sábado, 17 de diciembre de 2011

“Petroleros suicidas” y la historias que estamos esperando

Publicado en el diario Tal Cual, diciembre de 2011


Haber visto hace algunos meses Petroleros Suicidas, la inteligente obra de teatro de Ibsen Martínez, me dejó una sensación que me permitió extraer dos reflexiones.

La primera tiene un rasgo que tiene sus aditamentos anecdóticos de carácter personal: haber visto una pieza tan venezolana y al mismo tiempo tan universal, que resistiría un análisis en cualquier otro contexto, en la cual queda expuesta con tanta claridad el lento pero continuo proceso de decadencia de este país. Sentí una sensación muy especial cuando, otra vez, como sucedía antes, me pude sentar en una butaca a consumir un producto cultural hecho acá tan acabado y agudo, dirigido por el unánimemente aclamado Héctor Manrique y representado por un elenco de actores de primer orden.

La voz interpretativa de Ibsen, muy especialmente en sus obras de teatro y en sus ensayos, lo reconcilia a uno con alguna sensación perdida de orgullo ciudadano fundamentado.

La segunda conclusión, consecuencia de la primera, me sirvió para echarle una mirada al quehacer cultural actual en el país. La valiente y descarnada aproximación de Ibsen al desarrollo de los traumáticos episodios vividos en Venezuela en la década recién concluida permite advertir al que quiera verlo que, salvo lo que recoge la ensayística, y alguna otra excepción aislada, el grueso determinante del entramado artístico nacional, su narrativa, su música, sus películas y contenidos televisivos, sus comedias de situación y sus montajes, están asombrosamente de espaldas, ausentes, distantes, renuentes a enfrentar y recrear nuestra atormentada realidad cotidiana con alguna propuesta en particular.

Vamos a hablar en castellano. No estamos viviendo en absoluto un momento normal. No hemos llegado a vivir las dolorosas historias de Colombia, de Centroamérica, del Caribe y el Cono Sur, pero sí se nos ha ido intercalando en nuestras vidas un corrosivo ligamento autoritario de carácter posmoderno, peligrosamente extendido en el tiempo, que relajó todas nuestras formas civiles y ambienta una cotidianidad que, en muy buena medida, es casi insoportable.

Bien vistos, los años de la década anterior son un corolario acumulado de hipérboles imposibles: un presidente dispuesto a romper cualquier límite existente de la extravagancia, que trabaja duro para tener frente a sí a una sociedad arrodillada; vidas cegadas en la violencia callejera y ruinas consolidadas de la noche a la mañana. Procesos judiciales amañados. El futuro de todos en veremos. Una suerte de terrorismo de estado en dosis administradas. La historia de una nación maniatada, que tiene un pañuelo en la boca que no quiere asumir, súbitamente empobrecida, en la cual buena parte de sus cuadros más calificados está imaginando que el futuro queda en otra parte.

El país, entretanto, vive metido en un curioso festín de petardos evasivos, con un público necesitado a toda hora de cambiar de tema. Una secuencia interminable de cánticos al “yo no sé”, que ha hecho de la mimesis una forma de vida. Algunas de sus expresiones más visibles se han especializado en desplazarse con una pericia florentina entre la sociedad y el estado para no incordiar a nadie y robarse el aplauso de todos.

Los casos más paladinos defienden su pacto con el poder político con un argumento que pretende ser un salvoconducto: “yo no soy político”. Una especie de mantra que configura una curiosa forma de evadir responsabilidades ciudadanas para obtener provechos y recursos. Películas, montajes y conciertos concebidos para agradar el oído del poderoso, ejercicios de adulación en regla de tres, con cierto carácter cortesano, que pretenden hacerse pasar por inocentes.

Personalmente creo que se equivocan y que la historia en algún momento se los va a hacer saber. El hecho artístico queda bastardeado cuando la política y la cultura se divorcian en entornos tan problematizados: las expresiones más completas del devenir humano tienen lugar cuando el hombre se apropia con dignidad de los elementos del entorno. No hay forma más acabada de aproximarse al hecho cultural que una correcta interpretación de la política y no hay concepto que le rinda tributo al arte con mayor dignidad que la palabra libertad.

Echemos una mirada al entorno próximo. Cuantas películas, y cuentas historias que recrean pequeñas tragedias y glorias personales, pueden recogerse en el auge y el ocaso del pinochetismo; en el sandinismo nicaraguense; en la Cuba del exilio; en las juntas militares de Argentina y Uruguay, en los múltiples capítulos de la violencia en Colombia. Cabrera Infante; “Adiós Muchachos”, de Ramírez; los dramas de Norma Aleandro; Isabel Allende; las conmovedoras historias de Héctor Abad Facciolince.

Se dirá que la historia que estoy describiendo cursa un proceso que aún no concluye y que buena parte de las expresiones artísticas a las que aludo están infectadas por el virus de la censura impuesta. Proceso éste que tiene sus expresiones concretas en el estancamiento de la mayoría de las expresiones culturales tradicionales en el país.

Esa es una verdad a medias. Y por lo tanto, se parece mucho a una excusa. Necesitamos perspectiva y ánimo sereno, pero también posiciones, testimonios, coraje cívico, posturas con pretensión de permanencia. Necesitamos olvidarnos de los aplausos y contarnos lo que nos ha sucedido a través de historias individuales. El venezolano promedio no se puede pasar la vida rindiendo tributo exclusivo a la tentación recreativa. El que quiera evadir la taquilla de la censura y asumir las consecuencias de su valor civil todavía puede hacerlo.

Cierto: el hecho creativo es una responsabilidad personalísima. En lo personal, con las excepciones aludidas, yo estoy muy orgulloso de nuestro estamento de intelectuales y artistas. Sus posturas en los momentos decisivos están a la vista de todos. Un ochenta por ciento de ellos militando en la causa de la Constitución: escritores, poetas, músicos y pintores, presentes en el país, enfrentados a la sordidez y al abuso de poder, consecuentes con la palabra empeñada. Han alzado su voz y han hecho público su compromiso con la libertad cuando ha sido preciso.

Ahí están, sin embargo, esperándolos, las historias de los Semerucos, la violencia del 11 de abril, la lista de Tascón, la muerte de Maritza Ron; los comisarios; los insultos presidenciales, los hackeos de cuentas personales, la diáspora migratoria y los sabotajes orquestados a la UCV. Historias y dramas personales para ser contados a las generaciones que vienen detrás.

3 comentarios:

  1. Excelente tu texto, Alonso. Es la inquietud de erguirnos todos la que compartes con tanto ahínco. Es una campana de alarma, a tiempo, quizás, o antes de que empiece el último round. Julio.

    ResponderEliminar
  2. Muy bien descrita la situación que caracteriza el mundo cultural. El régimen ha creado situaciones y circunstancias que deben ser registradas y reflexionadas por autores inteligentes y comprometidos con la libertad.

    ResponderEliminar
  3. Chapeaux! Tu si escribes con verdad! Besos!

    ResponderEliminar