sábado, 8 de mayo de 2010

Se habla warao

Monolitos agrestes, sensiblemente rectangulares, zurcidos en sus costados por aves y monos. Pequeños macizos de verde, todos exactamente iguales. En rigor, sedimentos de tierra sobre cuya piel el río grabó una estampa. Más de quince metros de profundidad navegables. Cuando la lluvia escasea, hasta mayo, el agua salada arrincona a la dulce, penetra sus faldas y se incrusta en sus laberintos. Los tres mil caños del Delta del Orinoco forman una relación de espejos fractales en los cuales cualquier podría perderse irremediablemente hasta morir.

Este pedazo de selva, a donde viene a morir un río, este limbo salobre, gigante estación vegetal que le sirve de antesala a las fauces del Atlántico, este particular mar de callejuelas, donde no hay delfines, sino toninas, y donde casi ha desaparecido el Manatí, es el territorio de los waraos. Etnia aborigen de hábitos nómadas, que ha centrado todo su ingenio para subsistir y reproducirse anegada entre unas vías expresas cuyo asfalto es el agua. “Dominar la técnica que permite dominar la naturaleza”. El objetivo fundamental de los waraos consiste en eso: seguir vivos.

Desde Monagas hasta Delta Amacuro, cada tantos palmos de kilómetros de tierra, cualquier lancha podrá avistarlos: secuencias de casas aisladas que parecen vecindarios. No son agrupamientos casuales. No es la palabra “vecino” la que acá puede emplearse con propiedad. Se trata de una unidad monolítica con organización interna, funciones designadas y propiedades para desplazarse. Por acá la denominan “comunidad” warao. En cristiano: se trata de clanes de seres humanos. Varias familias que se juntan en palafitos contiguos con caminerías comunes y, de cara a lo que suceda, han decidido actuar en equipo. “Celulas” culturales, adheridas con el cemento de la solidaridad automática, organizadas y con autoridad.

Casas trabajadas por ellos con la madera, que pueden estar terminadas a los dos meses. Si la obtención del alimento se complica, si se ha expandido alguna plaga, o si el cacique decide que las circunstancias lo aconsejan, los waraos recogen sus corotos y se mudan para establecerse en otro lugar. Pero atención: nadie está autorizado a habitar los espacios abandonados. Quien ocupe unos palafitos que ha dejado una comunidad warao debe saber que está cometiendo una terrible transgresión y que deberá responder por eso. Todas las comunidades circunvecinas estarán al corriente de que aquella morada abandonada tiene dueño: de hecho, en cualquier momento los mudados pueden decidir regresarse. Unas diez familias en promedio ocupan estos palafitos, milenarios y precarios, con aspecto transitorio y de muelle, surcados por una perspectiva visual de chinchorros, de aspecto muy desordenado, sin puertas ni paredes. Pensados para el duro clima de la zona. El techo es un tejido de doble revestimiento hecho a mano con temiche. Bien hechos, afirman ellos, soportan perfectamente la entrada de la lluvia. Suelen tener dos meses de vida útil. Serán entonces sustituidos en un nuevo proceso.


II
Vivir para seguir vivos. Ofrendarse para darle continuidad a esta lucha contra el eterno complot de las circunstancias. Ese es el proceso, que, con el deleite de un artista, han desarrollado los waraos hasta hoy. Los waraos cazan, pescan, siembran y recogen frutas. Cuando pueden, si las ventas de sus artesanías son aceptables, se allanan las diligencias yendo al abasto. Con asombrosa pericia trabajan la hoja del moriche: de sus filamentos, macerados luego de un delicado proceso de cocción, obtienen la materia prima para hacer sus artesanías: chinchorros, mapires, bolsos y objetos similares de asombrosa factura, muy apreciados por los turistas. De lo trabajado en la tierra los waraos obtienen ocumo chino, plátano, caña, yuca amarga. Antes habrán talado y quemado el espacio para crear las condiciones de la siembra. Prueban con frecuencia con el gusano de moriche, porque “hay que variar un poco la comida”. Con chopos, con sofisticadas trampas y con flechas, cazan dantos, venados, lapas y acures. Lo que sobre es convenientemente salado y guardado. Los waraos acompañan las comidas con el casabe o con domplinas, una especie de pan de trigo, en ambos casos hechos por ellos mismos.

El resto de las actividades del warao encuentra su espacio justo en detrás, en la otra banda: el agua, el universo natural de esta etnia. Sobre ella viven, colgando los pies; se bañan, se asean y recrean; se transportan –en curiaras clásicas, hechas por ellos, o en “balajus” con patente guyanesa- para hacer diligencias, encomiendas y para visitar comunidades amigas; para cazar y pescar. Estos recovecos que el criollo encuentra indescifrables entre caño y caño, son para ellos un hábitat fundacional. El día que estuve de visita en la comunidad de guina morena, dos familias improvisaban una cena con el menú del día: dos acures cazados en la tarde que serían servidos con ocumo chino.
III
En esas tierras, cazando, pescando, sembrando, durmiendo y muriendo, los waraos tienen más de seis mil años. Muchísimo antes que el idioma castellano insinuara siquiera la nariz por estos lares; cuando a nadie, ni remotamente, se le podía ocurrir pensar qué querría decir una cosa llamada Venezuela. Años, décadas y siglos en los cuales la alocada mutación del mundo les ha dejado algún recado aislado, como la electricidad, la televisión o los motores para lanchas.
Si bien en Tucupita predomina el bilinguismo y muchos individuos pujan por asimilarse a occidente para dejar atrás sus compromisos ancestrales, un grupo apreciable de los integrantes de esta patria disuelta en el agua, la segunda etnia aborigen más importante del país, constituida por unas 30 mil personas, le sigue rindiendo tributo exclusivo a su universo. En el periplo realizado no vi una sola mujer o niño que supiera hablar castellano, salvo para referirse a montos y hablar de precios. Y los adultos varones, muchos de ellos, se expresan con dificultad.
En estas circunstancias, el idioma ilustra con mucha claridad las escalas y las prioridades. Una mujer que sólo hable warao tiene que saber que estará alternando apenas con un puñado de gente. Este monolinguismo habla del tamaño de las cosas: que muchos de estos venezolanos sólo conversan, opinan e intercambian entre ellos; que de esa franja cultural solo colocarán un pie afuera para vender su trabajo y hablar de dinero; y que poco, por no decir nada, les interesa lo que sucede, no digamos en Caracas, no digamos en Miraflores: lo que sucede en Maturín. El warao es una lengua de transmisión oral, y, aunque parezca extraño, tiene variantes dialectales.

waraos, dos

Diminuta, descalza, el pelo desgreñado, y una particular mirada extraviada, entre trágica y risueña. Parece un personaje de Juan Rulfo. La señora Rosa, que necesita traductor, manifiesta con toda normalidad que “no sabe” qué edad tiene. Fuma un tabaco envuelto en guina –contentivo de mentol y currucay- para invocar y domeñar al espíritu de la selva: ese que, de tanto en tanto, se ensaña con los waraos, sobre todo con los niños. Es una técnica que aprendió de su padre. De cuerpo entero, presentada así, con la mayor naturalidad, la señora Rosa es la médico de la comunidad Yabinoko.

Niñas de trece años ya están suelen estar en trance de dar a luz por primera vez en cualquier comunidad warao. Habitualmente quedan en estado en sus encuentros sociales y fiestas: los más populares, los que tienen lugar en la semana que va del 24 de diciembre al primero de enero. Cada pareja warao puede tener entre doce y trece hijos. No son capaces de explicar cómo es posible pensar en tener tantas bocas qué mantener en circunstancias tan esquivas, pero al caso es lo mismo: de esos doce, a adultos llegarán cuatro. La mortalidad infantil en esta zona, muy superior a la media nacional, es tan frecuente que en estas comunidades los bebés tendrán nombre luego de cumplir el año. Nadie se toma la molestia de hacerlo antes. Sobre ellos se ceban diarreas, malnutrición, cólera y toda suerte de infecciones. Es “el espíritu de la selva” del cual hablaba Rosa.
“Catire” –que de rubio no tiene nada- , es guía de un campamento turístico cercano a la comunidad de Boca de Tigre. A él, como a casi todos sus compañeros, se le han muerto tres hijos. Vivos tiene otros cuatro. No luce especialmente perturbado o marcado con la circunstancia. “Se lloran mucho y les hacemos una ceremonia de despedida. Pero llega un momento en que te acostumbras al dolor”. Las alarmas médicas, nos relata, tienen en esta etnia dos anillos: en primera instancia los atiende la curandera de la comunidad, valga decir, alguien parecido a la señora Rosa. Si el enfermo no mejora y las alarmas se disparan, asisten a la medicatura más cercana.

Los hábitos occidentales han ido abriendo en estas comunidades una lenta y progresiva incisión. Los códigos de conducta de marca “étnica”, que a la distancia consideramos fascinantes, pueden ser rápidamente trocados si con ellos se obtiene confort. En estas comunidades se caza y se pesca, pero, si el dinero sobra, se prefiere ir al abasto. Las misiones evangélicas han penetrado con asombrosa rapidez. Se compran motores, se buscan antenas para la televisión por cable y se sueña con casas de zinc y cemento. No les importa ninguna consideración sobre los rigores del clima. Muchos de ellos, sobre todos los hombres, visten franelas con motivos electorales o misiones sociales del gobierno. Argenis Zambrano, miembro del Frente Francisco de Miranda en la zona, cuenta que, hoy en día, el dirigente de un consejo comunal o un activista político que tenga influencia sobre lo que suceda en un poblado grande –y que, por tanto, sea un garante de recursos y comida- tiene más influencia entre su gente que un cacique convencional.
Nunca supe si fueron los micrófonos o los pertrechos radiales; si estaban impresionados con la presencia de Valentina o si era puro y redomado interés, pero lo cierto es que, tras una y otra sonrisa impregnada de candidez, bordada entre una exposición y la otra en un castellano torpe, pensé en la limpieza de alma que aún acompaña a la gente que vive lejos de las grandes ciudades. El hombre, recordé, es el lobo del hombre. Porque si la ingenuidad no era de ellos entonces el ingenuo era yo.