martes, 8 de junio de 2010

Tiempo de periódicos

Periódicos

Desde que tengo 20 años, no hago sino leer periódicos. Me mancho de tinta, escucho la percusión del paso de sus páginas, calibro logotipos, tipografías, la textura y el olor de cada hoja. Política, sociales, deportes, farándula. Cuerpos a, b, c y d. Me aprendo términos, examino fuentes, pergeño columnas, busco y rebusco tendencias. Obsesionado por “la cosa”: esa maña medio incomprensible por saber por dónde va, y cómo es que está, la cosa.
Entré a estudiar Comunicación Social sin saber muy bien qué hacía, coqueteando los bordes de una idea parecida a la palabra política. Juzgando –acertadamente- demasiado espeso e inconducente un tránsito por Filosofía o Historia.
Para decirlo breve, fue un accidente vocacional que tuvo un final feliz. Entrado el séptimo semestre, sin embargo, ni siquiera tenía claro que alguna vez en la vida iba a terminar ejerciendo el tratamiento de la información como oficio. Es ahora que me vengo a dar cuenta de que he sido, por definición, un periodista desde que salí de la adolescencia. Un sujeto obsesionado por la información que drena con datos inútiles –y entre más inútiles, mejor- su casi catastrófico déficit de atención.
Leo la prensa, lo pienso ahora, compelido por un hábito adquirido a partir de una directriz que no escogí y que me impusieron mis padres: esta monserga “en torno al país”. Lo digo con total franqueza: me hubiera gustado estar un poco menos informado y, al respecto, ser algo más irresponsable. Una compulsión inconsciente que consiste en constatar –casi siempre en vano- que los demás están bien para poder a aspirar a la paz interior sin ninguna clase de culpas. Esta pasión por la política inicialmente incubada, en la universidad pasmada, hoy definitivamente mutada: en lugar de ser un actor y generador, soy un consumidor compulsivo, reportero y a ratos comentarista público de noticias.
La prensa ha atormentado mis días desde que este país decidió irse al carajo, allá por 1992. Entre el 4 de febrero y el 27 de noviembre de este año, siendo un estudiante de periodismo, pensé que iba a enloquecer persiguiendo el rastro informativo que me iba a permitir develar el próximo golpe. Aquella infeliz asonada que, con candidez, aspiraba que no se diera. El golpe que irremediablemente terminó de llegar.
A partir de ese momento, con alegre ingenuidad, desconsolado, con mediano optimismo, furioso, y encontrando, al mismo tiempo, espacios para el placer, he sido un reincidente lector de prensa de la mano de un país que, invariablemente, lo único que hace es equivocarse.
El advenimiento de Caldera; la crisis financiera; las bombas en el CCT; las hazañas de Andrés Galarraga; las espantosas historias del hampa; Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero; la desconsoladora ristra de los casos de corrupción; las encuestas, Hugo Chávez. Todo el tormentoso chorizo que ha comprendido esta auténtica pérdida de tiempo y oportunidades que ha comprendido la quinta república.
Toda la vida, articulada con una nota tras otra. Consumir las noticias y verlas pasar, ya frías, para verlas a la salida encarar un trámite final con la palabra historia. Desde que estaba en bachillerato, desde que me gradué, ya graduado, ejerciendo el oficio, siempre esperando por este país, yo lo que he hecho es revisar la prensa. No hay manera de sacarme de encima este hábito que, a estas alturas, se ha vuelto una maldita mala costumbre.
Un rasgo que, como el alcoholismo, parece que no se cura, y que con la llegada de internet se ha agravado especialmente: si antes se trataba e ir al quiosco, comprar el vespertino El Mundo o de revisar los avances informativos de la televisión para arañar algún elemento adicional, ahora se trata de un problema que reside en el dedo índice: el clic al botón “actualizar”.

Siete veces siete

La semana informativa en Venezuela tiene unas frecuencias muy precisas. Hace mucho que los venezolanos no consumimos las noticias por placer, por pasión o producto de una decisión personal. Y entre más consumimos noticias, más las detestamos. Pero al mismo tiempo no cambiamos de tema. No paramos de hablar de otra cosa.

Con sus ocurrencias, sus arrebatos, sus larguísimas alocuciones, con las muchas provocaciones y estupideces que dice, Hugo Chávez ha vuelto en Venezuela la información un asunto intravenoso. Una especia de droga. Y como un correlato perverso, como insólita ironía, entre más información genera, más se molesta, en lo personal, con lo que se dice a partir de lo que él informa.

La prensa amanece caliente los lunes, llena de punzantes insinuaciones, de aciagos pronósticos, eco de algún elemento amenazante, de alguna advertencia que ha emanado el propio presidente en su inefable programa de televisión. El tamaño de la marea informativa de cada semana, que de un tiempo a esta parte tiene altitud promedio, va a depender de manera directa de lo que pase en Aló Presidente.

De martes a jueves, el entorno nacional se pone turbio: termina de ver lugar el macabro registro de la urbana violencia de los fines de semana, que, para efectos contables, precisa del día martes para terminar de contabilizar los de lunes; coleccionamos otra evidencia del deterioro de algún servicio público y se pueblan las horas de cadenas, “pases” directos desde Miraflores, declaraciones ministeriales y rumores. Los dimes y diretes del pulso que mantiene la revolución con el resto del país. El tráfico informativo se mantiene especialmente pesado los días miércoles. Nunca fueron los miércoles tan miércoles, tan atravesados, tan obligatorios, tan arrítmicos, tan parecidos a un trámite, tan equidistantes de los lunes, tan lejanos a los viernes, como en este infortunado período histórico.

Y de pronto, hacia el viernes, las tensiones se desanudan. La noche del jueves produce una mutación en el comportamiento urbano que de pronto parece que salpica a los hombres que fabrican noticias. Los del gobierno y los de la oposición. La información entra en una especia de tregua. Si no se desactiva, el ánimo de tormento, en manos de todos, al menos cede. Caminamos desprevenidos hacia la zona de fiestas, emprendemos la nocturnidad buscando novedades, rincones en La Castellana, en Las Mercedes, pactos para intentar olvidar. Sin tener necesariamente clara la sensación de que, si la suerte nos traiciona o jugamos posición adelantada, del aliviadero de los viernes pasaremos al horroroso registro de los lunes. Emprendemos entonces un precario recorrido para reconciliarnos de manera artificial con la realidad.

Nos levantamos entonces los sábados, a comprar un periódico habitual y sospechosamente inofensivo: regularmente flaco, con informaciones más parecidas a balances que a informaciones; con curiosidades y noticias de emprendimiento; con más espacio para consumir deportes y con el siempre certero análisis de Fausto Masó de contrapunto. Perfecto para los sábados.

Y si ese el perfil del sábado, el del domingo parece tener el propósito deliberado de proporcionarnos, incluso, una dosis, ya exótica, pero todavía existente, de placer.

Entrevistas extensas con expertos; crónicas y artículos de opinión que parecen acompañarnos nuestro pesar, que intentan, con éxito, darle proyección al descontento, diluir el ansia de un desenlace inmediato, poner en perspectiva, con cierta esperanza en alguna solución de continuidad, las tensiones que nos toca vivir. Ciertos guiños al humor; reportajes internacionales con extensión, y a continuación, sin disimulo alguno, material para volar: turismo, gastronomía, moda, novedades y tendencias urbanas. Todo mezclado en la salsa de alguna buena noticia que sobre por ahí. Porque, después de todo, seguimos vivos.

Cuando la conclusión se asienta; cuando el derecho a distraernos campea por sus legítimos fueros; cuando caminamos, de la mano de algún libro, por otro dominio temático; cuando recordamos, a la salida de un cine, que los problemas forman parte de la vida, que convivir con las malas noticias es un oficio que hay que aprender a dominar, probado ya en generaciones anteriores; cuando estamos descuidados, la realidad nos secuestra de nuevo.

Alguna fuga informativa; alguna amenaza; alguna insinuación de violencia; algún hijo bastardo de la palabra venganza; alguna historia de la cual no nos gusta hablar; alguna palabra espantosa que podríamos pagar para no tener que oír jamás. Es domingo en la noche. Habrá que esperar conformación: si, como dijo alguien, leer es releer, pues informarse es confirmar. Ya no queda nada por hacer.

Estaremos de nuevo en la semana siguiente, sentado en el estudio de radio, leyendo la indigesta suma de noticias que, alternadas, con sus contrapuntos, con sus pequeños momentos de tregua, como un cólico nefrítico, cada día nos ponen a prueba. Buscando en los rincones del papel dónde es que está ese país fantástico que están enrumbado a la máxima felicidad posible.

La manivela ha dado la vuelta. Es lunes de nuevo. Y ahora ha llegado el Twitter.

6 comentarios:

  1. Ehhhhh,esto fué antes o después del almuerzo?

    Antes! que desayunaste? El yogurt de Valentina?

    Muy bueno.

    Saludos.

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  2. Alonso, yo pensaba que yo era el único obsesionado. Comencé antes de los 20 con esa manía de los periódicos. Muchas veces no puedo dormir cuando por circunstancias de la vida no los he podido leer durante el día. Por lo menos, ahora con la Internet y el twitter, me puedo acostar con mas tranquilidad, pues muchas veces termino con la laptop en el pecho en las noches revisando las noticias que se comentan en el mundo. En las noches reviso el New York Times o The Washington Post. Leo de todo, hasta las esquelas fúnebres. La política y los deportes son las primeras noticias que busco en las mañanas. Es un placer ensuciarse las manos con la tinta negra. Cuando voy a una consulta médica me aseguro llevar la prensa. No soy periodista soy un abogado en busca de la información de los acontecimientos que mueven al mundo. Saludos. Victor Hugo Polo

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  3. A mi internet me empeoró, si antes leía los pocos periódicos que me caían en las manos, ahora leo todo... Comenzando por los diarios nacionales (Nacional, Universal, etc., etc.), pasando por algunos latinoamericanos, Clarin, La Jornada, El Universal de Mexico, me detengo algunos minutos en El Pais, El Mundo, La Vanguardia, y luego voy directo a Il Corriere, La Repubblica, dando de tanto en tanto una ojeada a Le Monde. Termino el festin de noticias con el NYTimes y el Times, y si tengo algunos minutos me leo The Guardian. En fin, mijito, que son al menos tres, cuatro horas al día, leyendo los acontecimientos mundiales... y qué hace uno con tantos datos, con tanta política, economia y crónicas en la cabeza?
    Vicky...

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  4. Wow, Alonso, eso es lo que llaman bulimia, ¿no? Yo creo que la información se ha vuelto tan atmosférica que, yo en lo particular, he comenzado a ahorrarme. Siempre he sido un lector distraído de prensa (y de cualquier cosa), quizás porque me parece que los olfatos y los reflejos tienden a replicarse, o a multiplicarse, y que los intervalos de digestión y reflexión se disipan. En todo caso, celebro tu motivación y tu acuciosidad. ¿Será que podrás hacerle otra mención al documento de pobreza y prensa? Voy a tratar de mandarte por correo electrónico un artículo que publiqué en la revista Comunicación que contiene los principales hallazgos del estudio.

    Un abrazo,

    Leopoldo

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  5. Ese manejo único y exquisito de vocablos, esa poesía inserta aun en las noticias y en la política, sólo puede ser el producto de esas ansias de leer e indagar, de metabolizar la información, de escudriñar entre líneas e incorporar en los intersticios de la palabra ajena… del acontecer mundial, tu propia visión: crítica… cómplice… severa… magnánima… o de cualquier otra índole.
    En fin Alonso, leerte sigue siendo muy grato…

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  6. HOLA ALONSO, ME AGRADA TU BLOG, TE SIENTO GRUÑON PERO MUY SINCERO. FELICITACIONES Y MUCHA SUERTE, ESPERO QUE EL ALUVIÓN DE NOTICIAS NO TE CANSE

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