sábado, 1 de enero de 2011

Un paso antes del camino hacia la nada

(publicado en la revista Climax en octubre de 2010)

32 pescadores estuvieron a punto de morir de hambre y de sed al quedar varados en alta mar regresando de Los Testigos hacia Margarita. Una agonía de más de 72 horas en la cual tuvieron que beber de su propia orina y donde cada ingesta de comida se las tenía que ver a posteriori con el embate de las olas en alta mar



En yates o lanchas de pequeño y mediano calado, un viaje desde Juangriego al archipiélago de Los Testigos se toma de cuatro a seis horas. Los peñeros de los pescadores margariteños, frecuentes visitantes de estos islotes, surcan el recorrido en dos.

Apropiarse de las dimensiones universales del océano, descifrar sus descargas emocionales y sus respingos nerviosos, abrir rutas sobre los índigos dominios insondables, helados y ajenos, de alta mar, ha sido uno de los signos distintivos vitales de cualquier pescador margariteño durante generaciones.
Cumple Margarita, a estos efectos, su condición tutelar de isla mayor en el Caribe venezolano: sus habitantes han dominado por décadas la vida de todo islote o peñasco perteneciente a las Dependencias Federales y frecuentan el trato con puertos en las pequeñas repúblicas vecinas.
Los entornos culturales vinculados al mar no son siempre, aunque lo parezca, una circunstancia endosable de manera automática a todo habitante de una isla. No es el cubano, por ejemplo, un pueblo particularmente navegante, ni el pescado el visitante más frecuente a su mesa.
Los margariteños, sin embargo, se han encargado de desarrollar esa aptitud hasta sus últimas consecuencias. Saltan al agua con o sin brújulas en búsqueda de pescados clasificados por ellos al mayor y el detal, oteando el horizonte, aplicando el conteo manual de minutos, afinando la larga distancia y orientándose por la posición de las estrellas para saber a qué horas salen y dónde se ubican.
Durante los primeros días del mes de septiembre del año en curso, 32 personas, tripulando los peñeros “Juperluis”, “Duberjosé y “Mi Refugio”, partieron al filo del alba desde estos islotes para regresar a casa. Un “procedimiento de rutina” que los traía de vuelta luego de celebrar las fiestas religiosas en honor a la Virgen del Valle en el único villorrio de aquella entidad federal. De manera súbita, el parpadeo cromático de una tormenta eléctrica les nubló todo el horizonte. Cuando los pasajeros vieron a los habitualmente serenos conductores presa de una inédita ansiedad supieron que estaban a punto de perderse. O que estaban perdidos, que viene siendo lo mismo. Disueltos e indefensos en la inmensidad del mar.
La cortina de una tempestad
Se les había atravesado lo que los pescadores llaman una “manguera”: un remolino de viento similar a un tornado que desató una pequeña tormenta y tiñó de plateado todo el entorno, nublando la visibilidad y volviendo el paisaje inescrutable.
Quedaron las tres embarcaciones a la deriva, sin horizonte a la vista: sin saber si al avanzar estaban retrocediendo. El interregno lluvioso duró lo suficiente como para producir el equívoco y luego desaparecer. En la mañana de aquel viernes ya había regresado el sol, y el entorno ofrecía un irónico contrapunto: un mar límpido y sereno, con una claridad radiante, todavía tibia, y ningún elemento de juicio que les permitiera ubicarse en aquella inmensidad. La tormenta, culpable del extravío, había quedado atrás, el día estaba perfecto para irse a la playa, pero aquel contexto, habitualmente tan familiar, había barajado el juego. Les había traicionado.
“Perdido”, en este caso, constituye la peor de las malas noticias. Con la gasolina en cuenta regresiva, es una condición doblemente trágica: quiere decir sin derecho a pedir un teléfono, a detener a un transeúnte para recapitular el nombre de una calle o a llamar a algún familiar para explicar las causas del retardo. Sin recodo en el cual apoyarse. Literalmente suspendidos en la nada.
Jack London y la Virgen del Valle
La deriva de aquel viernes no tardo en hacer sentir sus rigores. Con el correr de los minutos, como todos los tripulantes lo preveían, las horas de la mañana perdieron la cordialidad: comenzó a imponerse la dictadura de un sol abrazador, omnipresente y sin matices de ninguna especie sobre los cogotes de aquellas almas.
Los conductores hacían lo posible por administrar la gasolina con eficiencia, mientras, ya completamente desesperados, buscaban algún perfil ante aquel uniforme paisaje que, si alguna vez fue familiar, hace rato les había desconocido. En ese ínterin, intentando alternar el uso eficiente de la exigua gasolina con los antojos de la corriente, uno de los peñeros, “Mi Refugio”, se había separado por completo de los otros dos. Nadie alcanzó a darse cuenta.
Los tripulantes de los otros dos peñeros llegaron a figurarse que los tripulantes de “Mi Refugio” habían encontrado el camino a casa. Por las dudas, decididos a correr la misma suerte, los respectivos capitanes dispusieron atar las dos embarcaciones restantes. Amarradas ambas para encarar las mismas circunstancias, quedaron a unos dos metros de distancia, corriendo en llave, como un sidecar acuático, mientras alternaban cadenas de rezos con crisis de vómitos. La noche ya se insinuaba. La gasolina se extinguió por completo de forma sucesiva en las tres embarcaciones
No quedaron registrados, a lo largo de este episodio, llantos, ni escenas de histeria, ni crisis de nervios. Según parece, aquellas horas fueron sobrellevadas con una serenidad a prueba de balas y un optimismo casi insensato. Se impuso en todos una especie de convención implícita: los designios de la fe iban a hacer su trabajo. La Virgen no iba a abandonarlos. Para hacerlo, sin embargo, lo primero que la madre de Cristo les pedía, de acuerdo a lo que interpretaban, era que, como en el relato de Jack London, ofrecieran muestras inequívocas de amor a la vida. Volcados por completo a rezar, muchos de ellos se comportaron como si no estuviera pasando nada especialmente grave. Como si, fondeados con un ancla, estuvieran aguardando por unos amigos para culminar alguna faena.
La sensación de orfandad, que se evidenciaba en los rostros de los conductores de las dos embarcaciones, sin embargo, helaba la espina dorsal de la tripulación. No hacía falta que mediaran palabra alguna para saberlo. No había forma de conciliar la serenidad ni el sueño si los encargados de orientar a aquellos pasajeros se mostraban tan irremediablemente perdidos y desesperados como los demás. Así cayó la primera noche.
Comer y beber en alta mar
Unos seis niños formaban parte de la tripulación: dos de siete y nueve años, junto a otro de 11. Dos estaban en trance de dejar la niñez, pero claro que no eran adultos: tenían 13 y 15 años. La apariencia de normalidad que dominó aquellas interminables horas estuvo, además, forzada por la necesidad de no atemorizarlos.
Y en esos términos, estos pescadores, ahora en calidad de náufragos, también con varias señoras mayores a bordo, hicieron, dentro de la tragedia, de tripas corazón ante aquel entorno que estaba a punto de devorarlos. Construyeron un techo de plástico improvisado para defenderse de los excesos de las lluvias y de la inclemencia del sol. Sacaron del fondo de los botes toda el agua de mar que se acumulaba e improvisaron unos catres para intentar dormir. En uno de los dos peñeros, alguien reparó en que, en sus alforjas, provenientes de las fiestas de Los Testigos, quedaba pasta, que podría ser frita, y restos de chivo, que fue salado con el agua del mar. La reserva de las embarcaciones traía consigo una pequeña cocina a gas. La escasísima agua disponible fue reservada para los niños.
Sin embargo, no todos comían, ni bebían ni dormían. La vigilia de la madrugada fue repartida en horas de guardia por los adultos mayores. Dos aletas de tiburones fueron avistadas en las cercanías. Algún chubasco nocturno interrumpió el sueño de la tripulación varada en un fin de semana opaco y sin claro de luna. Algunas mujeres, azotadas por las náuseas, no quisieron volver a comer. Los adultos intentaron saciar su sed con métodos menos ortodoxos. Primero lo intentaron con agua de mar con limón y azúcar. Luego bebieron su propia orina: aquello se acercó bastante a una sensación de alivio. Todos tuvieron que defecar ahí mismo.
Con entera impunidad, el segundo día se disponía a transcurrir sin noticia alguna. Dos embarcaciones grandes, en tiempos sucesivos, fueron divisadas a la distancia. Los tripulantes hicieron toda la bulla posible para ablandar sus corazones solicitando auxilio y un rescate. La alegría que supuso verlas duró el mismo tiempo que su desplazamiento por la retina de los pescadores. Nadie, y ellos lo sabían bien, quiere detenerse en estos tiempos a auxiliar a desconocidos en alta mar. Abundan relatos, en circunstancias y parajes insólitos, de piratería y asaltos.
Dios llego batiendo unas hélices
Aunque algunos alentaban la esperanza de toparse por accidente con alguna prolongación de Araya o Chacopata, intentando interpretar el desarrollo inercial de las corrientes, el pánico y la desesperanza ya minaban el corazón de todos. Todos lo pensaron, nadie lo dijo: un día más en aquellos barcos era sencillamente inconcebible.
Los rezos en cadena continuaban. En voz alta se daban ánimos, confiando todavía en que la sola fe en la existencia y la voluntad inquebrantable de vivir serían recompensadas de alguna forma. Seguros de que en cualquier momento obraría el milagro de la Virgen. Los días tórridos y secos habían sido sucedidos por noches lóbregas e interminables.
Entrada la tarde del domingo, por fin, se apareció la Virgen dejando recados: dos imponentes helicópteros de la armada que tronaron desde lo alto, rompiendo con estridencia el silencio mortificado, peinando el mar con sus hélices. Tenían rato buscándolos, les informaban, la pérdida que tuvieron era ya noticia nacional, sus familiares angustiados ya estaban en contacto con las autoridades y el propio Ministro del Interior y de Justicia encabezaba las investigaciones.
Fue entonces que supieron que el tercer bote, que suponían ya en tierras margariteñas, y en cuyas diligencias posteriores cifraban parte de sus esperanzas de ser buscados, ubicados y rescatados, seguía varado y con paradero desconocido. Poco después, con todos sus tripulantes sanos y salvos, fue avistado en las cercanías de las costas de Trinidad.
Se marcharon los helicópteros con la promesa de traer ayuda. Media hora después hizo su aparición un buque de la armada para recogerlos. Sólo entonces supieron cuán insolados y deshidratados, cuán maltratados, cuán cerca de la muerte habían estado, mientras, apenas cinco minutos antes, se aferraban a la improbable tesis, a la absurda esperanza de que una costa caprichosa de tierra firme detuviera aquella marcha hacia la nada.
Todavía hoy, semanas después, ya en sus casas, pasado el susto, normalizadas sus vidas, recuperado el dominio habitual sobre el mar, muchos de ellos no dejan de pensar cómo fue posible haberse mantenido tan optimistas habiendo estado tan cerca de la muerte.
Una muerte lenta y agónica, en la cual aquellos pájaros inocentes y lejanos que les acompañaban a la distancia, haciendo poesía, habrían asistido a un funeral improvisado pero en calidad de comensales

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