martes, 12 de abril de 2011

Los lejanos años 90

(texto publicado en Tal Cual por el mes de enero)


Entre una tribulación y la otra, sorprende constatar cuan lejos nos van quedando los años 90. Los años de los discos compactos, el rock en español, la salsa erótica y el furor de la música electrónica. Los años de la estridencia pública, el desconocimiento a la política y el periodismo de denuncia.

Marchar hacia el centro de Caracas era, entonces, un asunto de rutina. Era tan sencillo, que una vez un grupo de estudiantes revoltosos quebró todos los vidrios del Palacio Federal Legislativo, cruzando el edificio de grafittis y dando lugar a una fotografía inolvidable del Diario de Caracas. La leyenda de su foto hablaba de “los vidrios rotos del poder”.

Cada jueves, los encapuchados tomaban las entradas de la UCV para quemar autobuses e incendiar escombros. Aquello era un acto folclórico, un ballet armonizado con la policía que formaba parte del paisaje. Cualquier excusa era válida.

La gente creía en las posturas de José Vicente Rangel y su entonces muy popular programa de denuncias. Rangel, Peña y Napoleón Bravo eran los próceres de la antipolítica; los gurúes mediáticos que denunciaban lo punible y enjuiciaban el comportamiento público de los demás. Podían escucharse al unísono los televisores en las zonas de la clase media cuando, domingo a domingo, Rangel exclamaba, como si estuviera en una misa, que “el país se va por el despeñadero”.

Andaba por ahí Hugo Chávez con liquiliqui, todavía engolando la voz, todavía sin el acento cubano que lo pone a exclamar “¿eh?” al final de cada frase, hablando de “la casa de los sueños azules” y “el horizonte azul que está detrás de la tormenta”.

Escribía su columna Por Ahora en El Nuevo País, de Rafael Poleo, de quien entonces era muy amigo, y frecuentaba las oficinas del diario La Razón buscándole fiesta a cualquier reportero desocupado. No había nacido, siquiera, la palabra Oligarquía.

Fueron años increíblemente permisivos. Cualquiera se sentía capaz, por ejemplo, de pedirle la renuncia al presidente de entonces, Rafael Caldera, o de afirmar deportivamente que el narcotráfico financiaba las campañas electorales del bipartidisimo.

Los políticos eran silvados cuando aparecían en público; la gente no iba a votar; nos escandalizábamos porque cada fin de semana llegaban a morir en Caracas 10 o 15 personas. Los “balseros del aire”, el tibio éxodo profesional de entonces, nos parecía el pináculo de una crisis sin precedentes. Cada dos por tres aparecía un rumor nuevo sobre la muerte de Rafael Caldera.

Hugo Chávez era especialmente beligerante: declaraba a los medios internacionales que en Venezuela estaba planteado “un escenario de guerra civil”; anunciaba la marcha de hasta tres golpes militares al mismo tiempo y no ocultaba sus malquerencias con el general Rubén Rojas Pérez. Nuestra clase media, tan cogida a lazo como ha sido siempre, se prestaba entusiasta a cualquier maniobrilla de pasillo. Una vez, en 1996, cuando fue acusado de estar tramando alguna conspiración, declaró con toda tranquilidad “ojalá no tengamos que usar nunca los aviones y tanques que tenemos en las Fuerzas Armadas”.

Y así, sus partidarios de entonces, promovían entusiastas cacerolazos en contra de Carlos Andrés Pérez. El objetivo era aquella “dictadura disfrazada de democracia” que dejaba a sus ciudadanos maldecirla con toda tranquilidad, en la cual estaba de moda aquella guachafita adolescente y banal que hablaba de los “políticos paralíticos”; que no promovió jamás ninguna ley en contra del ejercicio del periodismo y que dejaba que la Radio Rochela se burlara de sus entrañas para que desahogáramos todos nuestras penas.

Un sistema cojitranco, cómplice, corrompido, ineficiente para resolver los problemas nacionales. Necesitado de un revolcón institucional que jamás llegó a materializarse.

Pero un régimen político que, al lado de esta suma de miserias y marramucias seudo legales que vivimos hoy, luce como una convención de juristas en Ginebra.

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