ha ido
clasificando en función de su gravedad y frecuencia a partir de ensayos y
errores. Variables que se superponen, se retroalimentan, se agazapan y a veces
se mimetizan. Que se manifiestan con total brusquedad o florentina sutileza. Más
me valía aprenderme los fundamentales para que no me fuera a tomar alguno
desprevenido.
Era obvio:
cada enfermedad, curable o incurable, traía consigo un portafolio de evidencias.
Algunos de ellos ya los había sentido en ocasiones anteriores: fiebres,
disneas, somnolencias o toses. Podían ser la expresión de indisposiciones sin
importancia, que era como casi siempre las había tomado en el pasado, o el
resultado directo de una terrible dolencia de intrincado pronóstico que
acechaba agazapada.
Fue como si
todas las luces de un tablero se prendieran al mismo tiempo. Se desplegaba ante
mí aquella consola de eventualidades de letalidad variable. No
podía explicarme cómo era posible no haber pensado en eso antes. La complejísima maqueta de enfermedades del
hombre, envueltas bajo el perverso sortilegio de las probabilidades
estadísticas, enzarzadas en un laberinto a veces incomprensible, tenía un hilo
conductor: los síntomas. Un nuevo universo, señuelo de carácter variable,
aproximadamente metafísico, en ocasiones diáfano e inequívoco, a veces
coincidente, se apoderó entonces de mi vida: el laberinto de los síntomas y sus
charadas existenciales. El estudio, la proyección, la interpretación de los
síntomas. Halé una cabuya y descubrí
otra dimensión. La vida es bella. Somos humanos. Nos vamos a morir. Y tenemos
síntomas.
Pero no fui
yo el que fue por los síntomas: los síntomas vinieron por mí. A partir de
entonces han ido desfilando de forma secuencial en mi vida. Mientras un nuevo
cuadro ansioso de carácter conspirativo quedaba conjurado, inmediatamente hacía
su aparición el siguiente.
La segunda
crisis tuvo lugar por aquel entonces, poco después de conjurada la hipótesis
del sida: un terrible dolor de cabeza, completamente inédito hasta entonces en
toda mi vida. Una cefálea ubicada en la parte posterior izquierda, que se
extendía hasta la frente y halaba de forma insólita mi cuero cabelludo.
Síntomas parecidos a lo que entonces pensé era un tumor cerebral. Un tumor a
los 22 años, como el que atacó en 1962 a Stuart Sutcliffe, el primer bajista de
Los Beatles. Moriré, pensaba entonces, joven, calvo y delgado, aturdido por
dolores de cabeza, escuchando sonidos y viendo doble.
Dolores.
No tenía un
tumor: tenía un dolor muscular en la prolongación que tiene el
esternocleidomastoideo en la cabeza. Aquello era producto de la tensión.
Voltaren y a descansar. El próximo.
Hace rato
que era tarde. No había por entonces sistema de miembros motores y nerviosos al
cual, ya de forma involuntaria, no le estuviera haciendo un barrido mental para
enviarle señales e identificarle síntomas.
Sospechas
que se expresaban en mareos, pulsaciones o ruidos, en lipomas sebáceos o
irritaciones, pero sobre todo, como ha quedado dicho, en dolores. Dolores de
ganglios, dolores axilares, dolores de costillas. De clavículas, de hombros y
espalda. Dolores articulares, dolores de cuello, dolores de orejas, dolores de
entrepierna. Dolores detrás de las orejas, dolores de dedos, en manos y pies,
dolores de tobillos. Dolores en la lengua y de encías. Dolores al momento de
tragar. Dolor en la garganta. Dolores de rodillas, de la pelvis. Dolores de pecho. Dolores insinuados de carácter
conexo: en la espalda, en alegoría a los pulmones; en el coxis, aludiendo a los
riñones. Debajo de las costillas, presionando al colon. De cuello, insinuando
ganglios. Dolores cardíacos: en el lado
izquierdo, simulando un infarto verdadero, y en el lado derecho, en acto
fallido, proponiendo un infarto falso.
Los
desordenes emocionales entraban en vigor, anunciando casi siempre una temporada
indeterminada de estadía, de la misma manera: tendiendo una emboscada justo en
ese instante en el cual nada relevante está sucediendo. Los domingos, los días
de fiesta, las navidades, las vacaciones: esas son las fechas favoritas del Dios
de la alarma falsa. En algún momento desaparecían.
Existía una
fórmula tradicional para desencadenar una nueva crisis: escuchar en diagonal,
valga decir que de forma involuntaria, historias clínicas de otras personas. La
señora que se fue a hacer un chequeo de rutina y tenía minados los pulmones; la
regresaron para su casa. El tipo que se afeitaba y rompió un lunar hasta
hacerlo sangrar y le dio la bienvenida a su vía crucis. El tío de una amiga del
portugués, que se venía recuperando, se comió sus hallacas en diciembre, y que
cuando todos pensaban que saldría de esa, tuvo una violenta e irreversible
recaída. El loco aquel al cual lo traicionó la próstata por andar negado a
hacerse la prueba del tacto rectal. El primo de un amigo del vecino de abajo,
que le dijo a la esposa en una tienda que la esperara un momentico, que ya
venía, que se iba a sentar en el banco aquel porque estaba cansado, y que lo
encontraron tieso con un infarto en la silla.
Cada uno de
esos cuentos se las arregló para pasar dejando el aroma de un recado macabro de
inspiración germinal: mantente alerta, puedes ser el próximo. Cada enfermedad imaginaria sugerida tenía un episodio
siguiente en calidad de continuación. Durante los primeros años, transcurriendo
los noventa, los episodios fueron interminables. Visitas a psiquiatras, con el
correspondiente uso de antidepresivos, y extensas conversaciones sobre la duración
y el sentido de la vida, las relaciones familiares, la infancia, la
aproximación a la muerte, el significado de las probabilidades en la
estadística, la salud, el disfrute y los placeres.
En los
tiempos más difíciles hubo que lidiar con el desarrollo de, incluso, tres
cuadros sintomáticos imaginarios de carácter simultáneo. Un dolor de colón
extendido e impertinente; una molestia en la parte baja de la cadera con
ramificaciones en la pierna y una tensión entre el pecho y la espalda de
carácter cíclico, acompañado de disneas. Cuando iba a hacer su aparición el
cuarto síntoma, terminaba concluyendo que era imposible estar enfermo de tantas
cosas a la vez mientras era capaz de caminar por la calle y trabajar todo el
día. La conjetura estalla en mil pedazos, en virtud de que no había cama para
tanta gente: un solo cuerpo no resiste tantos planteamientos. Por un tiempo
podía retornar a cierta apariencia de normalidad.
Con el
objeto de ayudarme a atenuar mi crispación, mi primer psiquiatra me propuso una
vez una fórmula que aún hoy no deja de parecerme curiosa: colocarme en la
muñeca un legajo de ligas y propinarme golpes con ellas cada vez que me viniera
a la cabeza algún pensamiento lúgubre, alguna escena de dolor de otras personas
en calidad presencial o alguna sospecha de enfermedad. Parece que era esta una
técnica del conductismo muy usada tiempo atrás Las ligas se vencían con rapidez ante cada
sesión de autoflagelamiento; a poco andar aquellas pulseras de oficina perdían
toda su fisonomía para volverse flácidas y lastimosas. Para que la duración de
ellas se extendiera, procuraba entonces obtener algunos ejemplares de
composición gruesa. El golpe dolía el doble; los pensamientos quedaban
ahuyentados. Regresaban por las noches.
El médico: mi otro yo.
La del
hipocondríaco es una dolencia crónica, que puede crecer o atenuarse con el paso
del tiempo. Como ha sido mi caso, puede domeñarse parcialmente en la misma
medida en que uno comprenda los alcances de la somatización y termine por
aceptar la partida de dominó que esta jugando el subconsciente usando como
mantel ese tejido de carne, hueso y nervios que es su humanidad. Quien piense
que la tiene dominada, sin embargo, debe saber que cualquier brisita
desprevenida e inocente de carácter casual puede activar de forma súbita una
nueva y severa combustión a lo ancho de su corteza cerebral.
Conviene
anotar algo: para poder ejercer un dominio relativo sobre el potro desbocado de
los síntomas, para aprender a saludarlos y dejarlos pasar, existía una
condición fundamental con carácter de requisito: no haberse muerto antes de
alguna de las enfermedades planteadas en calidad de supuesto.
En la
puesta en escena de todo hipocondríaco con fundamentos hay otro actor, que a
veces hace de policía, a veces de juez, que le sirve de palanca, árbitro,
compañero de viaje, padre severo y alter ego: el médico. En la casa solemos
llamarlo “el doctor”. Casi siempre trabajará al lado suyo en calidad de aliado,
presto a deshacer el entuerto, como una especie de “second” que lo espera en la
esquina para indicarle qué hacer, no sin ir cultivando, con el paso del tiempo,
una relación personal trazada por paradojas.
Los
médicos. Estos inextrincables sujetos que escuchan imperturbables los relatos
más dantescos mientras terminan de completar un crucigrama; delicados con el
idioma, porque están de servicio – “¿está usted evacuando correctamente?”. Con un talento sobresaliente para proponerle
de forma casual una conversación sobre Nelson Merentes y la devaluación del
bolívar cuando la auscultación llega a al momento decisivo. Entran de lo más
simpáticos luego de las operaciones; saludan a su familia y lo miran a usted, pobre
recién operado: es necesario curucutearle otra vez el abdómen. Nunca le dirá
que fue lo que descubrió. Intercambiándose sofismas, usando acrónimos, revisando
fotos espantosas mientras meriendan gelatina, echando chistes y hablando mal de
la suegra mientra cosen de regreso a un recién operado, desglosando
radiografías que nadie entiende. Atendiendo cada tanto llamadas desencaminadas
que usted, y tipos como usted, tienen para él en calidad de ofrenda con el
objeto de adobarle la tarde cuando el volumen trabajo está insoportable:
Doctor, disculpe la cosa, no lo quiero molestar: tengo dos semanas con un dolor
debajo de la costilla ¿Dónde es que queda el páncreas?”
Los
médicos, que cuando eran estudiantes, dice la leyenda, fueron casi todos
hipocondríacos, caminan por la vida con esa particular característica: rodeados
de un enjambre de tipos como usted y como yo. El juramento hipocrático, claro, esa
especie de impuesto sobre la renta moral que les impuso la sociedad en sus
estados funcionales. Algunos pacientes los persiguen como moscas con el zumbido
de preguntas reiterativas de carácter fútil. Consultas que no siempre podrán
pagarse, dudas reiteradas que se empeñan en reaparecer a pesar de que ya fueron
explicadas una y otra vez. Si a algún sujeto histórico es el responsable de que
los médicos, a diferencia de los ingenieros y los abogados, tengan que llevarse
el trabajo para su casa, ese es el hipocondríaco.
El
hipocondríaco lo llama, el médico lo escucha, lo revisa y le dice, no vale, eso
no es nada, si te duele no le pares. El doctor le recuerda al paciente que el
hipocrondríaco se puede enfermar. Ser hipocondríaco no constituye salvoconducto
ante eventualidad alguna.
Google, mi otro médico.
La
globalización abrevió algunas diligencias y le puso al hipocrondríaco su ración
correspondiente de sobreinformación. Los hipocondríacos siempre quieren saber.
Paradojas del progreso: ahí tenía frente a sí a esa concreción terrenal de “El
Aleph” llamada Google. Desembarcaba en nuestras vidas un cargamento infinito de
contenidos para saciar la urgencia más apremiante o alguna recomendación vital
de carácter estructural. Inmediatez e
hiperrealidad. Fotos, reflexiones, experiencias compartidas, textos,
advertencias, foros. Aparentemente ya no sería necesario interceptar a galenos
ocupados en emergencias, ambulatorios o puestos de socorro con un planteamiento
forzado y repentino. No sería preciso pellizcar atropelladamente conversación
con el farmaceuta para ponerle contexto a un conjunto de datos.
La verdad
es que herramienta de Google, como todas las herramientas, trae la huella
digital en sus dientes. En lo tocante a estos dominios, es la expresión más
acabada de lo que entendemos por un arma de doble filo. Google puede en primer término, cómo no,
aclarar equívocos concretos y ponerle contexto a informaciones de carácter
superficial.
Quién se
anime, sin embargo, a caminar en los impredecibles pantanos de las metáforas de
la medicina –“ganglio centinela”; “intercurrencias agudas”; “bordes
fastoneados” debe saber que, si cava demasiado hondo, y se descuida, se expone
a quedar acorralado entre tres o cuatro hipótesis siniestras, abriéndole a lo
que de seguro será una tórrida recuentas de preguntas sin respuesta,
superposición de teorías y mortificaciones de dimensiones variables.
Amigos,
esposa, padres y hermanos. Conocidos y desconocidos: todos se ríen de muy buena
gana cuando han tenido que escuchar alguna de estas historias. Se acercan, con
cierta condescendencia, con algo de dulzura, con un punto de hartazgo: hasta
cuando, vale, no tienes nada, todo está bien, déjanos en paz, no te sabotees la
felicidad, qué pasó con el psiquiatra. La vida es algo más que un puñado de
síntomas.
Lo cierto
es que alguno de ellos nos irá llevando a todos, uno a uno, a pasear a un lugar
que no podremos recordar jamás.