martes, 7 de agosto de 2012

Sobre el rostro de Bolívar

Me cuento entre quienes piensan que, en cualquier otra circunstancia, hubiera sido un interesante ejercicio usar las herramientas científicas y tecnológicas disponibles para desarrollar una aproximación lo más fidedigna posible al rostro de Simón Bolívar. La iconografía de algunos de los grandes venezolanos del siglo XIX está comprimida en aproximaciones de desigual calidad, y su fidelidad aparece condicionada y dispersa, sometida de forma irreversible a un compendio de circunstancias que rodearon la vida misma de algunas de estas personalidades, con frecuencia omitidas o desconocidas. La más importante de ellas, como sucedió con Antonio José de Sucre y Francisco de Miranda, la ausencia de tiempo y disposición, en virtud de las apremiantes circunstancias que rodearon sus vidas, para tomarse el trabajo de posar pacientemente ante los ojos de un retratista. Baste decir, a manera de ejemplo, que el rostro de Antonio José de Sucre que hemos conocido los venezolanos de este tiempo, y que toda la vida hemos dado por genuino, pertenece a óleos de Arturo Michelena que fueron hechos casi setenta años después de la muerte del Mariscal cumanés. Obras que incluyen la recreación de la muerte en Berruecos y el apacible rostro de mártir juvenil plasmado en los billetes purpurados de diez bolívares. No ocurre lo mismo, por ejemplo, con José Antonio Páez y Andrés Bello, a quienes la longevidad de sus vidas les hizo posible asistir a los primeros experimentos fundacionales de la fotografía. Sobre ellos hay daguerrotipos harto conocidos, tomados incluso de cuerpo entero. Sus rostros son esos; es una realidad incontrovertible sobre la cual no es posible tejer ninguna elucubración posterior. Los puntos ciegos que estoy describiendo, expresados en estas realidades contradictorias, presentan, desde una perspectiva técnica e histórica, en muy buena medida, obstáculos insalvables. Eso ha hecho posible que una cierta demagogia realenga de carácter secular trajine, para sus propios fines, con el objeto de distorsionar la percepción natural que sobre ellos podamos tener una vez que murieron. Un polvillo retórico que encierra objetivos de poder mucho más perversos de lo que a primera vista parece. Este vicio, como es natural, se afinca de manera muy especial en torno a Simón Bolívar. La discusión sobre su iconografía es bastante menos ociosa de lo inicialmente supuesto. A nadie debe sorprenderle que, si con su pensamiento político y su vida se ha ido ejecutando, en una década tras otra, monumentales y farsescos ensayos en una y otra dirección, colocándolo a deliberar frente a dilemas que no conoció y, en consecuencia, adjudicándole méritos que no tuvo, no se elaboren ejercicios, aparentemente inocentes, para retocarle el rostro y alinearlo en torno a cualquier subtexto discursivo de carácter ideológico. Todos apoyándose en la curiosidad natural de muchos venezolanos contemporáneos puedan tener en torno al ser humano más deificado de todo el subcontinente. De Bolívar hemos visto representaciones almibaradas y algo ridículas, que imitan el imaginario romano, como el busto existente en la Plaza Caracas. También tiene tiempo un debate sordo en torno al verdadero color de su piel: las versiones más estrafalarias, de un tiempo a esta parte, no sólo postulan que se trató de un sujeto mestizo o con raíces africanas, sino que además, como se ha afirmado recientemente, no nació en Caracas, sino en Capaya, muy cerca de Barlovento. Afirmaciones hechas desde las alturas del poder, comentadas muchas veces de forma casual, pero que traen consigo, sin embargo, una perversa maniobra de carácter populista, concebida para forzar circunstancias políticas del presente y falsear por completo la historia de Venezuela Poco importa, a estos efectos, la existencia de algunos materiales previos que pueden arrojar elementos concluyentes. El rostro de Bolívar pintado en Lima hacia 1828, con entradas, de perfil e inequívoco aspecto europeo, sobre el cual él mismo se encargó de dejar sentado testimonio de fidelidad al afirmar que ha sido elaborado “con la mayor exactitud y precisión”; o bien los acertados trazos que sobre la descripción de su rostro y su carácter doméstico dejara escrito Luis Perú Dellacroix en su célebre “Diario de Bucaramanga”. Asistimos, bajo sospecha, al desvelo de este Bolívar en trance de reencarnación, al que se nos quiere presentar ahora como la metáfora viva de una versión acabada y terminante de la historia nacional. Un Libertador que quiere ser presentado como una versión inequívoca: como si los átomos disueltos de la historia hubieran decidido realinearse para conseguir su explicación final en ciertas posturas del presente. El apellido de la República; la nueva estrella de la bandera. El cambio de postura del caballo del escudo. Toda la nomenclatura en torno a los mandos de las Fuerzas Armadas. El folletín, desmentido por los hechos una vez tras otra, en torno su fulano asesinato. Demasiados amagos, demasiada majadería simbólica. Una maniobra mal disimulada por tomarse una foto en torno a las fuentes originarias de la fundación de la nación. Suena demasiado a “la patria soy yo”. No es la primera vez que ocurre: al cadáver de Juan Vicente Gómez lo retuvieron todo lo necesario para que la fecha oficial de su muerte coincidiera con la de Bolívar. Nada especial ocurrió con su memoria luego de aquel 17 de diciembre de 1935.

2 comentarios:

  1. Esto pasará a formar parte de nuestra historia, y solo eso, no creo que intente sentar alguna otra cosa que polvillo...

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