miércoles, 8 de diciembre de 2010

El último dia de John Lennon

John Lennon había pasado varios días trabajando de forma compulsiva en la producción del single de Yoko Ono, Walking on thin ice. El descanso dominical preparó la escena para un lunes que lo tenía de muy buen humor. Un día laboral con sensación de finalidad cotidiana, de esos que iban a abundar ahora que regresaba a la escena musical luego de cinco años de retiro voluntario.
Double Fantasy, el álbum que recién sacaba a las ventas el 18 de noviembre anterior, caminaba hacia el puesto número diez de las ventas. El regreso a los estudios lo había dejado feliz; muy poco después de concluido el trabajo ya estaba de regreso para grabar nuevo material –contentivo del póstumo Milk and Honey- .
Desayunó en el Café la Fortuna, en la cuadra siguiente de su casa, (cerrado cuatro años atrás, está ubicada ahora ahí una Ferretería) y regresó a su casa para atender a la fotógrafo Anne Lebovitz. Con ella se tomaría la futura portada de Rolling Stone que lo tiene desnudo en posición fetal al lado de Ono, además de otras posteriores: la que lo retrata descalzo en un sofá, visible en el antología “The John Lennon Collection”, y la que lo muestra con aspecto de Teddy Boy: chaqueta de cuero y tejanos, botas; el corte de pelo al estilo Elvis que se había hecho el sábado anterior.
Por la tarde recibió a unos periodistas y djs de la emisora RKO de San Francisco. Un Lennon de habitual conciso y socarrón, estuvo especialmente elocuente y encantador. Conversó tendido sobre los años sesenta y su generación; sobre el feminismo y las demandas sociales; sobre las macabras profecías de la cultura de masas que no terminan de cumplirse. “Nunca habrá Apocalipsis. Eso no va a ocurrir”. Sobre los Beatles y Yoko Ono. Sobre la importancia de proyectar el lado positivo de la vida. Sobre el futuro. “Tenemos hecho un disco; ya hay suficiente material para el segundo y canciones para un tercero. Queremos editar al menos un trabajo por año” A las 5 de la tarde partió a los estudios Record Plant para terminar las mezclas de la canción de Ono.
El invierno comenzaba: a esa hora ya oscurecía. Cuando iba a abordar su limosina, Lennon fue abordado por un puñado leal de fanáticos que siempre se acercaba a fotografiarlo. Uno de ellos, llegado de Texas, oriundo de Hawaii, era desconocido para los demás: Mark Chapman. Había estado merodeando el edificio desde el viernes anterior. Le acercó de forma silenciosa un acetato a Lennon; este se lo firmó con toda normalidad. Paul Goresh, un fiel admirador que había hecho amistad con Lennon y que lo había fotografiado incontables veces mientras entraba y salía de su casa, tomó una instantánea de la firma. Goresh y Champan habían tenido una escaramuza verbal el sábado anterior, mientras esperaban ver a Lennon sin éxito. “¿Traía yo el gorro puesto?” preguntó luego de la foto mientras Lennon ya estaba dentro del automóvil. “Nadie en Hawaii se va a creer esto.” Goresh y los otros fans se retiraron del edificio hacia las 8. Champan dijo que prefería esperarlo para verlo regresar.
Lennon, Ono y Jack Douglas trabajaron duro y completaron la encomienda del single pasadas las diez de la noche. Reinaba una auténtica sensación de satisfacción. “Acabas de terminar tu primer número uno”, le dijo John a Yoko. La pareja deliberó un rato si pasaban por algún restaurante a cenar. Lennon dijo que prefería ir a casa: su hijo Sean estaría por acostarse.
A diez para las 11, la limosina ya estaba de vuelta aparcando en la entrada de los portones abiertos del Dakota. Pudieron haber entrado al edificio con el carro, pero, como en muchas otras ocasiones anteriores, bajaron en la calle. Ono descendió primero. Lennon, cargando las cintas de Walking on thin ice, salió por el lado izquierdo del auto y tuvo que caminar más.
Habiendo traspasado la entrada, escuchó un leve susurro. “¿Mister Lennon?”. Este volteó y colocó el foco de su mirada miope en la oscuridad. Ya en posición de combate, a metro y medio de distancia, Champan le disparó cinco tiros: dos entraron por la espalda y salieron por el pecho; uno le tocó el cuello, los otros dos lastimaron su hombro izquierdo.
En los primeros segundos, Ono no se dio cuenta de que su esposo estaba herido: lo veía a contraluz y éste seguía caminando hacia ella. “Me han disparado”, aulló Lennon, antes de caminar desesperado hasta la caseta de vigilancia, en la mitad del pasillo, y desplomarse por completo. Ono no paraba de dar alaridos. Los vigilantes llamaron frenéticos a la policía, que apareció apenas a los cinco minutos. Champan se había quedado de pie frente al edificio. Soltó el revolver y leía The catcher in the rye (el Guardian entre el centeno), el libro que, según confesara después, le inspiró a cometer el crimen. “¿Sabe usted lo que acaba de hacer?” le grito alterado el portero Jay Hastings. “Acabo de matar a John Lennon”, le respondió. Cubierto con una chaqueta, Lennon apenas estaba consciente: intentó hablar y vomitó una substancia carnosa. Otra patrulla llegó inmediatamente. Los funcionarios le quitaron la chaqueta del vigilante y, contra los deseos de Ono, voltearon su cuerpo boca arriba para poder cargarlo. “No ví más que rojo”, declaró después David Moran.
Chapman fue apresado y Lennon llevado a toda velocidad al Roosvelt Hospital. Varios transeúntes pudieron ver como el superastro era cargado hacia la patrulla con la boca sangrante. En el otro automóvil, Ono no paraba decir “No es verdad; díganme que no es cierto”. Con aquella leyenda en sus rodillas, el inspector Anthony Palma, acompañado de Moran, le susurró al oído “¿sabe usted quien es?” Lennon asintió levemente.
En la emergencia del hospital, el jefe de la guardia, Sthepen Lynn, fue notificado: John Lennon acababa de ser tiroteado. Recibió un sujeto sin lentes, despeinado, bañado en sangre, sin pulso y sin respiración. No se lo creía. Su desconcierto fue tal, que le registró la cartera para asegurarse: pudo ver su identificación y los mil dólares que llevaba. Llevaba la misma chaqueta de cuero y el sueter negro que lo retrataba sonreído y lleno de vida cinco horas antes. Trabajaron duro durante 20 minutos intentando resucitarlo con electroshock. La verdad es que, al ingresar, ya había muerto. Eran las 11 y media de la noche.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Sobre Mario Vargas Llosa

Lo que más le admiro a Mario Vargas Llosa es que se atreve a equivocarse. No opina el ahora Nóbel peruano prevalido de su prestigio como escritor ni desde el Olimpo de su bien ganada respetabilidad. No esconde lo que le molesta, no teme ser refutado, no le importa despeinarse, no elude la comprensión de ningún tema. No pide salvoconductos para asumir el riesgo –trocado en responsabilidad- de mojarse: desenvaina su espada cuando lo considera necesario, siempre dispuesto a correr el riesgo de que su investidura salga salpicada en el combate.

Tampoco busca, por suerte, la guarida de ciertos intelectuales y héroes de masas de ésta hora, habitualmente vinculados a la industria del entretenimiento. Estos que sistemáticamente dejan pasar circunstancias enojosas, pendientes únicamente de ser mimados por el público para hacer realidad la imposible encomienda de que todo el mundo los quiera mucho.

Personajes a los que, paradójicamente -por tratarse de personas leídas-, “les fastidia la política”, que le tienen pánico a los incordios, para quienes la cultura constituye una suerte de arreglo floral y los entornos problemáticos que viven otros son sencillamente un estorbo. Demasiado pendientes del aplauso inmediato.

Pienso que el de Vargas Llosa es un atributo consecuencia directa de una exigente ética persona, resultado de un robusto ejercicio intelectual con anclaje en todos sus extremos. Si algo no hace Vargas Llosa es callarse. La aproximación a la comprensión del devenir humano en los términos que, personalmente, estimo correctos: la política como plataforma más fiable al hecho cultural. La ruptura con el fuero doméstico; el interés en el hecho público; la convicción de que es necesario formar parte de la solución, la fe inquebrantable en el futuro de la espacie humana a partir de la apropiación armónica de los elementos de la naturaleza. En su puesto, y articulados a la perfección, la concordancia entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que se hace.

Todo lo cual, además, ha hecho de Vargas Llosa, a más del escritor sobresaliente que todo el mundo conoce, un brillante reportero. Entre sus muchos atributos, es éste un costado más bien poco comentado de su perfil público. Se filtra de manera a veces evidente en sus obras: para muchos, la Fiesta del Chivo, acaso su mejor novela, es, ante todo, un gran reportaje de investigación.

Y aunque podría hacerlo, no se aproxima a la realidad este escritor únicamente desde hoteles parisinos ni desde los nada arriesgado dominios de barriadas como Soho o Lavapies. Como sabemos, son éstos los espacios favoritos de ciertos sectores progresistas de caviar, algunos de ellos periodistas, irónicamente los críticos más fieros de las posturas del ahora Premio Nobel. Portador involuntario de una insaciable curiosidad, ha hecho Vargas Llosa lo necesario par trasladarse a la Franja de Gaza, a Bosnia a Sudáfrica, para enterarse de primera mano sobre lo que en estos parajes sucede y ofrecer unas impecables crónicas de dominios perturbados y llenos de tormento, en los cuales se jugaron y se juegan algunos de los dilemas de la humanidad en ésta hora.

En lo obtenido a partir de estas indagaciones, no ha tenido Vargas Llosa remilgos en elaborar contundentes alegatos en contra del proceder de algunos estados con los cuales tiene amistad, como sucede con Israel. Ha sido gracias al testimonio de una pluma que está libre de cualquier sospecha que buena parte de la opinión pública universal, acostumbrada a las reflexiones binarias y las simplezas, ha podido comprender en su total dimensión las atrocidades cometidas por el estado judío en Gaza y Cisjordania invocando la lucha contra el terrorismo. No ha sido obstáculo su declarada amistad con el sionismo ni su relación personal con algunos primeros ministros hebreos para colocarse en la delicada misión de decir la verdad y denunciar lo punible. Los reportajes de la Franja de Gaza, junto a los de la Guerra en Bosnia, han sido de los más completos y deslumbrantes que me he leído en toda mi vida.

Se le acusa a Vargas Llosa se “ser de derecha”. Pues desde donde se ubique, aunque sea a la derecha, ha sentenciado con una claridad superior a la de cualquiera no sólo a los Castro y a los Ortega, sino a Pieter Botha y al Augusto Pinochet. Al Pinochet que sí aplauden a escondidas ciertas frivolidades empresariales. No podemos decir lo mismo de algunas vocerías que están a su izquierda: retratistas que se derriten ante hombres fuertes incapaces de llamar a las cosas por su nombre para seguirle rindiendo tributo a los delirios de la adolescencia.

Muchas veces me ha irritado Vargas Llosa. También yo he sido uno de sus críticos. Con una frecuencia apreciable no estoy de acuerdo, o no estoy del todo de acuerdo, con lo que dice. Sus colofones no dejan de parecerme reiterativos, a veces me parece que su apasionamiento lo lleva a cometer torpezas graves. Su neoliberalismo parece irremediable y su convicción en la obra terapéutica de los mercados ha sido contestada una y otra vez por los efectos de la realidad.

Nada de esto me impide afirmar, sin embargo, que estamos en presencia, no sólo de un gran novelista, sino de uno de los intelectuales más completos de la contemporaneidad.

Un comportamiento público que constituye una semblanza a la comprensión de la libertad. Como el mismo lo diría: de los desafíos de escoger en la vida la cultura de la libertad.