domingo, 5 de mayo de 2013

Sin fracasos no hay progreso. (Reflexiones sobre "el éxito")



 

 Alonso Moleiro

 

Políticos y empresarios “exitosos”; gerencia “de éxito”;  “las claves para conseguir el éxito”.  Obtenga el éxito, repítase ante el espejo que usted tiene éxito, cuente su éxito en diez pasos, multiplique por cinco su éxito; descifre el arte de alcanzar el éxito, explíquele a los demás que usted tiene éxito. Háganos creer que usted sigue siendo el mismo muchacho sencillo de sus inicios luego de hacer realidad el éxito. 

 

No hay tópico que obsesione más al mainstream global y no hay lugar común más consolidado en la industria editorial que este de forzar un catecismo cotidiano sobre la importancia del éxito.

 
¿Obramos en la vida, tomamos decisiones, elegimos opciones, escogemos amigos, tomamos partido por las cosas, nos tomamos molestias, pensando únicamente en que vamos a tener éxito? Cada quien tendrá entre sus dientes la respuesta a esta pregunta. La respuesta en mi caso es simple: al corriente de la cantidad de exitosos sin valor neto alguno con los que nos vamos cruzando en esta vida, declaro que no creo en el éxito y que no tengo ningún interés en que nadie venga a premiarme con el desencaminado mote de “exitoso”.

 

Cotidianamente hacemos una apuesta porque aquellos elementos emocionales que integran nuestro credo salgan a la calle a librar una batalla para coronar su objetivo. En la vida hacemos nuestras causas que nos vamos encontrando, nos apropiamos sentimentalmente de objetivos que consideramos loables; ocupamos espacios que sentimos próximos y nos vamos identificando nuevos horizontes por conquistar. Con toda la pasión y la subjetividad con la cual un ser humano es capaz de encarar las cosas.

           

Veo con alguna frecuencia a muchos “exitosos” demasiado enamorados de la meta; no tan pendientes del trayecto que debe remontar como corredor. Excesivamente interesados en salir retratados en la postal de los exitosos. Se supone que las luchas que libramos todos los días se despliegan con el objeto de honrar un credo, de concretar una aspiración muy sentida, de hacer realidad un sueño. Razonamiento que debe descanar sobre una manera estructural de ver las cosas: la relación entre el esfuerzo y los resultados trae consigo una tensión, traducida en pasión humana, que sobrepasa largamente esa interpretación tan pobre y bidimensional de la realidad.

 

¿Qué es el éxito? ¿Cuánto dura? ¿Cómo se mide? ¿Existe un desafío a los dioses más desafortunado e inocente que ese?  Se me ocurre ahora que, por el contrario, no hay aproximación más fiable a la conquista de un haber personal que contraponerlo con la otra cara del éxito: el fracaso. La única medicina conocida para asentar el aprendizaje de los hombres. La verdadera palanca del progreso, la dosis de humildad y sabiduría que debe acompañar toda ambición humana en este enmarañado universo de voluntades superpuestas.  Una verdad universal que consigue su expresión en el método científico; el único que ha hecho progresar objetivamente a la humanidad: el ensayo y el error. Sin fracasos no hay progreso.

 

Olvidemos por una vez el carnaval del éxito. Escuchemos, más bien, historias de grandes fracasos: Miranda, Van Gogh, Abel, Espartaco, Edith Piaf, Héctor Lavoe, José María España. Gracias a las ofrendas de sus metas irrealizadas entendimos que la vida no es un juego de volibol. El mundo no sería igual sin sus legados. Sin esa aproximación poetizada de los dramas humanos: el enorme peso cualitativo que implica aprender a luchar por aquello en lo que uno cree. Con independencia del resultado.