lunes, 18 de julio de 2011

Ciudadanos sin ciudades

(publicado en el portal prodavinci.com)


Alonso Moleiro


Exposiciones y fotografías, almanaques y guías, poemas y textos inspirados. Pensar en Venezuela es pensar en su naturaleza. Esa que creemos irrepetible y premiada por los dioses. La celebrada síntesis de las Américas: las mejores playas; montañas heladas; cascadas de vértigo, desiertos lunares; selvas asombrosas. El misterio de los tepuyes. El intricado delta. Las leyendas del llano. La glosa promedio de cualquier cronista inspirado. Si vamos a hablar de Caracas, suspiramos por el Avila. Si nos acordamos de Maracaibo, le cantaremos al lago.

Y está bien, podemos convenir que Venezuela tiene indudables encantos naturales. Habrá que ponerle algún reparo, sin embargo, a la pretensión de postularlos como únicos. Unicos son más o menos todos. ¿Existirá alguna nación que no sienta que en sus confines están todas las maravillas naturales disponibles?

No tenemos que llegar hasta Brasil. Casi cualquier país tiene razones fundadas para afirmar que es hermosa y derecho a suponer que esa belleza es única. Ecuador, por ejemplo, tiene unos Andes nevados con picos más altos que los nuestros; administra con decoro el porcentaje de la Amazonía que le corresponde y tiene en sus costas maravillas casi indiscutibles: difícil colocarle cotas comparables de exotismo a las Islas Galápagos. Puerto Rico está muy orgulloso del bosque tropical El Yunque; del sistema de Cavernas de Camuy y de sus bahías fosforescentes. Honduras atesora parte de la herencia del legado maya, tiene en las Islas Cisne una maravilla natural que se le aproxima a Los Roques y posee varios sistemas biodiversos selváticos interesantes, como el parque la Tigra. Colombia tiene dos cadenas portentosas montañosas, más grandes que las nuestras; salida a dos océanos y su ración de Amazonía.

Ese es el sortilegio del turismo. Más o menos en todos lados hay playas espectaculares, y montañas que quitan el aliento, y valles y cañones con vistas impresionantes, y artesanía digna de ser comprada, y un señor pintoresco que echa unos cuentos graciosos. En todos lados existen, los naipes con cierta frecuencia se repiten, y cada uno de ellos nunca dejará de parecernos – porque a su manera lo son- únicos.

La huella no vista

La verdad es que, como venezolanos, pocas veces hemos reparado en que las maravillas naturales que nos ponen a suspirar no constituyen, en modo alguno, un mérito que tenga algo de particular. Estamos felices, sin duda, de que estén ahí y nos pertenezcan. En cualquier caso podríamos congratularnos por mantenerlos limpios y conservarlos, cosa que tampoco hacemos con especial empeño.

Pero nada tiene de especial, si lo vemos bien, que nos cubramos con la bandera nacional ante unos atractivos que, después de todo, tienen ahí ya unos cuantos siglos. No hemos dispuesto absolutamente nada sobre su diseño y atractivo: sencillamente estructuramos una nación en torno a su existencia. Se trate de Playa Medina, del Salto Angel o del Pico Espejo.

Y, en contrapartida, mientras reverenciamos nuestras montañas y selvas, mientras más le cantamos a los ríos, mientras más bendecidos nos sentimos por las propiedades curativas de algunas aguas termales, mientras llevamos de la mano, orondos, al turismo internacional a que sepa de los Médanos de Coro, menos nos interesan nuestras ciudades.

No es demasiado lo que se les fotografía, ni lo que se les canta; no es excesivo lo que reflexionamos en torno a ellas. Rara vez nos planteamos nudos argumentales, polémicas apasionadas o preocupaciones trascendentes en torno al estado que presentan. No hurgamos en sus secretos; ni elaboramos circuitos turísticos en torno a ellas. No conocemos los detalles menudos de los edificios y monumentos que nos acompañan cotidianamente. A veces ni siquiera se conocen demasiado unas con otras. Ni siquiera el público ilustrado,

La que probablemente sea la nación latinoamericana con la densidad de población urbana más alta de la subregión, no sabe demasiadas cosas en torno a la existencia del Teatro Cajigal, ni de la Catedral de Ciudad Bolívar, ni de la Casa de las Ventanas de Hierro.

Es decir: el espacio que podría calibrar nuestra interpretación del entorno; la definición por excelencia del paisaje cultural –y de la palabra cultura-; la médula de cualquier concepto relativo a la cívica; lo que alguien denominó “la mas comprehensiva de las obras del hombre”, lo más venezolano que en realidad tenemos, puesto que esta sí que es una hechura nuestra, las ciudades de nuestro país, transcurren por nuestras vidas más como un trámite que como un encuentro feliz, válidas mientras sea necesario detenerse a echar gasolina, pertinentes en la misma medida en que por allá tengamos una tía a la cual visitar.

Hablemos, aunque sea mal

De momento casi todas las ciudades importantes del país pierden aceleradamente sus aires provincianos para irse “caraqueñizando”: grandes centros comerciales con opciones gastronómicas japonesas y catas de vino. Una modernidad disparatada y mal comprendida, que tiene arrinconada a las manzanas patrimoniales. Caos vehicular y delincuencia; anarquía y malos servicios.

Casi todas escasamente planificadas, renuentes, como Caracas, a ser recogidas a pie. Maracaibo, Barquisimeto, San Cristóbal, Mérida y Puerto la Cruz conservan algunas especificidades y encantos. Ciudad Bolívar y Coro, como Cumaná y Barcelona, con su legado histórico y su arquitectura, podrían ser dos envidiadas joyas del trópico antillano. Todas, particularmente estas dos últimas, presentan un descuido especialmente pronunciado: su atractivo es testimonial y el orgullo que podrían generar es apenas una hipótesis.

Se podrá afirmar que cualquier pretensión por hacer de los rincones de nuestras ciudades objetos de culto puede constituir, no sólo una quimera, sino una ociosidad: poco se obtendrá al fomentar una navegación sobre ciudades que, en cualquier caso, tienen límites muy concretos que no tiene sentido desconocer. A fin de cuentas es esta una sociedad joven, desplegada en una nación de mediano calado e historia reciente, que apenas en los años treinta del siglo pasado pudo dar pasos firmes para salir de la vida rural y la barbarie.

Puede que algunos encuentren discutibles estas reflexiones. Pienso, por el contrario, que no hay demasiado que objetar a este razonamiento. Como cualquier otra persona con algunas horas de vuelo en materia de viajes, podría reconocer sin problemas que ninguna ciudad venezolana es especialmente sobresaliente.

Esta circunstancia, sin embargo, no forma parte de una fatalidad inevitable. Hace mucho que en esta materia podríamos tener ya pantalones largos como país. Venezuela puede y debe diagnosticar descarnadamente la calidad y cantidad de su paisaje cultural.


Los espacios donde transcurren nuestras vidas


Sostengo que el estado de nuestras ciudades guarda una relación directa, no sólo con un desapego hacia las normas urbanas y un desconocimiento craso de las tradiciones y la historia, sino además con la ausencia de una masa crítica que se formule dilemas en torno a ellas y trace sobre sus cuadrículas un diagnóstico exigente.

La sociedad podría hacer mucho más en esta materia canalizando sus demandas ante el estado. No podrá mejorar nuestro entorno urbano si ni siquiera sabemos el peso específico de su valía, independientemente de sus cotas de modestia; si apenas ahora nos organizamos como sociedad para discriminar la existencia de un bien cultural. Para evitar que sea barrido por una conjura de empresarios analfabetas expertos en construir planicies para estacionamientos. Aludo a una interpretación que sobrepasa por completo las cuadriculas fundacionales, las plazas Bolívar y los edificios de gobierno.
El problema está en nuestras narices, pero es más profundo: me estoy refiriendo a las barriadas residenciales, a las zonas recreativas, a las avenidas cotidianas que le sirven de contexto a nuestra vida ordinaria. Ni siquiera estamos hablando mal de las ciudades venezolanas –cosa estaríamos perfectamente en capacidad de hacer- , no sea que alguien se nos ofenda: sencillamente las ignoramos por completo. Embelesados viendo lagunas y arrodillándonos ante montañas sagradas como única forma posible de concebir a este país.

Los cuarteles militares de Maracay –o la torre Sindoni-, el Obelisco de Barquisimeto –o el Monumento al Sol de Cruz Diez-, el entorno portuario de la Plaza Baralt en Maracaibo –o el obelisco de la Plaza la República-; las barriadas del norte de Valencia, la Plaza de Agua de Puerto Ordaz –o la Plaza del Hierro-, el Palacio Arzobispal -o el Parque Glorias Patrias-, de Mérida, la Marina de Lechería, en Puerto La Cruz; el Paseo Orinoco de Ciudad Bolívar, el sector Barrio Obrero de San Cristóbal, Puede que no sean comparables con los entornos sevillanos o las ensenadas de Oporto. Bien: ahí está la textura de la nación. La verdadera textura de este país.

“¿Desierto, selva nieve y volcán?”. Basta. Basta de rendirle pleitesía evasiva, con carácter de exclusividad, a los encantos de la naturaleza. Por disparatado que suene, propongo que, por una vez en la vida, nos olvidemos de la Isla de Coche y nos ocupemos de los edificios de San Bernardino. Ha llegado la hora de sopesar, conocer, diagnosticar, criticar, reparar y trabajar en torno a lo más venezolano que, como venezolanos, tenemos: nuestros plazas y pueblos, nuestros monumentos y ciudades. Los pasillos y corredores en donde discurre nuestra vida cotidiana.

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