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Desde hace
algunos años tiene lugar en el mundo desarrollado un hondo proceso de
cuestionamiento hacia los cimientos doctrinarios del denominado fundamentalismo
de mercado. Las desregulaciones financieras indiscriminadas, el comportamiento
amoral de ciertos estamentos de la banca, las imposturas y engañifas del orden económico
internacional actual.
Por
supuesto que el malestar es la consecuencia directa de la debacle financiera
que tuvo lugar en los Estados Unidos y muchas naciones europeas a partir del
año 2008. Una circunstancia que ha incubado una fundamentada sensación de
estafa en la opinión pública de muchas de esas naciones, y que se expresa,
entre otras muchas variantes, en los títulos que pueden observarse en las
librerías de sus ciudades.
En “El
malestar de la Globalización”, por ejemplo, Joseph Stiligtz elabora un
inteligente retrato del perfil cultural y los hábitos de conducta ciertos funcionarios
económicos globales: perfiles culturales tallados con plantilla; perfumados y
prepotentes, pagados de sí mismo, necesitados, sobre todo, de una dosis de
ignorancia. Absolutamente desconectados de los contextos sociales y políticos
en los cuales se han desempeñados como asesores. Sujetos con una aproximación
insular al conocimiento, que condicionan los prestamos a las naciones en crisis
al seguimiento dogmático y descontextualizado de unos fundamentos económicos
que, en cualquier caso, no son nada inocentes y no han resultado tan efectivos.
Stligtz
hace un énfasis especial en el caso más bien poco comentado de la Rusia de los
años de Boris Yeltsin. El espacio postsoviético fue invadido en los años 90 por
un atajo de mercachifles vinculados a las finanzas que en todo momento
recomendaban voltear la mirada al gigante transiberiano. Nos lo presentaban
como una nación que obtenía 20 en conducta en materia macroeconómica. Una “oportunidad para la inversión y los
negocios” que desmanteló el aparato productivo de aquel país, incluyendo a su sistema financiero, y colocó
el grueso de los intereses de la sociedad en mano de un puño de empresarios
mafiosos beneficiados por el antiguo dirigente comunista. Pórtico perfecto para
la posterior asunción del repugnante Vladimir Putin: dirigente que, con todas
sus taras, logro restituir la gobernabilidad en su país y le devolvió a los
rusos el poderío geopolítico perdido. Una historia similar se merece Domingo
Cavallo en Argentina.
Hay, por
supuesto, otros autores, muy citados y comentados en este momento, que claman
por el regreso de una dimensión ética en el comportamiento del capitalismo
moderno. Todos parecen suspirar por el regreso de los tiempos de Bretton Woods:
el rescate de la dimensión mixta de la gestión de gobierno; la restitución del
protagonismo del estado como ente regulador de los intereses parciales y
garante de la voluntad general en las sociedades. Que la política no deje sola
a la economía y las finanzas en la arquitectura de gobierno de los países. El
regreso de la mística a la gestión política.
George
Soros, con su “Globalización”, y Jeffrey Sachs, con “El Precio de la
Civilización”, también han aportado interesantes puntos de vista a este
apasionante debate. Este último enjuicia con severidad la impunidad con la cual
calificadoras de riesgo y banqueros estafaron a la sociedad estadounidense,
expresa sin tapujos su decepción con la timorata gestión de Barack Obama, y se
queja con acritud del secuestro de los intereses colectivos que grandes
corporaciones vinculadas a la industria militar, petrolera y bancaria ejecutan
todos los días en ese país. Sachs clama por el regreso de los tiempos de Paul
Samuelson, su maestro, gran economista estadounidense de los años 60, emblema
del keynesianismo en el mundo.
Incluso Mario Vargas Llosa, probablemente uno de los
diez intelectuales más completos del planeta, ha ido atenuando con el paso de
los años su entusiasmo en torno a la conducta civilizadora del capital, el
individualismo acrítico, la pasión por la sabrosura y el dogma de fe, prescrito
en clave de comunión, de la pastilla retórica del “estado mínimo”.
La
Civilización del Espectáculo”, su polémico y aclamado último ensayo, también da
cuenta de una honda inconformidad con el actual estado de cosas en la cultura
de masas y opinión pública mundial. A Vargas Llosa le irritan parte de las
claves cotidianas del mundo moderno, muchas de ellas de una innegable matriz
neoliberal. La decadencia del compromiso
civil, la compostura silenciosa de los intelectuales, la ausencia de contenido
del debate público, la irremediable banalidad de parte de la industria del
entretenimiento. Expresados, a mi parecer, en una frase aparentemente muy
inocente que todos los días tenemos
parada al lado de nuestros oídos: “la importancia de la calidad de vida”. El mantra de la contemporaneidad; el piso
conceptual que necesita aquel que decidió que nadie se debe tomar molestias
adicionales por nada. Vargas Llosa ve con prevención “la idea temeraria de
convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos”: que el
norte sagrado y exclusivo de todo el mundo sea exclusivamente pasársela bien. “La civilización del espectáculo” constituye una especie de revisión en clave
política de su cada vez menos visible fe neoliberal.
Ninguno de
ellos está planteando la supresión de las economías de mercado, el quebranto
del fuero personal, el derecho a viajar por el mundo ni el fin de la televisión
por cable. Son voceros muy alejados del colectivismo o cualquier acto de
espiritismo leninista. Han sido los primeros en postular que las sociedades
abiertas y la cultura de la libertad son bienes irrenunciables en la fragua de
la civilización. Huelga decir que son cuatro de los autores más importantes de
este momento en toda la industria del pensamiento moderno.
Elementos
para la reflexión, informaciones que produce el entorno, nuevos insumos para
revisar los fundamentos del mundo de hoy. Circunstancias sobre las cuales debe
tomar nota ciertas aproximaciones del liberalismo criollo.