Desde hace algunos años tiene lugar en el mundo desarrollado un hondo proceso de cuestionamiento hacia los cimientos doctrinarios del denominado fundamentalismo de mercado. Las desregulaciones financieras indiscriminadas, el comportamiento amoral de ciertos estamentos de la banca, las imposturas y engañifas del orden económico internacional actual.
miércoles, 30 de octubre de 2013
La crisis del fundamentalismo de mercado
Desde hace algunos años tiene lugar en el mundo desarrollado un hondo proceso de cuestionamiento hacia los cimientos doctrinarios del denominado fundamentalismo de mercado. Las desregulaciones financieras indiscriminadas, el comportamiento amoral de ciertos estamentos de la banca, las imposturas y engañifas del orden económico internacional actual.
viernes, 23 de agosto de 2013
Memorias de un hipocondríaco
Dejé atrás
la adolescencia, me puse a jugar con cierta literatura inconveniente, y, sin
nada más interesante que hacer, arribé a una flamante conclusión: que, al no
tener, hasta entonces, garantizada por nadie la inmortalidad, en una de esas yo
me podía morir.
Descubrir
la muerte me produjo, como es natural, un estado supremo de turbación. “De todo
esto yo soy el único que parte”, había dicho Vallejo. La finitud de mi
existencia me lucía entonces, y todavía hoy, no sólo un escenario apocalíptico,
sino absolutamente inconcebible, completamente inútil e injusto, desde todo
punto de vista contraproducente y espantosamente ausente de contenido. Una
contrariedad inaceptable y un desperdicio absoluto de recursos y posibilidades.
Implicaba la más afrentosa y desagradable, pero al mismo tiempo la más
inexorable de todas las eventualidades: que el mundo seguirá su curso, que cada
ser humano seguirá honrando el pacto cotidiano de sus rutinas y que nadie se
tomará mayores molestias en torno a mi memoria una vez que yo me evapore de la
faz de la tierra.
La
diferencia estribaba en que, a diferencia de lo que sucedía antes, protegido
como me sentía por el salvoconducto emocional de la niñez, la muerte entonces
comenzaba a lucirme mucho más factible de concretarse. Se trataba de que el sol
despuntara y se pusiera; que las personas cruzaran el rayado de las calles; los
autobuses recogieran y soltaran pasajeros; los presidentes tomaran decisiones y
dictaran decretos; los sindicatos levantaran y desmontaran huelgas; los
mundiales de futbol comenzaran y concluyeran; los noticieros ofrecieran sus
novedades; que nuevas las telenovelas llegaras a sus capítulos finales, y que
mis amigos, cada sábado, se reunieran a beber cerveza. El mundo continuara su
marcha y yo ya no lo podría vivirlo.
Negado a
buscar muletas o palancas de autoayuda, cometí el peor de todos los errores posibles:
concurrí a consumir exponentes de la literatura que hayan cruzado trances
similares respecto a la eventualidad de morir. Se suponía que con ello
intentaba buscar inspiración, recrear mi tristeza y paliar la sensación de
orfandad que entonces se apoderaba de mí. Lo único que les debo a todos es
terminar metido en fosas de tormentos relativamente similares a la que alguna
vez ellos cursaron, pero sin sus obras y su celebridad. Preguntas sin respuesta
sobre el sentido de la vida, navegación voluntaria en relatos opacos y
pesimistas, poesía para sujetos en trance de morir, visitas compulsivas al
espejo, pellizcos autoinflingidos; revisión obsesiva de lunares, búsquedas, sin
norte ni objetivos específicos, de morados y hematomas; comezones y ruidos a
medianoche. Preguntas a mis amigos, y a algunos doctores, que quisieron hacerse
pasar por casuales, en torno a mis niveles de flacura o de palidez.
Conjuguemos el mantra de la paz
Los
umbrales de la vida suelen traer consigo noticias. A los quince años las
muchachas entran a la edad de merecer. A los treinta, muchos hombres y mujeres
comprenden que la infidelidad forma parte de la vida y ejercen el sexo sin
culpas. A los cuarenta, algunas parejas de divorcian. A los sesenta, ciertos
adultos prolongados se ponen a perseguir, a veces con éxito, todo tipo de
muchachitas. A los veinte, en mi caso, sin anuncios formales, sin tenerlo
previsto, sin saber qué tan honda iba a ser la magnitud del vocablo, sin tener
a la mano un protocolo de procedimientos para afrontar la crisis, la
providencia escogió cual sería su fórmula para atormentarme de manera selectiva
y oportuna: me volví hipocondríaco.
Quiere
decir esto que, sin habérmelo propuesto, contraté una especie de dispositivo
digital de falsas alarmas; un tinglado de mariachis para arruinar mis momentos
felices; una suerte de escuadrón terrorista de carácter interno que decidió
declararme la guerra.
20 años
ininterrumpidos caminando en el laberinto de espejismos de enfermedades en
calidad de proposición. Veinte años sintiendo malestares, imaginando
desenlaces, interpretando prescripciones y conviviendo con sospechas. Veinte años
evadiendo mareos, pulsaciones y espasmos. Veinte años pidiéndole a los demás
silencio para ver si escuchan los mismos ruidos que escucho yo. Veinte años fabricando malestares estomacales
y dolores de cabeza. Veinte años
conversando con médicos, desactivando complots, aprendiendo términos nuevos. Veinte años leyendo remedios, visitando
farmacias, soñando disparates y viendo radiografías. 20 años leyendo revistas,
escuchando historias ajenas, buscando el significado de la palabra
“Hematocrito”. No cometeré la pedantería
de postular, con tono de poeta en trance lírico, que han sido Veinte años de dolor. El asunto es menos
encumbrado: quizás se trate de veinte años de dolores. Peor: veinte años de
dolorcitos.
El
hipocondríaco es un sujeto que no conoce la paz. Su existencia está cruzada de
hipótesis. Pero, a diferencia de otras dolencias de la psique, habitualmente de
carácter resignado y autodestructivo, la paz es en todo momento un horizonte a
remontar: trabaja activamente para poder conquistarla. Perseguir la paz, como
el chivo que va tras el señuelo de la zanahoria, se convierte en un modus
operandi. Cuando ya el médico le explicó la causa de su perturbación, y le
parece que la tiene en sus manos, la paz, ese bien inestimable de tres letras,
tan esquivo y mezquino, toma oxígeno para alejarse de nuevo. Sus átomos se
desintegran y se materializan de nuevo como promesa 20 palmos más adelante en
calidad de espejismo. Su vida se vuelve un loop: no tiene paz, pero quiere la
paz y persigue la paz ya que no lo deja vivir en paz.
Los
hipocondríacos necesitan que todas las variables de su existencia estén
cubiertas bajo el manto de un orden militar para poder desarrollar a cabalidad,
sin temor a ser traicionado por los hados, su derecho a ser feliz.
Su perturbación
existencial se expresa en dolencias de carácter figurado. Está condenado, en
consecuencia, a coexistir con una secuencia de síntomas que siempre serán
suficientemente elocuentes como para ser obviados, pero que, al mismo tiempo,
rara vez serán del todo concluyentes como explicárselos de forma coherente a
los demás.
La responsabilidad social del hipocondríaco
La variable
de hipocondríacos de la cual formo parte está representada por sujetos en
apariencia bastante coherentes. Personas incapaces de automedicarse,
conocedoras, en el trazo grueso, de términos médicos elementales, disciplinadas
con los imperativos de salud. Pacientes concienzudos, que tienen muy presente
la importancia de no molestar; escrupulosos seguidores de las recomendaciones
clínicas. Tipos que se pueden apropiarse de vocablos prestados, como
“hemodinamia” o “síntomas indeterminados”, y que, además, resultan ser bastante
perspicaces para darse cuenta de la ausencia de foco en terceros cuando éstos
evidencian alguna inquietud. No rehúyen el tema: muy por el contrario, escuchan
y orientan a los demás con serenidad y dominio.
Mi debut en
estas lides constituyó toda una entrada por la puerta grande en la recreación
del disparate: a principios de los años 90 reparé en que jamás en mi vida había
usado condones. A falta de mejores opciones, los demonios de mi inconsciente se
conjuraron para presentarme la hipótesis de tener sida, la única enfermedad
realmente incurable de aquellos años, el rey de todos los reyes en materia de
sufrimiento, la más temida de todas las eventualidades: el pasaporte para
transitar un camino abreviado a una muerte humillante y segura.
Si la
enfermedad era contagiosa, y, de acuerdo a lo que decían en todos lados, se
estaba expandiendo; si quedaba claro, desde hacía rato, que no era éste un mal
exclusivo de homosexuales o drogadictos; si hasta con un beso, decían, el
bacilo podía incubarse, ¿Cómo era que yo no podía tener Sida? De poder, por
supuesto que podía. ¿Quién me había dicho a mí que tenía comprado el salvoconducto
de la impunidad? ¿Cómo podía ser posible
que hasta entonces no me hubiera planteado ni remotamente las implicaciones de
su riesgo? ¿Cómo podía obrar de forma tan desprevenida e irresponsable?
No existía
internet; no había “preguntas a mi médico”; no estaban disponibles los mensajes
de texto para importunar galenos ocupados. Mis padres no tenían tiempo para
discutir eventualidades remotas. Mis amigos y mi hermano se reían. Tocaba
informarse por ahí, como quien no quiere
la cosa, intentando construir con torpeza conversaciones informales para arañar
información; fabricando argumentos para leer afiches del servicio social y guías de orientación médica en las farmacias
para drenar la ansiedad. Sintonizar los pocos canales de televisión entonces
disponibles para saber cuales eran los síntomas del Sida.
El tablero de alarma de los síntomas
Los temores
sobre la posibilidad de tener Sida en un año como 1991, como cabe suponer, se
diluyeron de forma relativamente breve. Lo que sí llegó para quedarse a partir
de entonces, en cambio, fue el eje, la baza, el punto de condensación que hizo
posible la navegación de todos los martirios posteriores: la exploración, hasta
sus últimas consecuencias, de las implicaciones del vocablo “síntomas”.
No se me
había ocurrido hasta entonces la más elemental de todas las evidencias: que las
enfermedades humanas tienen expresiones específicas, que la ciencia ha ido
clasificando en función de su gravedad y frecuencia a partir de ensayos y
errores. Variables que se superponen, se retroalimentan, se agazapan y a veces
se mimetizan. Que se manifiestan con total brusquedad o florentina sutileza. Más
me valía aprenderme los fundamentales para que no me fuera a tomar alguno
desprevenido.
Era obvio:
cada enfermedad, curable o incurable, traía consigo un portafolio de evidencias.
Algunos de ellos ya los había sentido en ocasiones anteriores: fiebres,
disneas, somnolencias o toses. Podían ser la expresión de indisposiciones sin
importancia, que era como casi siempre las había tomado en el pasado, o el
resultado directo de una terrible dolencia de intrincado pronóstico que
acechaba agazapada.
Fue como si
todas las luces de un tablero se prendieran al mismo tiempo. Se desplegaba ante
mí aquella consola de eventualidades de letalidad variable. No
podía explicarme cómo era posible no haber pensado en eso antes. La complejísima maqueta de enfermedades del
hombre, envueltas bajo el perverso sortilegio de las probabilidades
estadísticas, enzarzadas en un laberinto a veces incomprensible, tenía un hilo
conductor: los síntomas. Un nuevo universo, señuelo de carácter variable,
aproximadamente metafísico, en ocasiones diáfano e inequívoco, a veces
coincidente, se apoderó entonces de mi vida: el laberinto de los síntomas y sus
charadas existenciales. El estudio, la proyección, la interpretación de los
síntomas. Halé una cabuya y descubrí
otra dimensión. La vida es bella. Somos humanos. Nos vamos a morir. Y tenemos
síntomas.
Pero no fui
yo el que fue por los síntomas: los síntomas vinieron por mí. A partir de
entonces han ido desfilando de forma secuencial en mi vida. Mientras un nuevo
cuadro ansioso de carácter conspirativo quedaba conjurado, inmediatamente hacía
su aparición el siguiente.
La segunda
crisis tuvo lugar por aquel entonces, poco después de conjurada la hipótesis
del sida: un terrible dolor de cabeza, completamente inédito hasta entonces en
toda mi vida. Una cefálea ubicada en la parte posterior izquierda, que se
extendía hasta la frente y halaba de forma insólita mi cuero cabelludo.
Síntomas parecidos a lo que entonces pensé era un tumor cerebral. Un tumor a
los 22 años, como el que atacó en 1962 a Stuart Sutcliffe, el primer bajista de
Los Beatles. Moriré, pensaba entonces, joven, calvo y delgado, aturdido por
dolores de cabeza, escuchando sonidos y viendo doble.
Dolores.
No tenía un
tumor: tenía un dolor muscular en la prolongación que tiene el
esternocleidomastoideo en la cabeza. Aquello era producto de la tensión.
Voltaren y a descansar. El próximo.
Hace rato
que era tarde. No había por entonces sistema de miembros motores y nerviosos al
cual, ya de forma involuntaria, no le estuviera haciendo un barrido mental para
enviarle señales e identificarle síntomas.
Sospechas
que se expresaban en mareos, pulsaciones o ruidos, en lipomas sebáceos o
irritaciones, pero sobre todo, como ha quedado dicho, en dolores. Dolores de
ganglios, dolores axilares, dolores de costillas. De clavículas, de hombros y
espalda. Dolores articulares, dolores de cuello, dolores de orejas, dolores de
entrepierna. Dolores detrás de las orejas, dolores de dedos, en manos y pies,
dolores de tobillos. Dolores en la lengua y de encías. Dolores al momento de
tragar. Dolor en la garganta. Dolores de rodillas, de la pelvis. Dolores de pecho. Dolores insinuados de carácter
conexo: en la espalda, en alegoría a los pulmones; en el coxis, aludiendo a los
riñones. Debajo de las costillas, presionando al colon. De cuello, insinuando
ganglios. Dolores cardíacos: en el lado
izquierdo, simulando un infarto verdadero, y en el lado derecho, en acto
fallido, proponiendo un infarto falso.
Los
desordenes emocionales entraban en vigor, anunciando casi siempre una temporada
indeterminada de estadía, de la misma manera: tendiendo una emboscada justo en
ese instante en el cual nada relevante está sucediendo. Los domingos, los días
de fiesta, las navidades, las vacaciones: esas son las fechas favoritas del Dios
de la alarma falsa. En algún momento desaparecían.
Existía una
fórmula tradicional para desencadenar una nueva crisis: escuchar en diagonal,
valga decir que de forma involuntaria, historias clínicas de otras personas. La
señora que se fue a hacer un chequeo de rutina y tenía minados los pulmones; la
regresaron para su casa. El tipo que se afeitaba y rompió un lunar hasta
hacerlo sangrar y le dio la bienvenida a su vía crucis. El tío de una amiga del
portugués, que se venía recuperando, se comió sus hallacas en diciembre, y que
cuando todos pensaban que saldría de esa, tuvo una violenta e irreversible
recaída. El loco aquel al cual lo traicionó la próstata por andar negado a
hacerse la prueba del tacto rectal. El primo de un amigo del vecino de abajo,
que le dijo a la esposa en una tienda que la esperara un momentico, que ya
venía, que se iba a sentar en el banco aquel porque estaba cansado, y que lo
encontraron tieso con un infarto en la silla.
Cada uno de
esos cuentos se las arregló para pasar dejando el aroma de un recado macabro de
inspiración germinal: mantente alerta, puedes ser el próximo. Cada enfermedad imaginaria sugerida tenía un episodio
siguiente en calidad de continuación. Durante los primeros años, transcurriendo
los noventa, los episodios fueron interminables. Visitas a psiquiatras, con el
correspondiente uso de antidepresivos, y extensas conversaciones sobre la duración
y el sentido de la vida, las relaciones familiares, la infancia, la
aproximación a la muerte, el significado de las probabilidades en la
estadística, la salud, el disfrute y los placeres.
En los
tiempos más difíciles hubo que lidiar con el desarrollo de, incluso, tres
cuadros sintomáticos imaginarios de carácter simultáneo. Un dolor de colón
extendido e impertinente; una molestia en la parte baja de la cadera con
ramificaciones en la pierna y una tensión entre el pecho y la espalda de
carácter cíclico, acompañado de disneas. Cuando iba a hacer su aparición el
cuarto síntoma, terminaba concluyendo que era imposible estar enfermo de tantas
cosas a la vez mientras era capaz de caminar por la calle y trabajar todo el
día. La conjetura estalla en mil pedazos, en virtud de que no había cama para
tanta gente: un solo cuerpo no resiste tantos planteamientos. Por un tiempo
podía retornar a cierta apariencia de normalidad.
Con el
objeto de ayudarme a atenuar mi crispación, mi primer psiquiatra me propuso una
vez una fórmula que aún hoy no deja de parecerme curiosa: colocarme en la
muñeca un legajo de ligas y propinarme golpes con ellas cada vez que me viniera
a la cabeza algún pensamiento lúgubre, alguna escena de dolor de otras personas
en calidad presencial o alguna sospecha de enfermedad. Parece que era esta una
técnica del conductismo muy usada tiempo atrás Las ligas se vencían con rapidez ante cada
sesión de autoflagelamiento; a poco andar aquellas pulseras de oficina perdían
toda su fisonomía para volverse flácidas y lastimosas. Para que la duración de
ellas se extendiera, procuraba entonces obtener algunos ejemplares de
composición gruesa. El golpe dolía el doble; los pensamientos quedaban
ahuyentados. Regresaban por las noches.
El médico: mi otro yo.
La del
hipocondríaco es una dolencia crónica, que puede crecer o atenuarse con el paso
del tiempo. Como ha sido mi caso, puede domeñarse parcialmente en la misma
medida en que uno comprenda los alcances de la somatización y termine por
aceptar la partida de dominó que esta jugando el subconsciente usando como
mantel ese tejido de carne, hueso y nervios que es su humanidad. Quien piense
que la tiene dominada, sin embargo, debe saber que cualquier brisita
desprevenida e inocente de carácter casual puede activar de forma súbita una
nueva y severa combustión a lo ancho de su corteza cerebral.
Conviene
anotar algo: para poder ejercer un dominio relativo sobre el potro desbocado de
los síntomas, para aprender a saludarlos y dejarlos pasar, existía una
condición fundamental con carácter de requisito: no haberse muerto antes de
alguna de las enfermedades planteadas en calidad de supuesto.
En la
puesta en escena de todo hipocondríaco con fundamentos hay otro actor, que a
veces hace de policía, a veces de juez, que le sirve de palanca, árbitro,
compañero de viaje, padre severo y alter ego: el médico. En la casa solemos
llamarlo “el doctor”. Casi siempre trabajará al lado suyo en calidad de aliado,
presto a deshacer el entuerto, como una especie de “second” que lo espera en la
esquina para indicarle qué hacer, no sin ir cultivando, con el paso del tiempo,
una relación personal trazada por paradojas.
Los
médicos. Estos inextrincables sujetos que escuchan imperturbables los relatos
más dantescos mientras terminan de completar un crucigrama; delicados con el
idioma, porque están de servicio – “¿está usted evacuando correctamente?”. Con un talento sobresaliente para proponerle
de forma casual una conversación sobre Nelson Merentes y la devaluación del
bolívar cuando la auscultación llega a al momento decisivo. Entran de lo más
simpáticos luego de las operaciones; saludan a su familia y lo miran a usted, pobre
recién operado: es necesario curucutearle otra vez el abdómen. Nunca le dirá
que fue lo que descubrió. Intercambiándose sofismas, usando acrónimos, revisando
fotos espantosas mientras meriendan gelatina, echando chistes y hablando mal de
la suegra mientra cosen de regreso a un recién operado, desglosando
radiografías que nadie entiende. Atendiendo cada tanto llamadas desencaminadas
que usted, y tipos como usted, tienen para él en calidad de ofrenda con el
objeto de adobarle la tarde cuando el volumen trabajo está insoportable:
Doctor, disculpe la cosa, no lo quiero molestar: tengo dos semanas con un dolor
debajo de la costilla ¿Dónde es que queda el páncreas?”
Los
médicos, que cuando eran estudiantes, dice la leyenda, fueron casi todos
hipocondríacos, caminan por la vida con esa particular característica: rodeados
de un enjambre de tipos como usted y como yo. El juramento hipocrático, claro, esa
especie de impuesto sobre la renta moral que les impuso la sociedad en sus
estados funcionales. Algunos pacientes los persiguen como moscas con el zumbido
de preguntas reiterativas de carácter fútil. Consultas que no siempre podrán
pagarse, dudas reiteradas que se empeñan en reaparecer a pesar de que ya fueron
explicadas una y otra vez. Si a algún sujeto histórico es el responsable de que
los médicos, a diferencia de los ingenieros y los abogados, tengan que llevarse
el trabajo para su casa, ese es el hipocondríaco.
El
hipocondríaco lo llama, el médico lo escucha, lo revisa y le dice, no vale, eso
no es nada, si te duele no le pares. El doctor le recuerda al paciente que el
hipocrondríaco se puede enfermar. Ser hipocondríaco no constituye salvoconducto
ante eventualidad alguna.
Google, mi otro médico.
La
globalización abrevió algunas diligencias y le puso al hipocrondríaco su ración
correspondiente de sobreinformación. Los hipocondríacos siempre quieren saber.
Paradojas del progreso: ahí tenía frente a sí a esa concreción terrenal de “El
Aleph” llamada Google. Desembarcaba en nuestras vidas un cargamento infinito de
contenidos para saciar la urgencia más apremiante o alguna recomendación vital
de carácter estructural. Inmediatez e
hiperrealidad. Fotos, reflexiones, experiencias compartidas, textos,
advertencias, foros. Aparentemente ya no sería necesario interceptar a galenos
ocupados en emergencias, ambulatorios o puestos de socorro con un planteamiento
forzado y repentino. No sería preciso pellizcar atropelladamente conversación
con el farmaceuta para ponerle contexto a un conjunto de datos.
La verdad
es que herramienta de Google, como todas las herramientas, trae la huella
digital en sus dientes. En lo tocante a estos dominios, es la expresión más
acabada de lo que entendemos por un arma de doble filo. Google puede en primer término, cómo no,
aclarar equívocos concretos y ponerle contexto a informaciones de carácter
superficial.
Quién se
anime, sin embargo, a caminar en los impredecibles pantanos de las metáforas de
la medicina –“ganglio centinela”; “intercurrencias agudas”; “bordes
fastoneados” debe saber que, si cava demasiado hondo, y se descuida, se expone
a quedar acorralado entre tres o cuatro hipótesis siniestras, abriéndole a lo
que de seguro será una tórrida recuentas de preguntas sin respuesta,
superposición de teorías y mortificaciones de dimensiones variables.
Amigos,
esposa, padres y hermanos. Conocidos y desconocidos: todos se ríen de muy buena
gana cuando han tenido que escuchar alguna de estas historias. Se acercan, con
cierta condescendencia, con algo de dulzura, con un punto de hartazgo: hasta
cuando, vale, no tienes nada, todo está bien, déjanos en paz, no te sabotees la
felicidad, qué pasó con el psiquiatra. La vida es algo más que un puñado de
síntomas.
Lo cierto
es que alguno de ellos nos irá llevando a todos, uno a uno, a pasear a un lugar
que no podremos recordar jamás.
miércoles, 10 de julio de 2013
periodismo, literatura y opinión pública
Evitar
pronunciarse sobre los temas de fondo, cultivar una relación aproximadamente
neutra con todas las fuentes, mimetizarse en el fragor de la calle, ganarse la
confianza los jerarcas del poder para poder aproximarse a sus dominios, hacer
de la equidistancia una norma de vida.
Tomar nota de las posturas apasionadas y de los personajes díscolos, con
la pasión de un retratista, con el objeto de obtener los insumos para poder
materializar los más completos perfiles y las más ambiciosas crónicas.
Es un modus
operandi muy extendido, y absolutamente legítimo, en algunos los grandes
reporteros del mundo entero. Disolverse como una granda fragmentaria silenciosa
entre los rugidos de las multitudes; cavar, lo más hondo que lo permitan las circunstancias,
para obtener una muestra condensada y fidedigna de la comprensión de los
procesos.
Digo que es
“absolutamente legítimo”, porque no deja de ser esta una opción personal. Varios
de los estamentos más populares y estructurantes del ejercicio del periodismo
están comprometidos con la pasión por describir. Adulterar los contenidos de un
reportaje con adjetivos descolocados y aproximaciones con sesgo constituye uno
de los caminos más conspicuos para degollar una nota. En muchas sociedades y
contextos puede ser procedente convertirse en una especie de llave maestra;
cultivar relaciones con universos antagónicos, y priorizar, a continuación, la
depuración de la técnica y el desarrollo adecuado de la pluma para completar
las mejores entregas.
domingo, 5 de mayo de 2013
Sin fracasos no hay progreso. (Reflexiones sobre "el éxito")
Políticos y
empresarios “exitosos”; gerencia “de éxito”;
“las claves para conseguir el éxito”.
Obtenga el éxito, repítase ante el espejo que usted tiene éxito, cuente
su éxito en diez pasos, multiplique por cinco su éxito; descifre el arte de
alcanzar el éxito, explíquele a los demás que usted tiene éxito. Háganos creer
que usted sigue siendo el mismo muchacho sencillo de sus inicios luego de hacer
realidad el éxito.
No hay tópico
que obsesione más al mainstream global y no hay lugar común más consolidado en
la industria editorial que este de forzar un catecismo cotidiano sobre la
importancia del éxito.
Cotidianamente
hacemos una apuesta porque aquellos elementos emocionales que integran nuestro
credo salgan a la calle a librar una batalla para coronar su objetivo. En la
vida hacemos nuestras causas que nos vamos encontrando, nos apropiamos
sentimentalmente de objetivos que consideramos loables; ocupamos espacios que
sentimos próximos y nos vamos identificando nuevos horizontes por conquistar.
Con toda la pasión y la subjetividad con la cual un ser humano es capaz de encarar
las cosas.
Veo con
alguna frecuencia a muchos “exitosos” demasiado enamorados de la meta; no tan
pendientes del trayecto que debe remontar como corredor. Excesivamente
interesados en salir retratados en la postal de los exitosos. Se supone que las
luchas que libramos todos los días se despliegan con el objeto de honrar un
credo, de concretar una aspiración muy sentida, de hacer realidad un sueño.
Razonamiento que debe descanar sobre una manera estructural de ver las cosas:
la relación entre el esfuerzo y los resultados trae consigo una tensión,
traducida en pasión humana, que sobrepasa largamente esa interpretación tan
pobre y bidimensional de la realidad.
¿Qué es el
éxito? ¿Cuánto dura? ¿Cómo se mide? ¿Existe un desafío a los dioses más
desafortunado e inocente que ese? Se me
ocurre ahora que, por el contrario, no hay aproximación más fiable a la
conquista de un haber personal que contraponerlo con la otra cara del éxito: el
fracaso. La única medicina conocida para asentar el aprendizaje de los hombres.
La verdadera palanca del progreso, la dosis de humildad y sabiduría que debe
acompañar toda ambición humana en este enmarañado universo de voluntades
superpuestas. Una verdad universal que
consigue su expresión en el método científico; el único que ha hecho progresar
objetivamente a la humanidad: el ensayo y el error. Sin fracasos no hay progreso.
Olvidemos
por una vez el carnaval del éxito. Escuchemos, más bien, historias de grandes
fracasos: Miranda, Van Gogh, Abel, Espartaco, Edith Piaf, Héctor Lavoe, José
María España. Gracias a las ofrendas de sus metas irrealizadas entendimos que
la vida no es un juego de volibol. El mundo no sería igual sin sus legados. Sin
esa aproximación poetizada de los dramas humanos: el enorme peso cualitativo
que implica aprender a luchar por aquello en lo que uno cree. Con independencia
del resultado.
jueves, 4 de abril de 2013
Mujeres, estética y diplomacia
“Puedes
mejorarla”. Nunca se lo dije, pero pasé varios días pensando en las
implicaciones y el contenido implícito de aquella respuesta perfecta. Era
difícil conseguir una fórmula diplomática más acertada: no estoy colocándole
juicios de valor ni adjetivos ofensivos a la nota; ni haciendo uso de la
siempre invocada, pero nunca aceptada, palanca de la sinceridad, afirmando con
todas sus letras que, en efecto, la nota no me gustó mucho. Simplemente te cedo
el espacio interpretativo para colocar la baza exacta de su calidad, y a
continuación te exhorto a que sientes las bases de un efectivo desarrollo de
sus potencialidades. Puedes mejorarla. Eres bueno, pero la nota no.
Es casi
imposible ser absolutamente honesto con una mujer que te pida opinión sobre un
peinado, el uso de una linaza o el debut de unas mechas sin exponerse a pasar
un desagradable mal rato. Disgusto este que, a la postre, va a incluir una
severa autocrítica, en clave de reprimenda, por andar ofendiendo la autoestima
de los demás. ¿Cómo se la va a ocurrir a uno, que no es precisamente la versión
contemporánea de Espartaco Santoni, andar haciéndole sugerencias que cuestionen
los gustos de una mujer?
viernes, 15 de febrero de 2013
Bienvenido al Todavía
Toda la
vida me han hecho gracia las maromas retóricas que ejecutan mis tías cuando
ilustran el devenir vital de alguna amiga en común: “no niña, si esa es una
mujer joven: no debe pasar de los 84 años”.
El tiempo
pasa, para ellas y para todos, y lo que entendemos por “juventud” comienza a
experimentar, primero, una curiosa -y hasta divertida- metamorfosis, y luego,
supone uno, una inaceptable imposición de las circunstancias. Somos los mismos;
nuestro empaque cerebral está en el mismo sitio, por mucho que la llegada de
las canas y las arrugas del rostro nos lo desmientan.
En la
juventud extrema, la idea que reina sobre la adultez como condición, puede
verlo uno ahora, es una auténtica caricatura. Sobre los 19 años, el dictamen no
ofrecía duda ninguna: alguien que pisara los cuarenta años estaba condenado a
ser irremediablemente un viejo. No había posibilidad de prueba en contrario.
Hoy, consumado el arribo, aunque jamás en la vida podría postular la ridiculez
de que todo lo “juvenil” me compete, me siento todavía, sin embargo, una
persona joven.
“Joven”,
aunque haya bandas de rock nacional que ya me quedan lejos y proliferen lugares
nocturnos que no conozco. Aunque los productores de mi programa de radio, que
apenas pasan los 20 años, no supieron jamás de la existencia de un sitio de
moda en Caracas hasta antier nomás, como Al Trotte, ni de un grupo como Daiquirí
Y aunque la
capacidad física no sea la misma; las canas hagan su debut, el cuero cabelludo comience
mostrar fisuras similares a la sierra del Imataca y el desagradable vocablo
“urólogo” ande merodeando cada diciembre, el terreno de los cuarenta se
presenta como un fértil campo en el cual la humanidad le puede dar la
bienvenida a la palabra libertad. Después de todo, se me antoja que es en las
actuales circunstancias es que podemos hacer el más acabado uso de eso que
denominan el libre albedrío. Es rondando los cuarenta años que un individuo
comienza a disfrutar de aquello que aspiraba a los 20. Aquello que, por entonces,
creía que tenía y que en realidad no tenía.
Sobre los
cuarenta años le damos la bienvenida a las máculas personales con entera serenidad.
Aprendemos a aceptarlas y a vivir con ellas. Todo lo que nos metemos a la boca
es sopesado alguna vez con los horarios, pero el disfrute de los placeres
escogidos es ya definitivamente libérrimo. De hecho, la expresión “placer
culposo” entra en los cuarenta en una severa crisis.
El peso del
entorno se aligera; los chismes se vuelven intrascendentes; hasta flojera
produce sentir envidia de los demás. Los
amigos se mantienen, pero se depende mucho menos de ellos. Discutir y pelear se
convierte en un evento mucho más infrecuente: con la gente se pelea en caso de
fuerza mayor. El matrimonio se va transformando en una sociedad vital: yo mismo
no puedo creer que hoy soy capaz de afirmar que no concibo mi vida si no es
casado. El hogar es un auténtico centro de operaciones. Pernoctas playeras en
carpas, veladas con minitecas, “gaitazos” en el Poliedro, concursos de baile;
viejos conocidos, alguna vez amigos, que se volvieron insoportables, fiestas de
disfraces. Uno no se cala lo que no le gusta. El perfil trazado sobre la
identidad personal se transforma en un diagrama indeleble. Si alguna vez lo hicimos,
jamás lo volveríamos a hacer.
La vida no
la “tenemos por delante”, es cierto. Yo no puedo afirmar, como Luis Miguel en
la balada aquella, que “me sobra juventud”. Soy un joven con apellido: se llama
todavía. Dejaré de serlo en algún
momento para quedar empanizado en la madurez. Ya no importa.
Es que ese
es el detalle: la vida, las promesas básicas del trayecto vital, esas que nos
figuramos en la juventud inicial, ya están aquí. Muchas de ellas, si nos
portamos bien, han llegado para quedarse. No hay cosa más imprudente que tener 19 años.
martes, 22 de enero de 2013
Israel y el derecho divino
Alonso Moleiro
La comprensión precisa del conflicto judeo-palestino podría resumirse en una sentencia: por muy justificada que sea su causa, ningún pueblo puede pretender echar a andar su historia y levantar un estado sobre las cenizas de otro.
En los centros del liberalismo burgués europeo se ha ido expandiendo con el paso de los años una justificada alergia hacia toda manifestación cultural fundamentada en la exacerbación del nacionalismo, como sabemos una de las enfermedades más conspicuas de la política en este tiempo.
No sería necesario que nos vayamos tan lejos: en el entorno profesional en el cual nos desplazamos resulta sencillo ridiculizar por “patriota” cualquier sesgo de conducta que haga un énfasis excesivo hacia las obligaciones que como ciudadanos debemos a los estados nacionales en los cuales vivimos.
La obsesión edípica hacia “la patria”, esa abstracción antojadiza tan cara a los militares, si alguna vez tuvo plena vigencia durante el auge republicano de finales del siglo XIX y principios del XX, hoy nos luce, con toda razón, rocambolesca, ridícula, excesiva, desbordada de lirismo: un estorbo al albedrío personal como condicionante que ejerce prelación sobre las demandas de participación popular y una de las conquistas máximas de la civilización.
Por supuesto: resulta muy sencillo reírse ante los desmanes retóricos que se construyen en torno al destino de las naciones si ya tenemos una en la cual asentarnos y desarrollar nuestras vidas. Sin moneda nacional, con el desplazamiento interno limitado, con familias divididas; sin el control total de sus recursos naturales; con escuelas, sembradíos y comercios arrasados por la guerra; hacinados y bloqueados económicamente, con la prohibición de salir de su país, salvo con permiso de Israel, con excesiva frecuencia sin trabajo y sin horizontes de ninguna clase, resulta sencillo imaginarse que el pueblo árabe de la palestina histórica, el otro que forma parte de la disputa planteada en aquel pedazo de tierra, suspiraría por un hálito de humor para reírse de aquello que desde este lado del mundo nos luce técnicamente un deporte.
Después de todo, “patriotas” han sido, durante todos los tiempos, aquellos que, no teniendo patria –un marco jurídico en el cual tener una identidad cultural personal y colectiva, con unos derechos y unas obligaciones que nos permitan concretar nuestras aspiraciones materiales, espirituales o intelectuales- luchan por crearse un marco nacional para poder existir como ciudadanos.
La tragedia del proyecto nacional palestino –un pueblo que, como el hebreo, tiene muchos años viviendo en la zona- no es un invento: de hecho, entre ellos tiene un nombre: la nabka. “Catástrofe”, el eclipse de una ciudadanía con derechos y deberes que tuvo lugar a partir de las decisiones de Naciones Unidas en 1949.
II
Con bastante frecuencia hemos escuchado loas, muchas veces justificadas, en torno a la historia fundacional del estado de Israel: ese proyecto nacional levantado con el auspicio de la ONU contra viento y marea por un puñado de emprendedores en el medio del desierto, que vino a restituir la dignidad de uno de los pueblos más acosados del planeta, y de los más prolíficos y talentosos, recién concluido el holocausto nazi.
Soy de los que piensa que en 1949 la humanidad saldó, además, una deuda histórica con el pueblo en el cual nació uno de los faros religiosos del mundo. Si alguna vez hubo en el mundo una causa justa, por la humanidad sentida, con toda seguridad, fue la del hogar nacional judío.
Un país, todo hay que decirlo, que en poco tiempo alcanzó cotas envidiables de desarrollo económico y científico y edificó una sólida democracia parlamentaria en medio de un océano de impresentables satrapías. Que garantiza los derechos del cerca de millón y medio de árabes que dentro de ella residen, ciudadanos israelíes por derecho propio. Ellos tienen, incluso, una representación en el Knesset, el parlamento local.
Los defensores de la causa de Israel en el mundo, y esto incluye a su capítulo venezolano, suelen presentar a ese país como una isla civilizada en la cual el racionalismo democrático occidental se bate contra el oscurantismo musulmán y el extremismo de izquierda, encarnado en este caso en los terroristas palestinos: ese incomprensible legajo de fanáticos que parecen egresados del medioevo, complotados por definición en contra de la libertad, tan susceptibles como crueles; traficantes de toda laya; sádicos, asesinos e irracionales. Las tonterías que con las que alguna frecuencia el universo conservador occidental disimula con hipocresía su asco a la diferencia.
Incluso ahora, en mientras se desarrollaban los bombardeos a Gaza, algunas voces respetadas de la escena nacional no pudieron escapar de la simpleza: Israel puede tener sus historias, pero se trata un inobjetable estado democrático que está llevando adelante una acción tan justificada como necesaria: está castigando a un puñado de terroristas ejerciendo el derecho a la defensa.
III
Resultó que cuando llegó la hora de hacer realidad el sueño ya existía una apreciable comunidad árabe con décadas y siglos viviendo ahí. Un estorbo del cual era necesario deshacerse, cuando tocó fundar el país, provocando o procurando su marcha con la descomunal diáspora de entonces. Una comunidad a la cual, además, Naciones Unidas le había asignado franjas de territorio que Israel ya consideraba suyas. A fin de cuentas en Cisjordania y otros recovecos de aquella zona remota no viven seres humanos, con familias e hijos, sino un puñado de terroristas opacos y repugnantes que odian el progreso por puro deporte.
No es cierto que en la sociedad que está cobijada bajo la precaria Autoridad Palestina se asientan únicamente terroristas e integristas islámicos. Esta es una afirmación extremadamente frecuente en este lado del mundo, fomentada de forma interesada por círculos amigos del sionismo en los Estados Unidos –como todo el mundo sabe, padrino y protector de los intereses israelitas en el universo de la diplomacia.
En la sociedad palestina coexisten tendencias encontradas y visiones claramente discrepantes de lo que debe ser el estado con el cual sueñan (y al cual tienen, también, perfecto derecho). Así como hay promotores del islamismo chií, aliados con el Hezbollah del Líbano, amigos de Irán, expresados en Hamas y otras organizaciones realengas, existen activistas e intelectuales liberales y democráticos, organizaciones obreras, ligas profesionales y grupos ciudadanos, justificadamente ofendidos ante las terribles simplificaciones que diariamente se elaboran sobre el islamismo en los medios de comunicación occidentales. Se expresan en partidos políticos en Cisjordania y tienen múltiples correlatos civiles. Son partidarios resueltos de acordar con Israel un marco digno para la coexistencia en un contexto en el cual prive el respeto mutuo y la no agresión.
El más conocido de ellos probablemente es Eduard Said, brillante polemista y compacto intelectual que vio pasar sus días sin poder concretar la aspiración de tener una nación propia, ridiculizado por la derecha ortodoxa judía, y que con su pluma presentó una convincente pelea para desmontar el chantaje propagandístico del lobby judío que ejerce el control de los medios de comunicación en los Estados Unidos –y que, en consecuencia, domina a placer las emociones de la opinión pública internacional: este según el cual el emprendedor e inobjetablemente democrático estado Israel se juega su futuro ante la barbarie fanática, y que con sus procedimientos militares se está limitando exclusivamente a defender a sus ciudadanos. No será posible comprender en toda su dimensión la complejidad del contencioso árabe israelí sin la lectura de dos de Said: “Nuevas crónicas palestinas” y “Cubriendo el islam”
Porque, en resumidas cuentas, si el extremismo islamista ha podido expandirse con rapidez, especialmente en la franja de Gaza, es porque, confinados en un espacio de tierra que ocupa apenas un tercio de lo que comprende la peninsula de Macanao, viven apiñadas más de un millón de personas, sometidos a un asfixiante asedio comercial, policial y militar. El integrismo es también, por eso, tristemente, una promesa de redención nacional.
IV
Tampoco es aceptable pretender que indignarse al contemplar los excesos militares de Israel –a fin de cuentas, un poderoso estado que enfila sus baterías ante una comunidad notoriamente más pobre y más débil- forme parte de una conflagración antisemita, amiga del terrorismo o cómplice de inconfensables intereses enemigos de la libertad.
(Bien visto, el término es banal por donde se le mire: los árabes también pertenecen el tronco linguístico semita)
No pueden los defensores de Israel invocar el debate civilizado, defender el racionalismo occidental, exigir distancia del fanatismo antidemocrático, recordarnos a Golda Meier, espantarse ante las milicias palestinas de cara cubierta, y, al mismo tiempo, proponerle al resto de la humanidad, por mampuesto, que la solución que tienen los palestinos que ahí vivían bastantes décadas atrás de 1949 es emigrar todos a Jordania. Poco más o menos eso fue lo que le dijo Slobodan Milosevic a los albaneses del Kosovo.
No se sostiene, en términos éticos, la famosa Ley del Retorno: esa que, bajo el amparo de occidente, ha permitido a muchos judíos de todo el mundo cumplir con el justificado deseo de fijar su residencia en Israel mientras, por el otro lado, impide a cuatro millones de palestinos regresar a lo que eran sus hogares y los de sus abuelos.
No deja de ser una ironía: en Venezuela existen muchos activistas y analistas que, justificadamente escandalizados, denuncian los excesos del gobierno de Hugo Chávez en el cumplimiento de sus deberes democráticos ante los sistemas hemisféricos. Todos los llamados de Naciones Unidas para que Israel cumpla la legalidad internacional y respete el fuero político de los asentamientos palestinos ocupados en 1967 han sido olímpicamente ignorados por una nación que tiene de padrino al país más poderoso de la tierra. “Forajidos”, por supuesto, siempre serán Sudán, Siria, Somalia. Los países “feos”; los enemigos de occidente. A nadie se le ha ocurrido pensar cuanto de “forajido”, por ejemplo, puede tener un sujeto como Avigdor Liberman, el actual canciller de Israel.
Por lo demás, la discusión sobre el proceder del estado judío, sus estrategias militares, sus bombardeos selectivos, el control militar sobre los territorios palestinos ocupados, las vedas en el uso de su mar territorial, los muros de hormigón y check points entre sus ciudades, los secuestros y torturas de sus activistas, el cañoneo de sus residencias y la demolición de sus escuelas, la toma de los espacios políticos que le corresponden, tienen lugar en el seno de la propia sociedad israelí, que tiene una democracia en la cual, afortunadamente, estas discusiones están permitidas.
El panorama político hebreo tiene importantes sectores ultraortodoxos y conservadores, –el más importante de ellos, el bloque Likud, está en este momento en el poder-, pero en ella también subsisten organizaciones progresistas laicas, pacifistas, vinculadas el universo profesional y obrero, críticas del estado actual, irritada con las interpretaciones unilaterales y violentas del actual gobierno judío. Amos Oz, probablemente el escritor israelí más respetado en el mundo, por ejemplo, es uno de ellos. También, en el extrarradio, Mario Vargas Llosa –amigo personal de Shimón Peres, entre otros políticos locales; devenido en uno de los críticos más contundentes de Israel en esta hora.
Particularmente descriptiva es, a este respecto, la postura de Gideon Levy, por años reportero del influyente rotativo Haaretz. Desafiando las posturas más intransigentes de sus compatriotas, soportando amenazas de calibre diverso, y exhibiendo una enorme dosis de coraje cívico, Levy no sólo ha publicado estremecedores trabajos en los cuales se da cuenta de las familias mutiladas, los hogares destruidos y los duros rigores del bloqueo que practica su país a la Franja de Gaza, sino que, incluso, ha asistido a foros europeos para condenar la situación con todas sus letras.
V
No considero al estado de Israel, como sí muchos de sus enemigos, una impostura del capitalismo internacional ni un artificio fabricado para prolongar los intereses de los Estados Unidos en el Medio Oriente. Es difícil cuestionar la legitimidad de origen de un proyecto nacional concebido para darle cobijo a los miembros de una de núcleos culturales más antiguos del planeta. Que ha podido construir, además, en muy poco tiempo, una inteligente interpretación de las tradiciones que fundamentan su credo junto a las ventajas de un estado parlamentario moderno.
Tampoco tiene sentido desconocer el memorial de agravios y hogares enlutados que los ciudadanos de Israel coleccionan en su conflicto, primero con la OLP y luego con las organizaciones palestinas de data posterior a la segunda Intifada. Las dolorosas cicatrices de un contencioso que, visto en todo su contexto, parece administrar el grueso de las tensiones de la política internacional moderna. Lo autobuses que han volado por los aires asesinando a ciudadanos inocentes en Tel Aviv y Haifa; los obuses disparados desde Gaza en contra de sus ciudades o la espeluznante matanza de los atletas de la delegación Olímpica de Munich en 1972. Tampoco he querido ofender a los integrantes de la comunidad hebrea venezolana, con varios venezolanos notables entre sus filas, integrantes conspicuos de la cosmópolis nacional de la cual siempre he estado tan orgulloso.
Pero en resumidas cuentas, ya que hablamos de democracia, ya que nos importa la civilización, ya que creemos en los parlamentos, las soluciones racionales, los partidos políticos y las soluciones negociadas. Ya presumimos respetar la diferencia. Ya que, en resumidas cuentas, las naciones están integradas por seres humanos y nos espanta la barbarie irracional, va siendo hora de que la comunidad judía del mundo comprenda que, así como Hamas, Israel no le puede imponer su voluntad a millones de personas inocentes invocando las disposiciones del derecho divino. Que el derecho de los palestinos a tener un estado es, hoy, una causa tan justificada como el que hizo a los judíos soñar con el propio en los años de Teodoro Herzl. Que los asentamientos progresivos en Cisjordania no están justificados, y mucho menos los crímenes a inocentes perpetrados en la Franja de Gaza.
Para eso fue que Naciones Unidas concibió, en 1949, la creación de dos estados. Dos estados con ciudadanos que convivan en paz bajo la mirada comprensiva de Dios. Un Dios que, de acuerdo a lo que tengo entendido, tutela la vida y el destino de todos los seres humanos.
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