viernes, 29 de julio de 2011

Disparos fallidos (y patrominoniales) de una industria

(publicado en Urbe Bikini en junio)


Estudios dibujados, conversaciones insustanciales, sets con entrevistas, programas deportivos y enlatados colombianos. Salvo excepciones menores, ese es el panorama de la televisión nacional de hoy.

Se consolidó, casi sin que nos diéramos cuenta, hace poco menos de dos años, conforme le dieron a Radio Caracas Televisión la estocada por el cable e hizo su aparición aquel monumento a la nada llamado Tves.

La existencia de una industria televisiva vigorosa, capaz de reinventarse, con músculo para el ensayo y el error, como la que alguna vez tuvimos y algún día volveremos a tener, susceptible de ser criticada sin que le tengamos lástima, guarda relación directa, pienso, con un rasgo que encierra su propia paradoja: la abundancia de programas malos.

Se me antoja que la obtención de un kilometraje específico para obtener velocidad crucero en materia de calidad y frecuencia tiene relación con esta variable probabilística. Es una ecuación que puede ser extensiva al cine: está difícil que alguna nación alcance la madurez necesaria para optar a un premio como el Oscar si sus autores y su estamento técnico no han agotado antes suficientes cartuchos fallidos. La lectura gruesa puede hacer parecer esta disertación como una simpleza, pero, apostando la exquisitez de los matices en la extrapolación a la hora de interpretar, yo me arriesgo. Es un tema estadístico; las expresiones de calidad constituyen una muestra. Por cada cuatro o cinco películas infames, hará su aparición una excelente. Y el país que produzca cuatro o cinco seriados o películas anuales, difícilmente producirá algo de relevancia con excesiva frecuencia.

Usando esta coordenada como patrón –y esto lo digo sin el menor sesgo de ironía- podemos afirmar que, en términos históricos, la televisión venezolana ha hecho la tarea. Junto a sus contrapuntos de alto vuelo, que existen, la televisión venezolana ha logrado enhebrar algunas enternecedoras barbaridades, postales perdidas de nuestro abolengo, estampas disueltas en el aire del pop nacional. De carácter patrimonial. Descriptivas de nuestro perfil cultural.

Olimpia Maldonado y Napoleón Deffit con un sit com de fines de los años setenta: Los Pérez García. El humor Criollo de Perucho Conde y Veneranda: dos vendedores de empanadas que comentaban la actualidad política de entonces. Una secuencia de gags que constituían toda una canallada humorística llamada La Chistera, el más conspicuo antecedente de Bienvenidos. Gavimán: un superhéroe mapleto que imitaba al Chapulín Colorado: Emilio Lovera, Américo Navarro y otros. Trampolín a la Fama, con Pedro Montes: el verdadero precursor del American Idol. Amílcar Rivero de niño: Angelito, Panchito y Arturo y Juanito y El.

Pocos lo recuerdan ahora: luego de pelearse con Gómez Bolaños, Carlos Villagrán se vino a Venezuela a hacer unos seriados con secuencias humorísticas de factura parecida, que jamás nadie logró comprender. El Niño de Papel, Federrico y Kiko Botones.

La lista es extensa: La Inimaginable Imaginación; la Pandilla de los Siete; los últimos suspiros de Cuéntame ese Chiste. Telecómico, El Show de López, Morisquetas. Las peripecias de de una legión de extranjeros viviendo en Caracas, llamada Pensión OEA. Guillermo González y las hermanas Termini en Crecer con Papá. Residencias 33: todas las telenovelas habitando el mismo edificio en discutible clave de humor. Luego de pelearse con Joselo, Menéndez Bardón realizó con RCTV varios intentos de humor cotidiano. “Mami” era protagonizada por Carmen Julia Alvarez, Mary Carmen Regueiro e Imperio Zanmmattaro.

Un kilometraje rodado, que habla de una experticia: un derecho a equivocarse legítimamente adquirido, trabajado con el paso de los años, a partir del cual se fue gestando una identidad que no tiene sentido desconocer. La enumeración hecha, si lo vemos bien, le rinde tributo al carácter industrial de la televisión: seriados de alto y bajo calibre que han ido adobando la vida de generaciones y le dan sentido al criterio de la cultura de masas.

lunes, 18 de julio de 2011

Ciudadanos sin ciudades

(publicado en el portal prodavinci.com)


Alonso Moleiro


Exposiciones y fotografías, almanaques y guías, poemas y textos inspirados. Pensar en Venezuela es pensar en su naturaleza. Esa que creemos irrepetible y premiada por los dioses. La celebrada síntesis de las Américas: las mejores playas; montañas heladas; cascadas de vértigo, desiertos lunares; selvas asombrosas. El misterio de los tepuyes. El intricado delta. Las leyendas del llano. La glosa promedio de cualquier cronista inspirado. Si vamos a hablar de Caracas, suspiramos por el Avila. Si nos acordamos de Maracaibo, le cantaremos al lago.

Y está bien, podemos convenir que Venezuela tiene indudables encantos naturales. Habrá que ponerle algún reparo, sin embargo, a la pretensión de postularlos como únicos. Unicos son más o menos todos. ¿Existirá alguna nación que no sienta que en sus confines están todas las maravillas naturales disponibles?

No tenemos que llegar hasta Brasil. Casi cualquier país tiene razones fundadas para afirmar que es hermosa y derecho a suponer que esa belleza es única. Ecuador, por ejemplo, tiene unos Andes nevados con picos más altos que los nuestros; administra con decoro el porcentaje de la Amazonía que le corresponde y tiene en sus costas maravillas casi indiscutibles: difícil colocarle cotas comparables de exotismo a las Islas Galápagos. Puerto Rico está muy orgulloso del bosque tropical El Yunque; del sistema de Cavernas de Camuy y de sus bahías fosforescentes. Honduras atesora parte de la herencia del legado maya, tiene en las Islas Cisne una maravilla natural que se le aproxima a Los Roques y posee varios sistemas biodiversos selváticos interesantes, como el parque la Tigra. Colombia tiene dos cadenas portentosas montañosas, más grandes que las nuestras; salida a dos océanos y su ración de Amazonía.

Ese es el sortilegio del turismo. Más o menos en todos lados hay playas espectaculares, y montañas que quitan el aliento, y valles y cañones con vistas impresionantes, y artesanía digna de ser comprada, y un señor pintoresco que echa unos cuentos graciosos. En todos lados existen, los naipes con cierta frecuencia se repiten, y cada uno de ellos nunca dejará de parecernos – porque a su manera lo son- únicos.

La huella no vista

La verdad es que, como venezolanos, pocas veces hemos reparado en que las maravillas naturales que nos ponen a suspirar no constituyen, en modo alguno, un mérito que tenga algo de particular. Estamos felices, sin duda, de que estén ahí y nos pertenezcan. En cualquier caso podríamos congratularnos por mantenerlos limpios y conservarlos, cosa que tampoco hacemos con especial empeño.

Pero nada tiene de especial, si lo vemos bien, que nos cubramos con la bandera nacional ante unos atractivos que, después de todo, tienen ahí ya unos cuantos siglos. No hemos dispuesto absolutamente nada sobre su diseño y atractivo: sencillamente estructuramos una nación en torno a su existencia. Se trate de Playa Medina, del Salto Angel o del Pico Espejo.

Y, en contrapartida, mientras reverenciamos nuestras montañas y selvas, mientras más le cantamos a los ríos, mientras más bendecidos nos sentimos por las propiedades curativas de algunas aguas termales, mientras llevamos de la mano, orondos, al turismo internacional a que sepa de los Médanos de Coro, menos nos interesan nuestras ciudades.

No es demasiado lo que se les fotografía, ni lo que se les canta; no es excesivo lo que reflexionamos en torno a ellas. Rara vez nos planteamos nudos argumentales, polémicas apasionadas o preocupaciones trascendentes en torno al estado que presentan. No hurgamos en sus secretos; ni elaboramos circuitos turísticos en torno a ellas. No conocemos los detalles menudos de los edificios y monumentos que nos acompañan cotidianamente. A veces ni siquiera se conocen demasiado unas con otras. Ni siquiera el público ilustrado,

La que probablemente sea la nación latinoamericana con la densidad de población urbana más alta de la subregión, no sabe demasiadas cosas en torno a la existencia del Teatro Cajigal, ni de la Catedral de Ciudad Bolívar, ni de la Casa de las Ventanas de Hierro.

Es decir: el espacio que podría calibrar nuestra interpretación del entorno; la definición por excelencia del paisaje cultural –y de la palabra cultura-; la médula de cualquier concepto relativo a la cívica; lo que alguien denominó “la mas comprehensiva de las obras del hombre”, lo más venezolano que en realidad tenemos, puesto que esta sí que es una hechura nuestra, las ciudades de nuestro país, transcurren por nuestras vidas más como un trámite que como un encuentro feliz, válidas mientras sea necesario detenerse a echar gasolina, pertinentes en la misma medida en que por allá tengamos una tía a la cual visitar.

Hablemos, aunque sea mal

De momento casi todas las ciudades importantes del país pierden aceleradamente sus aires provincianos para irse “caraqueñizando”: grandes centros comerciales con opciones gastronómicas japonesas y catas de vino. Una modernidad disparatada y mal comprendida, que tiene arrinconada a las manzanas patrimoniales. Caos vehicular y delincuencia; anarquía y malos servicios.

Casi todas escasamente planificadas, renuentes, como Caracas, a ser recogidas a pie. Maracaibo, Barquisimeto, San Cristóbal, Mérida y Puerto la Cruz conservan algunas especificidades y encantos. Ciudad Bolívar y Coro, como Cumaná y Barcelona, con su legado histórico y su arquitectura, podrían ser dos envidiadas joyas del trópico antillano. Todas, particularmente estas dos últimas, presentan un descuido especialmente pronunciado: su atractivo es testimonial y el orgullo que podrían generar es apenas una hipótesis.

Se podrá afirmar que cualquier pretensión por hacer de los rincones de nuestras ciudades objetos de culto puede constituir, no sólo una quimera, sino una ociosidad: poco se obtendrá al fomentar una navegación sobre ciudades que, en cualquier caso, tienen límites muy concretos que no tiene sentido desconocer. A fin de cuentas es esta una sociedad joven, desplegada en una nación de mediano calado e historia reciente, que apenas en los años treinta del siglo pasado pudo dar pasos firmes para salir de la vida rural y la barbarie.

Puede que algunos encuentren discutibles estas reflexiones. Pienso, por el contrario, que no hay demasiado que objetar a este razonamiento. Como cualquier otra persona con algunas horas de vuelo en materia de viajes, podría reconocer sin problemas que ninguna ciudad venezolana es especialmente sobresaliente.

Esta circunstancia, sin embargo, no forma parte de una fatalidad inevitable. Hace mucho que en esta materia podríamos tener ya pantalones largos como país. Venezuela puede y debe diagnosticar descarnadamente la calidad y cantidad de su paisaje cultural.


Los espacios donde transcurren nuestras vidas


Sostengo que el estado de nuestras ciudades guarda una relación directa, no sólo con un desapego hacia las normas urbanas y un desconocimiento craso de las tradiciones y la historia, sino además con la ausencia de una masa crítica que se formule dilemas en torno a ellas y trace sobre sus cuadrículas un diagnóstico exigente.

La sociedad podría hacer mucho más en esta materia canalizando sus demandas ante el estado. No podrá mejorar nuestro entorno urbano si ni siquiera sabemos el peso específico de su valía, independientemente de sus cotas de modestia; si apenas ahora nos organizamos como sociedad para discriminar la existencia de un bien cultural. Para evitar que sea barrido por una conjura de empresarios analfabetas expertos en construir planicies para estacionamientos. Aludo a una interpretación que sobrepasa por completo las cuadriculas fundacionales, las plazas Bolívar y los edificios de gobierno.
El problema está en nuestras narices, pero es más profundo: me estoy refiriendo a las barriadas residenciales, a las zonas recreativas, a las avenidas cotidianas que le sirven de contexto a nuestra vida ordinaria. Ni siquiera estamos hablando mal de las ciudades venezolanas –cosa estaríamos perfectamente en capacidad de hacer- , no sea que alguien se nos ofenda: sencillamente las ignoramos por completo. Embelesados viendo lagunas y arrodillándonos ante montañas sagradas como única forma posible de concebir a este país.

Los cuarteles militares de Maracay –o la torre Sindoni-, el Obelisco de Barquisimeto –o el Monumento al Sol de Cruz Diez-, el entorno portuario de la Plaza Baralt en Maracaibo –o el obelisco de la Plaza la República-; las barriadas del norte de Valencia, la Plaza de Agua de Puerto Ordaz –o la Plaza del Hierro-, el Palacio Arzobispal -o el Parque Glorias Patrias-, de Mérida, la Marina de Lechería, en Puerto La Cruz; el Paseo Orinoco de Ciudad Bolívar, el sector Barrio Obrero de San Cristóbal, Puede que no sean comparables con los entornos sevillanos o las ensenadas de Oporto. Bien: ahí está la textura de la nación. La verdadera textura de este país.

“¿Desierto, selva nieve y volcán?”. Basta. Basta de rendirle pleitesía evasiva, con carácter de exclusividad, a los encantos de la naturaleza. Por disparatado que suene, propongo que, por una vez en la vida, nos olvidemos de la Isla de Coche y nos ocupemos de los edificios de San Bernardino. Ha llegado la hora de sopesar, conocer, diagnosticar, criticar, reparar y trabajar en torno a lo más venezolano que, como venezolanos, tenemos: nuestros plazas y pueblos, nuestros monumentos y ciudades. Los pasillos y corredores en donde discurre nuestra vida cotidiana.

domingo, 3 de julio de 2011

La historia de un relato que no se escribió jamás

Se enfrentó al reto de plantarle cara a las hectáreas vacías de una hoja en blanco, intimidado, al borde de la nada. Entre él y aquel glaciar disecado de límites precisos había un manojo de criterios, un glosario irregular de imágenes con aspiraciones de estructura, precariamente organizados en un esquema preliminar.

Esas ideas, que pujaban ansiosas por salir, cabalgarían sobre letras, esa particular forma de ponerle limites a la realidad del papel. Las letras eran un misterioso código perdido en la noche de los tiempos, a su manera, también como los números, una clave en secuencia, sobre el cual descansan las verdades reveladas desde el comienzo de la historia. Todo era cuestión de colocarlas en el orden correcto.

Como unidad básica de la clave informativa, las letras eran los maestros de ceremonia de la escenografía que le quería plantear a los ojos del lector. Agrupadas formaban palabras: batallones de letras que, vistas de forma modular, generaban frases y luego ideas.

Cada una de ellas tenía una cualidad sinérgica, que debía estar dotada de la fluidez necesaria para respetar con solvencia las exigencias del libreto: la gracia para regalarle a las gradas una filigrana improvisada, una gambeta que otorgara brillo a las reflexiones, entendida como figura literaria. Debían estar asistidas, además, de la maestría de la brevedad; el sentido métrico, casi musical, de los signos de puntuación, que acarician el discurso; el tono de infidencia del dialogo, la textura hiperreal de la descripción, la divertida transgresión de las onomatopeyas.

Pensó también que, además de la letra como unidad molecular de su discurso, el relato que se disponía a empezar debía tener precisión, esa indescriptible cualidad que otorga el sentido de la secuencia, que es a un relato lo que al cuerpo humano es la hemodinamia: la tensión arterial, la sangre y la savia en el cuerpo humano y la literatura, los elementos colocados en su puesto para sugerir con pertinencia un planteamiento, idear un nudo, hechizar a los ojos ajenos con la omnisciencia, desordenar los átomos temporales de una historia, perdidos en alguna parte y vueltos a ordenar, y sugerir un desenlace.

Los relatos, se decía, mientras mas cortos mejores. Un relato debe tener la eficacia de una canción: debe ser una unidad emotiva susceptible de ser vuelta a leer, limpio y sin fisuras, como una gota de agua. Su estructura debe estar embutida en sus entrañas con precisión de un relojero.

Sus cuentos tenían que estar algo más que bien escritos. Porque, a diferencia de lo que piensan algunos periodistas, escribir bien no es escribir. Una idea bien escrita no queda necesariamente escrita: sencillamente es la foto tamaño carnet de la realidad. Para que una idea no sea olvidada tiene que estar asistida de un espíritu subversivo que permita vulnerar la realidad. Un acto de audacia con fuerte anclaje en las emociones. Algunos lo denominan arte.

Con el cuerpo en máxima tensión, no dejaba de tener en cuenta la distancia inesquivable entre lo que puede ser y lo que es. Cuantas personas como él afrontaran el mismo dilema al intentar decir lo que piensan.

Sus letras y sus ideas no saldrían a hacer camping ante un entorno beatifico con talante comprensivo. Les esperaba un encuentro violento, un choque con el entorno en el cual había escasas posibilidades de sobrevivencia. Con frecuencia los relatos que viven en nuestras cabezas se almidonan, envejecen con implacable rapidez. Las mejores ideas hay que apurarlas en hacerlas salir, porque se endurecen como el pan.
Algunas tienen fotofobia: se eclipsan cuando ven la llegada de la luz.

Su corpus de intenciones, como tantos otros, podía concluir barrido sin misericordia
por las circunstancias. Flotaba sobre su cabeza el destino casi seguro de sus preciados razonamientos y sus historias: los comentarios poco entusiastas, bañados en el almíbar de diplomacia, de amigos y gente cercana; las saetas sardónicas y envenenadas, con seguridad hechas a sus espaldas, de algunos envidiosos que conoce de vista; la cordial indiferencia de las editoriales, la lectura apurada y el comentario de compromiso; las urgencias de la burocracia, el demonio burlón de la critica, la maldición del aplauso y el fantasma de posteridad, que impide a los demás de gozar del derecho elemental de expresarse razonablemente y con libertad.

Ya podía ver el final de sus relatos, - al fin y al cabo atados a una estructura de valores y afectos que el consideraba sagrada- , ultrajados por el juicio soez del carnaval de la calle, trajinados en fiestas, escarnecidos por el arlequín del ridículo, intimidados por la obediencia obligada a los premios, por la maldición del éxito, condenados al olvido por las mentes mas simples. La caída y mesa limpia en el casino del demonio de la suerte, a la espera del próximo usuario que quisiera jugar en la ruleta el delirio de ese fármaco del ego que denominan la fama.

Decidió entonces detenerse. No iba a exponer su obra al juicio temerario y descarnado de la jauría de la humanidad. Sus relatos no merecían un destino semejante antes de nacer. Sus relatos vegetaban suspendidos con plácida tranquilidad en los laberintos de su cabeza y él sabía que eran lo bastante buenos. Eso bastaba.

Pensó que, sobre la faz de la tierra, en las cabezas de muchos, había centenares, miles de ideas, de alquimias, de escenarios posibles, de realidades construidas y por construir, de símbolos y sensaciones, de verdades y transgresiones que nadie conocía. Algunas no serian conocidas jamás, y no por ello dejarían de existir.

Su ejercito de letras, su brigada de palabras, la clave genética que hacia posible sus razonamientos, la combustión que daba estructura a sus ideas, gestada en alguna parte, anotada en la memoria de la especie, como una huella digital, nacida para ser única e irrepetible, como el de todos los hijos de dios, pasaría a engrosar la lista, jamás revelada, alguna vez divulgada, de aquellos que, teniendo algo que decir, decidió guardar silencio.

viernes, 1 de julio de 2011

La historia de un relato que no se escribió jamás

Se enfrentó al reto de plantarle cara a las hectáreas vacías de una hoja en blanco, intimidado, al borde de la nada. Entre él y aquel glaciar disecado de límites precisos había un manojo de criterios, un glosario irregular de imágenes con aspiraciones de estructura, precariamente organizados en un esquema preliminar.

Esas ideas, que pujaban ansiosas por salir, cabalgarían sobre letras, esa particular forma de ponerle limites a la realidad del papel. Las letras eran un misterioso código perdido en la noche de los tiempos, a su manera, también como los números, una clave en secuencia, sobre el cual descansan las verdades reveladas desde el comienzo de la historia. Todo era cuestión de colocarlas en el orden correcto.

Como unidad básica de la clave informativa, las letras eran los maestros de ceremonia de la escenografía que le quería plantear a los ojos del lector. Agrupadas formaban palabras: batallones de letras que, vistas de forma modular, generaban frases y luego ideas.

Cada una de ellas tenía una cualidad sinérgica, que debía estar dotada de la fluidez necesaria para respetar con solvencia las exigencias del libreto: la gracia para regalarle a las gradas una filigrana improvisada, una gambeta que otorgara brillo a las reflexiones, entendida como figura literaria. Debían estar asistidas, además, de la maestría de la brevedad; el sentido métrico, casi musical, de los signos de puntuación, que acarician el discurso; el tono de infidencia del dialogo, la textura hiperreal de la descripción, la divertida transgresión de las onomatopeyas.

Pensó también que, además de la letra como unidad molecular de su discurso, el relato que se disponía a empezar debía tener precisión, esa indescriptible cualidad que otorga el sentido de la secuencia, que es a un relato lo que al cuerpo humano es la hemodinamia: la tensión arterial, la sangre y la savia en el cuerpo humano y la literatura, los elementos colocados en su puesto para sugerir con pertinencia un planteamiento, idear un nudo, hechizar a los ojos ajenos con la omnisciencia, desordenar los átomos temporales de una historia, perdidos en alguna parte y vueltos a ordenar, y sugerir un desenlace.

Los relatos, se decía, mientras mas cortos mejores. Un relato debe tener la eficacia de una canción: debe ser una unidad emotiva susceptible de ser vuelta a leer, limpio y sin fisuras, como una gota de agua. Su estructura debe estar embutida en sus entrañas con precisión de un relojero.

Sus cuentos tenían que estar algo más que bien escritos. Porque, a diferencia de lo que piensan algunos periodistas, escribir bien no es escribir. Una idea bien escrita no queda necesariamente escrita: sencillamente es la foto tamaño carnet de la realidad. Para que una idea no sea olvidada tiene que estar asistida de un espíritu subversivo que permita vulnerar la realidad. Un acto de audacia con fuerte anclaje en las emociones. Algunos lo denominan arte.

Con el cuerpo en máxima tensión, no dejaba de tener en cuenta la distancia inesquivable entre lo que puede ser y lo que es. Cuantas personas como él afrontaran el mismo dilema al intentar decir lo que piensan.

Sus letras y sus ideas no saldrían a hacer camping ante un entorno beatifico con talante
comprensivo. Les esperaba un encuentro violento, un choque con el entorno en el cual había escasas posibilidades de sobrevivencia. Con frecuencia los relatos que viven en nuestras cabezas se almidonan, envejecen con implacable rapidez. Las mejores ideas hay que apurarlas en hacerlas salir, porque se endurecen como el pan.
Algunas tienen fotofobia: se eclipsan cuando ven la llegada de la luz.

Su corpus de intenciones, como tantos otros, podía concluir barrido sin misericordia
por las circunstancias. Flotaba sobre su cabeza el destino casi seguro de sus preciados razonamientos y sus historias: los comentarios poco entusiastas, bañados en el almíbar de diplomacia, de amigos y gente cercana; las saetas sardónicas y envenenadas, con seguridad hechas a sus espaldas, de algunos envidiosos que conoce de vista; la cordial indiferencia de las editoriales, la lectura apurada y el comentario de compromiso; las urgencias de la burocracia, el demonio burlón de la critica, la maldición del aplauso y el fantasma de posteridad, que impide a los demás de gozar del derecho elemental de expresarse razonablemente y con libertad.

Ya podía ver el final de sus relatos, - al fin y al cabo atados a una estructura de valores y afectos que el consideraba sagrada- , ultrajados por el juicio soez del carnaval de la calle, trajinados en fiestas, escarnecidos por el arlequín del ridículo, intimidados por la obediencia obligada a los premios, por la maldición del éxito, condenados al olvido por las mentes mas simples. La caída y mesa limpia en el casino del demonio de la suerte, a la espera del próximo usuario que quisiera jugar en la ruleta el delirio de ese fármaco del ego que denominan la fama.

Decidió entonces detenerse. No iba a exponer su obra al juicio temerario y descarnado de la jauría de la humanidad. Sus relatos no merecían un destino semejante antes de nacer. Sus relatos vegetaban suspendidos con plácida tranquilidad en los laberintos de su cabeza y él sabía que eran lo bastante buenos. Eso bastaba.

Pensó que, sobre la faz de la tierra, en las cabezas de muchos, había centenares, miles de ideas, de alquimias, de escenarios posibles, de realidades construidas y por construir, de símbolos y sensaciones, de verdades y transgresiones que nadie conocía. Algunas no serian conocidas jamás, y no por ello dejarían de existir.

Su ejercito de letras, su brigada de palabras, la clave genética que hacia posible sus razonamientos, la combustión que daba estructura a sus ideas, gestada en alguna parte, anotada en la memoria de la especie, como una huella digital, nacida para ser única e irrepetible, como el de todos los hijos de dios, pasaría a engrosar la lista, jamás revelada, alguna vez divulgada, de aquellos que, teniendo algo que decir, decidió guardar silencio.