miércoles, 2 de noviembre de 2011

Maldición y elogio de Facebook

Hace escasos cinco años Facebook no existía. Hoy, una vez a la semana, termino cediendo a sus narcóticos efectos, a la fecha en un claro entredicho, atendiendo el remoto llamado de una ya atenuada compulsión gregaria, y me meto en sus páginas. La determinante mayoría de las veces para no conseguir nada especialmente relevante. Una y otra vez, la conclusión es la misma: el otrora delicioso garbo cotidiano de Facebook, al menos para mí, ha entrado en crisis.

Si hago una interpretación general y aplico una consideración extensa, tengo que concluir que, con todo, sigue siendo esta una herramienta que tiene todavía su relevancia vital. Una importancia que conserva su pomposo apellido: es estratégica. Gracias a Facebook he podido ubicar afectos perdidos de capítulos de mi vida superados, personajes importantes que había perdido, de los que siempre quise volver a saber, y pergeñar sus fotos, y tenerlos ahí capturados, sin una finalidad específica, y figurarme, incluso sin tener que preguntarles, qué ha sido de sus vidas. Está abstracción virtual es, en muchos casos, el único punto que tenemos en común.
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Allí están, a la mano, muchos de los amigos que no tengo cerca, que viven fuera de Venezuela, ahora que la migración se ha convertido en un hábito cultural de moda. Próximos, vecinos, cada uno de ellos metido en el módulo del país que ha escogido para vivir, habitando conmigo un espacio cultural y afectivo que se ha convertido en una especie de república virtual compartida. Afortunadamente están ahí, y afortunadamente está Facebook para hacerlo posible.

Porque si Twitter es un dominio público, una especie de ágora, una trinchera para escupir taquitos retóricos amontonada en unos cuantos caracteres, también con su irresistible encanto, Facebook sigue siendo, con todo, un espacio personal. Una libreta telefónica sin teléfonos. En mi red de contactos hay una especie de cláusula, seguramente compartida por muchos como política: no abrirle la puerta a desconocidos. Acepto amigos nuevos aplicando el parámetro mínimo universal del derecho: “vista, trato y comunicación”.


Ahí está, pues, Facebook, el mecanismo perfecto en la víspera de unas elecciones, de vez en cuando ofreciendo algún relieve que le devuelva el menguante interés. De todas formas, algunos amigos importantes siguen renuentes a alistarse en la red del reinado de los amigos. De viva voz, me lo han confesado: no soportan portar una membresía en la cual, por definición, todo el mundo tenga que ser “amigo”. El postulado es demasiado gallo.

Mi lista personal amistades disidentes ha conocido, en el tiempo reciente, algunas deserciones importantes, porque la presión social los obliga, pero en muchas ocasiones el efecto es el mismo: ingresan, colocan su foto, se aburren de lo que en ocasiones parece una versión electrónica de un “notiexpress”, reciben de intercambio dos chocolates virtuales que no han pedido, y dejan su cuenta disecada antes los ojos de los demás. A algunos de los afectos más importantes de mi vida los tengo, por diversos motivos, muy lejos de mi red personal. Tendrán todos sus pareceres y matices sobre el impacto político de las comunidades virtuales propalando, como en el mundo árabe, la buena noticia de la libertad.

Me voy a estudiar, quedé de nuevo en estado, noche de panas en casa de Josefina, qué bella esa bebeeeé, que bellas somos, amigui, qué éxito. Eso es Facebook. Un universo en el cual no existe el incordio. Grandes amistades de otros momentos, novias viejas, niñas que se hicieron señoras, mujeres bellas sobre las cuales más nunca se había sabido nada, todos mostrando sus fotos, muertos de la risa, optimistas a todo evento, afortunadamente todos, o casi todos, vivos y dando la pelea.

Gracias a su escasez en audacia y a su inexplicable vocación para la navegación sobre lo obvio, se ha convertido éste, por cierto, en un anticuerpo perfecto para que se atenúen los efectos de las cadenas con reflexiones insustanciales, vigentes a principios de la década anterior en las cuentas personales de la gente. Si algún conocido suyo no resistía las ganas de expresarse llenándole la cuenta Hotmail con poesía apócrifa de un Borges hablando como Pablo Coelho, debe estar tranquilo: para él ya llegó Facebook. El daño igual ya está hecho: las cadenas migraron a los celulares y el correo se le llena de basura con mensajes corporativos y cursos de inglés.


Resultó que, contrariamente a lo que llegamos a pensar muy al principio, en Facebook nadie desentraña matices ni a descubre secretos. Es precisamente al revés: este es el universo de lo ya sabido. Todos aquí, todos juntos, todos al mismo tiempo. El “bing Bang” financiero aplicado al universo de la cultura y la comunicación. Todos felices. Como José Visconti: a sacarla de jonrón. “Nadie es tan feo como aparece en su cédula ni tan buenmozo como sale en Facebook”. No está permitido el veneno y es necesario tener un agudo sentido de la diplomacia. Este el reino de la felicidad. Resultó que, cuando entro a Facebook, estoy presenciando la vida de mis amigos en horario todo público. Disney Channel. La vida en Facebook es A. “Quince años con mi esposito: más felices que Michael Landon”: “felicidades amigui”; “que sean muchos más”; “que belloooosssss”; “el matrimonio es la base de la sociedad”, “qué éxito”.

Esos cuadrantes genéricos, esa sobredosis de acuerdo, ese remanente de consenso, esa deuda perpetua con la palabra incordio, esa pinta de cartelera de corcho de curso de inglés en Vancouver, hace a Facebook, en contrapartida, un lugar muy peligroso para polemizar. En el Twitter las ideas están condenadas a salir a defenderse solas, afeitadas, compactas, gobernadas por la precesión, sin pelambre subordinada y sin mohines urbanos. Después usted decide si contesta. Facebook pocas veces entiende sobre la legitimidad de las discusiones. Es muy fácil ponerse antipático.

Una inquietud que tenga sus matices, una duda que queremos intentar encaminar, una oración expresada de forma medianamente incompleta, una más de las miles de verdades a medias que masticamos todos los días en compañía del resto de la gente, puesta sobre el tablero para ser considerada sin pasiones, lo conducirá inevitablemente a colocarse en el peor de los mundos posibles: a defenderse de una cosa que usted no ha afirmado. En el reinado virtual del amor hay mucha gente que no encuentra donde desahogar sus ganas de discutir cualquier nimiedad. Como es este un espacio para entenderse, es el universo del malentendido. Intercambios farragosos y agónicos, a veces incluso imposibles de comprender, parados sobre un supuesto que no existe, en los cuales su contertulio pasará a explicarle el significado de un asunto sobre el que usted no se ha pronunciado. Sobre el cual terciará una nueva voz para adulterar, a su vez, todo lo que había quedado dicho.


En fin, ese es el juego, y esas son sus reglas. Las herramientas son así: yo no me puedo cepillar los dientes con una sierra eléctrica y terminar echándole la culpa de lo que me hizo en las encías.

A veces me figuro que dentro de poco aparecerán modalidades más sofisticadas de integrar redes sociales, haciendo mucho mejor lo que ésta intenta: interpretando en toda su dimensión el carácter global de nuestras vidas. Por lo pronto me limito a documentar cómo me ha ido con ésta: el único reducto palpable que tengo, en el cual, con sus excepciones, están desfilando todos mis anillos anecdóticos.

Ese sabor a balance le otorga a Facebook, a veces, unos gramos adicionales de peso específico. Los amigos más cercanos y la gente que apenas conozco de vista. Mis afectos más remotos: Maiquel Capeans, de San Ramón a Chimborazo. La primaria, el bachillerato. La decisiva era de la universidad. Mis viajes juveniles. Mis amigos puertorriqueños. Mi vida laboral en todas sus etapas, con sus tribulaciones actuales. Mis relaciones sentimentales, mi esposa y mi hija. A algunos los veo en el chat y ni siquiera me atrevo a saludarlos. Lo más probable es que ya no tengamos nada más qué decirnos. Puede que sea suficiente con el acto de presencia de sus nombres. Jamás he colgado una foto en Facebook. No ha hecho falta: con las que han puesto los otros hay un trazo grueso, suficientemente descriptivo, de lo que yo soy hoy.

Los veo a todos en mi lista, los nombres que me he cruzado en cada tramo existencial, con sus historias y su variable importancia. Son ellos, sin que lo sepan, colocados en esa secuencia arbitraria, los que están contando por tramos, de forma modular, como lo hizo Cortázar en Rayuela, qué ha sido de mi vida. Un juego de memoria, unas postales con nombre, una suma de cromos. Un absurdo papel de coleccionista.

Facebook podrá fenecer. Las redes sociales tienen un largo trecho por recorrer. Migraremos a otras redes, seguiremos caminando, nos llegarán los nietos, nos tocará irnos. Esas postales de recuerdo que hoy nos aburren por insustanciales es el pelo que nos va a seguir creciendo: cumpleaños, fotos, efemérides y saluditos. En Internet tendremos fe de vida aún estando ausentes. Esa forma curiosa de adulterar la realidad que a veces denominan la poesía. Nadie pensó en la muerte cuando conoció Facebook. No pensamos en esas cosas.

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