sábado, 5 de marzo de 2011

Homenaje al mesonero

Rápido, preciso, discreto, formal, se cuadra frente a la mesa, como siempre, listo para recibir órdenes: el mesonero, ese sí, es el pueblo uniformado.

Areperas, matrimonios, cócteles, restaurantes y fiestas de quince años lo encontrarán con una sobria camisa blanca e infaltable pantalón negro, zapatos bien lustrados; un saco, cuando la ocasión lo solicita, y un versallesco corbatín, un lazo en el cuello que habla por su persona, que pretende ser de gala, un certificado de elegancia que nadie ha pedido, pero que él necesita, como el vals, como los sombreros y los frac, como los mayordomos, como las campanas para la servidumbre, como el orden de los tenedores y la llegada de las comidas, como casi todas las pamplinas que comprenden la etiqueta, un uso que pertenece a otro momento, traído de otra parte para honrar un acuerdo previo que es necesario mantener vigente, casi siempre de discutible significado, un ejercicio de obediencia pactado que hemos de denominar, para entendernos, las convenciones.

En el trabajo de un mesonero concurren buena parte de las destrezas del ejercicio cívico de todos los días. En su irreductible cortesía y decencia, el mesonero es a veces un actor, el conductor de una ceremonia de imperiosa teatralidad, especializado en darle un cumplimiento cabal a los mandatos de la urbanidad: poner a catar vinos a los transeúntes para hacerlos sentir conocedores y relatar los detalles de un menú que él no ha cocinado.

Los mesoneros deben estar investidos de un talento diplomático muy especial, una capacidad para negociar en situaciones desventajosas, para mostrar un desacuerdo sonreído, para sugerir sin incordiar, para dejar sentado cual plato es el que se debe probar y cual es el que se debe evitar sin tener que sin demasiado explícito, sin llegar
a los extremos de soltar ante desconocidos en tono de confidencia, como sí podría hacerlo cualquiera, porque así es que lo entenderían bien, "señora, aquí entre nos, no pruebe esa ensalada que es una redomada mierda".

Es, ante todo, un buen político. El mesonero es la exposición hecha persona de lo que debe ser un "factor de intermediación social": ahí está, recibiendo demandas, cada dos por tres la gente tiene un nuevo pedido, qué pasó con mi sopa; no me llene usted la cerveza, yo no soy mocho; las polentas se sirven por el lado izquierdo, ¿o es que no lo sabía?, ¿de cual mercado es la cebolla de éste bistec? estos espárragos están incorrectos, yo los raviolis me los como sin queso, y él, canalizando exigencias, calmando a la concurrencia, con el sombrero en una mano, el conejo en la otra, las luces auscultándolo, la cortina detrás, se disculpa ante el publico, ya sale la sopa, señora, cálmense, el asunto de los espárragos es francamente lamentable; las cebollas son de quinta crespo, por acá tengo el queso, si quiere se lo sirve, sino se lo sirvo yo, estamos para servirle, acá tengo un aperitivo, mientras esperan, mil perdones a todos.

La capacidad para gestar acuerdos negociados, llevada al extremo, queda apalancada cuando se ve precisado a acudir al centro de operaciones, a la cocina, a usar la única facultad que tiene para descargar la presión apurando a sus compañeros: "Epa, que hubo: ¿qué pasó con la sopa de la mesa quince?"

A distancia, esos tipos parecen miembros del sindicato de un misterioso circo armenio, haciendo malabares como artistas, cargando cuatro platos a la vez, sirviendo tragos, como quien desenfunda con velocidad una pistola, poniendo a chillar esas máquinas de café, desplazándose con precisión y silencio, oyendo conversaciones que no le interesan y que aumentan de volumen y se diluyen conforme se acerca o se aleja de la mesa, anotando pedidos en una misteriosa clave taquigráfica, haciendo ejercicios aritméticos con pasmosa velocidad.

Los mesoneros son los eternos actores de reparto de los momentos especiales de nuestras vidas. Tienen que dar la cara por un plato que no cocinaron y por un local que no les pertenece.

Lo de ellos es repartir albóndigas y canapés de grupo en grupo, de mesa en mesa, de todos lados saldrán solicitudes compulsivas. Nadie sabe sus nombres. Serán llamados, en el mas neutro de los casos, "amigo"; "campeón", le dirán los mayores; "panita", las nuevas generaciones; uno que otro, si lleva tiempo visitando el lugar, pronunciará su nombre para impresionar a sus acompañantes: "mira Luis Alberto, quiero que me apartes el privado de la otra vez y te traes el servicio de whisky", y el sonreirá adusto, premiado por la confianza que tiene la molestia de tomarse gente tan importante.

La fiesta está que arde, todo el mundo baila a paso frenético. El mesonero, disfrazado de elegancia en un espacio ajeno, se gana la comida viendo a los otros divertirse a distancia. Hay que repartir el whisky, hay que freír esos tequeños antes de que se haga tarde.

Siempre habrá que lidiar con las miserias de la gente. Todo el mundo quiere presumir de valiente ante un mesonero. Su trabajo es una buena noticia en tanto no se sienta. Nadie aplaude, nadie felicita, ningún auditorio se pondrá de acuerdo para ovacionar la trajinada labor de un camarero, salvo cuando se le cae la vajilla.

Y ahí están, pues, atados de manos por la necesidad, soportando en silencio a todo tipo de gente: borrachos, malhumorados y acomplejados; galanes destemplados, que quieren presumir de graciosos a sus costillas; señoras que castigan su dignidad en nombre de "las normas y el buen servicio"; badulaques que presumen de arrebatados e inflexibles porque saben que jamás podrá defenderse como quisiera.

Se acaba la fiesta, cerraron el local, es hora de recoger los manteles. A distancia, se oyen las últimas risas ahogadas de la noche. Se acabo la prestancia y la distinción: el mesonero se quita sus atuendos formales y vuelve al mundo de civil. Nadie sabe, nadie pregunta, a nadie le importa, para dónde va, dónde vive, cual autobús toma, cómo llegará a su casa este ilustre ciudadano, todo honradez y paciencia, incapaz de organizar una huelga, condenado a que, en las discusiones de trabajo, la razón siempre la tengan otros, especializado en servir a los demás para ganarse la vida.

Llegará a su casa, besará a su mujer, pasará revista a sus muchachos, dormidos, afortunadamente, y caerá rendido para soñar otra vez con esa extraña confabulación de gente elegante y fastidiosa, esa turba insoportable que le pide, una y otra vez, algo que le angustia mucho, una encomienda perdida tiempo atrás, cuya existencia apenas sospecha pero de la cual no trae memoria.

1 comentario:

  1. Con sólo ver como se trata a los mesoneros se descubre a los pequeños esbirros, que disfrazan su soberbia con timidez. Este buen texto me recuerda a la novela "Yo serví al rey de Inglaterra" de Bohumil Habral que fue llevada al cine por Jirí Menzel. Aquí el trailer http://tinyurl.com/5sk6ocl
    El libro está a la orden, previa firma de contrato de préstamo. Saludos.

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